En la espera del encuentro

**Esperando el reencuentro**

El septiembre fue cálido, seco y soleado. El sol bajo del otoño cegaba, sobre todo al atardecer. Andrés bajó la visera del coche. Él era alto y la visera le protegía, pero Lucía…

Cuántas veces le había pedido que dejara el coche en casa. Él podía llevarla al trabajo, recogerla después. Pero sus horarios no coincidían.

—Aprecio que te preocupes por mí, pero conduzco con cuidado, tú mismo lo has dicho. No puedo estar sin coche— decía Lucía, acurrucándose contra él.

—Vale, pero prométeme que al menos llevarás gafas de sol. La próxima semana empezarán las lluvias, bajarán las temperaturas. Aunque la lluvia, con los charcos y el asfalto resbaladizo, no es mejor que el sol cegador. En ambos casos hay riesgo— insistía Andrés.

—Eres tan atento conmigo. Todo irá bien, lo prometo— contestaba Lucía con solemnidad.

Andrés aparcó frente al edificio y, por costumbre, miró hacia las ventanas de su piso en el tercero. El sol se reflejaba en los cristales, imposible ver si las persianas estaban bajadas. Si no lo estaban, el calor sería insoportable, como un horno tras horas de sol.

Notó que el coche de Lucía no estaba. Extraño, no había avisado de ningún retraso. Revisó el móvil por si acaso: ni llamadas perdidas ni mensajes. Lucía salía una hora antes que él y solía tener la cena lista cuando llegaba.

Guardó el teléfono, cerró el coche y entró en el portal.

***

Se conocieron hace año y medio. Andrés volvía del trabajo y vio un coche parado con la puerta abierta y a una chica menuda y perdida al lado. Pinchazo, obvio. Se paró a ayudarla. Así empezó todo.

Lucía vivía de alquiler. Menuda, orgullosa, independiente. Con ella, Andrés se sentía fuerte, protector. A ella le molestaba, creía que la infravaloraba. Pronto le propuso vivir juntos. ¿Para qué pagar dos alquileres si siempre acababa en su casa?

El piso de Andrés, antes un desastre de soltero, fue transformado por Lucía. Aparecieron mantas, cojines de colores, lámparas cálidas. Olía a bizcocho, a guisos, a vainilla. Ya no era un piso cualquiera, era un hogar.

Un día, Lucía llegó con un cachorro sucio, escondido bajo un arbusto cerca del portal.

—¿Para qué lo traes? Está lleno de pulgas, va a dejar todo perdido— protestó Andrés. Nunca le gustaron las mascotas.

—Míralo, es precioso. No tiene pulgas, solo frío. Se morirá en la calle. Lo bañaré y mañana al veterinario. No te preocupes, yo me ocuparé— Lucía apretó al tembloroso cachorro contra su pecho.

—Sabes que no me gustan los perros. Déjalo en el veterinario y punto— dijo Andrés, creyendo que era suficiente.

Pero la mirada de Lucía le hizo entender que si insistía, se iría con el perro. Y eso no podía permitirlo. Andrés estaba perdidamente enamorado. No le quedó más que aceptar.

Al cachorro, Lucía le puso el nombre más épico posible: Thor. Y el perro, como si lo supiera, levantó la cabeza y movió las orejas.

—¡Thor!— llamó Andrés, pero el perro ni se inmutó.

Con buena comida, Thor creció rápido. En medio año ya era un perro fuerte, de pelaje dorado. Era una mezcla de razas, pero sin duda llevaba algo de labrador.

Aunque Andrés lo mimaba, Thor solo tenía ojos para Lucía. La seguía a todas partes, ignorando las órdenes de Andrés. Hasta le daban celos.

Así vivían los tres. Andrés estaba contento, incluso con Thor, al que sacaba a pasear por las mañanas. Los hijos podrían esperar.

***

Al acercarse al piso, Andrés oyó los ladridos de Thor. Al abrir la puerta, el perro se escabulló hacia las escaleras.

—Despacio, amigo— murmuró Andrés, resignado.

Normalmente esperaba a que le pusieran la correa, pero hoy estaba inquieto. Al salir, Thor echó a correr, mirando atrás para asegurarse de que Andrés le seguía.

—¿Adónde vas?— masculló Andrés, acelerando el paso.

Thor corría como si algo urgente le llamara. Solo había visto esa prisa cuando iba al encuentro de Lucía. Un mal presentimiento atenazó a Andrés. Corrió tras él, con el corazón a mil.

Atravesaron el parque donde solían pasear y luego varias calles. Andrés jadeaba, el pecho a punto de estallar. Los ladridos de Thor lo guiaban. Finalmente, llegaron a una calle entre casas bajas. Thor olisqueaba el suelo, inquieto.

Al acercarse, Andrés vio el asfalto lleno de cristales rotos. Thor aulló, ronco.

Andrés lo comprendió al instante: algo le había pasado a Lucía. ¿Por qué habría tomado esta ruta? Un niño jugaba cerca.

—Oye, ¿sabes qué pasó aquí?— preguntó Andrés.

—Un accidente. Vi la ambulancia llevarse a alguien y luego la grúa se llevó el coche— dijo el niño.

—¿De qué color era el coche? ¿Rojo?

—Creo que sí— respondió.

Andrés llamó al hospital.

—¿Ha ingresado alguien por un accidente hace poco? ¿En qué planta? Gracias.

Se arrepintió de no haber puesto la correa a Thor. El perro no quería irse. Andrés corrió de vuelta al coche.

Era de noche cuando llegó al hospital. Preguntó por Lucía. El médico lo miró cansado.

—¿Usted es?

—Su marido.

—No tengo buenas noticias. Falleció en el camino.

El corazón de Andrés se detuvo. No podía ser. Debía ser un error.

—¿Puedo verla?— preguntó, con la voz rota.

—No hay mucho que ver. El rostro está… No es agradable.

—¿Y si no es ella?

—Llevaba documentos. Venga.

El médico lo guio hasta el depósito. Andrés tambaleó al ver el edificio.

—¿Se encuentra bien?— preguntó el médico.

Reconoció a Lucía por su cuerpo pequeño, cubierto de heridas. La oscuridad le nubló la vista. Escuchó un aullido, pero no era de Thor. Era el suyo.

Afuera, se desplomó contra la pared del depósito y lloró.

—¿Por qué ella?— repetía.

—No tuvo oportunidad. El sol cegó al otro conductor y ella salió de repente…— dijo el médico antes de marcharse.

No recordaba cómo llegó a casa. Solo entonces pensó en Thor. Volvió al lugar del accidente. El perro seguía allí, inmóvil.

—Thor, vamos a casa— llamó.

El perro no se movió.

—Vamos, Lucía nos espera— mintió.

Thor lo siguió, pero con lentitud, mirando atrás constantemente.

—Sube al coche. Lucía espera— dijo Andrés, impaciente.

Thor dudó, pero saltó. En casa, olfateaba cada rincón, gimiendo. Por la noche, aullaba junto a la puerta.

—Cállate, despertarás a los vecinos.

Un vecino llamó.

—¡Ese perro no para! ¡No se puede dormir!

—Lo intentaré— respondió Andrés.

—¿Ves? Nos quejan. Sufre en silencio, como yo.

Thor se acercó y apoyó el hocico en su rodilla.

—Lo entiendes, ¿verdad? Si quieres irte, vete.Y años después, cuando el nuevo Thor creció y Andrés volvió a sonreír, entendió que algunas pérdidas nunca se superan, pero la vida, igual que el sol de septiembre, siempre encuentra la manera de abrirse paso entre las grietas del dolor.

Rate article
MagistrUm
En la espera del encuentro