**Quiero volver**
Lucía siempre se despertaba antes de que sonara el despertador, como si llevara un reloj interno en su cuerpo. Se levantaba, se lavaba la cara y preparaba el desayuno. Cuando su marido entraba en la cocina, afeitado y perfumado con colonia, siempre encontraba sobre la mesa unos huevos revueltos o cocidos, una rebanada de pan tostado con jamón y queso, y una taza de café fuerte. Ella, en cambio, solo tomaba café con un poco de queso, sin pan.
Llevaban treinta años juntos. Tanto se conocían que apenas necesitaban hablar, sobre todo por las mañanas. “Hasta esta tarde”, “Llegaré tarde hoy”, “Gracias…”. Sabían interpretar el estado de ánimo del otro con solo una mirada, con los pasos, incluso con el silencio. ¿Para qué más palabras?
“Gracias”, dijo Javier al terminar el café, y se levantó de la mesa.
Al principio de su vida juntos, siempre la besaba en la mejilla antes de irse al trabajo. Pero eso ya no lo hacía. Solo daba las gracias y se marchaba. Él trabajaba como ingeniero en una fábrica de trenes y salía temprano porque tenía que cruzar la ciudad, lidiando con el tráfico.
Lucía recogió la mesa, lavó los platos y se preparó para ir a la universidad. Como profesora, su trabajo quedaba a tan solo dos paradas de casa, pero siempre iba andando, sin importar el clima. Alta, delgada, atlética. Solo llevaba vestidos en verano; en la universidad, siempre traje de chaqueta gris con una fina raya y blusas de tonos pastel.
Su pelo, que antes era oscuro, ahora estaba entrecano. No se lo teñía, lo recogía en una trenza delgada que enrollaba en un moño bajo. Sin maquillaje, sin joyas, solo su alianza de boda.
En la universidad hablaba mucho, pero en casa prefería el silencio. A Javier eso le gustaba. Muchos pensaban que eran la pareja perfecta. Nunca discutían.
Él, dos años mayor, seguía siendo un hombre atractivo. En otro tiempo, ella se había celado, pero con los años lo asumió con filosofía. “¿Adónde va a ir? Nadie lo va a cuidar como yo”, se decía. Y era verdad: cocinaba de maravilla.
Su hija, tras graduarse, se había casado con un militar y se había ido a vivir con él.
Los estudiantes la respetaban, aunque la temían un poco. Rara vez sonreía, siempre seria y contenida, pero no era mala persona. En los exámenes, si un alumno reconocía que no sabía la respuesta pero había estudiado, ella le ayudaba y hasta le sacaba un aprobado. Pero si pillaba a alguien con chuletas, lo expulsaba sin piedad.
No tenía amistades entre sus compañeros de departamento ni participaba en chismes.
Un día, en el comedor, escuchó a dos alumnas de primer curso hablar de ella. Estaba de espaldas, así que no la vieron.
“¿Qué tal la de Química? Parece una solterona. Si no llevara alianza, juraría que nunca ha tenido novio”, dijo una.
“Tiene marido, por cierto. Bastante guapo. Y una hija ya casada”, contestó la otra.
“¿Y qué le ve, si es tan guapo?”
“Vivo en su mismo barrio. Es normal, no es mala”.
“¿Normal? Se viste como un hombre. Apuesto a que ni siquiera tiene pecho”.
Lucía terminó su comida en silencio, se levantó y las miró fijamente.
“Perdón”, balbucearon, avergonzadas.
“Solterona. Así me ven”. En la sala de profesores, se miró al espejo. “¿Qué encontró Javier en mí?”. Sonó el timbre, y fue a dar clase.
En casa, empezó a preparar la cena: un guiso en cazuela de barro, listo para cuando él llegara. Todo perfecto. Se acercó a la ventana. Javier siempre aparcaba justo debajo. Pero hoy no estaba. De pronto, oyó el pestillo de la puerta.
Sorprendida, salió al recibidor.
“¿No has venido en coche? ¿Se ha estropeado?”.
“No, lo he dejado en otro sitio”.
Lucía no preguntó por qué. Volvió a la cocina a sacar la cazuela. Él entró detrás y se sentó a la mesa.
“Lucía, siéntate, por favor”.
Ella dejó el guante de cocina y se sentó frente a él, con las manos entrelazadas. Algo pasaba. Él evitaba su mirada, extraño, distante.
“Verás… Estoy enamorado de otra mujer. Me voy con ella”. Se secó el sudor de la frente.
Lucía apretó los dedos hasta doler.
“Lo siento. Voy a recoger mis cosas”. Se levantó y salió de la cocina.
Ella se quedó sentada. “Ve, detenlo, habla…”, le gritaba una voz interna. Pero no se movió. Escuchó cómo abría el armario, el ruido de las perchas vacías. Un cajón que se abría para sacar documentos. La cremallera de una maleta. Luego, silencio.
Finalmente, las ruedas de la maleta sobre la moqueta, más fuertes en el suelo de la entrada. Se demoró abrochándose el abrigo, atándose los zapatos. “Ahora entrará y dirá que se ha arrepentido, que solo me quiere a mí…”, esperó. Pero la puerta se cerró, y el pestillo sonó.
El primer impulso fue tirar el guiso a la basura, cazuela incluida. Pero recordó a los ancianos del piso de al lado y decidió llevárselo. Lo envolvió en papel de aluminio y llamó a su puerta.
La abrió una mujer joven.
“Hola. ¿Dónde están…?”. Lucía se detuvo. Ni siquiera sabía sus nombres.
“¿Busca a los Martínez? Vendieron el piso, su hijo se los llevó. Nosotros acabamos de mudarnos. Soy Sara, mi marido es Pablo. ¡Qué bien huele!”.
“Para ustedes. Feliz nueva casa”. Quiso sonreír, pero los músculos no le respondieron. Entregó las cazuelas y se marchó.
Esa noche no durmió. Lloraba, caminaba por la casa y hablaba con Javier en su mente: “¿Por qué ahora? ¿Por qué no antes, cuando eras joven?”. “¿No lo sentías venir? Siempre lo supiste”, contestaba él en su cabeza.
Por la mañana, se levantó antes del despertador, como siempre. Bebió café y fue andando a trabajar. Esa noche, por primera vez, no cocinó. Encendió la tele y miró sin ver.
Un timbrazo la sacó de su ensimismamiento. “¿Javier? Tiene llave…”. Dudó, pero la luz encendida delataba su presencia. Al abrir, encontró a Sara sonriendo, con un trozo de pastel en las manos.
“Perdone, ayer nos dio de cenar. El guiso estaba riquísimo, nunca había probado algo así. Mi marido me dijo que le pidiera la receta. Le traigo esto, es mi primer pastel”.
“Pase”. La llevó a la cocina y puso el hervidor.
“¿Está sola? ¿Su marido no ha vuelto del trabajo?”. Lucía se encogió de hombros.
“Pablo y yo llevamos solo dos meses casados. Tengo treinta y seis, primera vez. Casi me quedo a las puertas, ¿eh?”. Se rió. “Vivía con mi madre, no sé ni freír un huevo. Pablo está divorciado”.
Notó la mirada fría de Lucía.
“¿Cree que le quit”Pensé que tal vez necesitaba un cambio, así que acepté su consejo, y ahora, al mirar hacia atrás, entiendo que a veces la vida nos quita algo solo para darnos algo mejor.”