**Diario de Lucía**
Hacía tiempo que sentía que mi matrimonio con Javier se estaba resquebrajando. El amor se había enfriado, convertido en rutina, y nuestras conversaciones eran escasas, llenas de reproches. El silencio entre nosotros era denso, como el aire antes de una tormenta.
Me decía a mí misma que las cosas mejorarían, pero era una mentira. ¿Y si al indagar descubría algo que no podía perdonar? Teníamos una hija, Sofía, y ella era mi mayor preocupación.
Cocinaba, limpiaba, controlaba que Sofía no llegara tarde y cumpliera con los estudios. Ya tenía sus secretos de adolescente, signo de que crecía. Javier, en cambio, solo aportaba su sueldo. Nada más.
No soltaba el móvil, absorto como un chiquillo.
Un día, caí enferma: fiebre, dolor de cuerpo. Le pedí que preparara la cena. Sofía, como siempre, estaba con sus amigas.
—Con un té y algo de pan tostado basta —respondió él, indiferente.
Estaba demasiado débil para discutir. Dos días después, al levantarme, encontré la cocina hecha un desastre: platos sucios, basura desbordada, la nevera vacía. Me puse a limpiar, a cocinar… y al anochecer, exhausta, vi de nuevo el fregadero lleno.
—Basta. No soy tu asistenta. Trabajo igual que tú, y luego llego y hago todo esto. ¿No puedes lavar al menos tu plato?
—Total, tú lo harás igual —respondió, sin levantar la vista del móvil.
—Saca la basura mañana. Dejaré la bolsa en la puerta.
—Vale.
—No ‘vale’, ¡hazlo! —exploté—. Antes me ayudabas, hasta aspirabas. No pido mucho, solo que colabores. ¿Me escuchas? ¡Deja el maldito teléfono!
—¿Y qué más quieres? Soy el que trae el dinero. Hay dos mujeres en esta casa, ¿y yo tengo que fregar?
—¿Llamas ‘mujer’ a tu hija? —me indigné.
—Por cierto, ¿dónde está? Tú la dejas salir. Mira cómo te pones por unos platos…
—¡No son los platos, es tu indiferencia!
—¡Ya está bien! Me tienes harta —dijo, y se marchó.
El móvil de Javier vibró. Vi el nombre en la pantalla antes de que se apagara: “Lola”.
—¿Lola? ¿Es Laura, Lorena…? —pregunté, tratando de sonar fría.
Él se giró bruscamente:
—¿Has husmeado en mi móvil?
—Está bloqueado. ¿Algo que ocultar? Pensé: “Miente, por una vez”.
—¿Y si lo fuera? —Desafió mi mirada—. Sí, tengo a alguien más. Arreglemos esto como adultos.
—¿Cómo? —Las lágrimas brotaron sin control.
—No empieces. Si quieres hacerte la víctima, quédate, pero no cambies nada.
Mi mundo se derrumbó. Como un aguacero repentino que lo arrasa todo.
—Ve a hacer tus maletas.
—¿Qué? ¿Adónde?
—El piso es mío. Mis padres me lo dieron. No pienso venderlo.
—¿Y Sofía y yo? ¿Estás bromeando?
—No. Vete a casa de tus padres.
—¡Yo no me voy! —la voz de Sofía irrumpió desde el pasillo.
—¿Cuánto llevas escuchando? —preguntó Javier.
—Gritabais tanto que os oía el vecindario. ¿Os divorciáis? Yo me quedo con papá.
—¿Ves? —Javier señaló a Sofía—. ¿Quién es aquí el malo?
—No puedes quedarte con él —balbuceé—. Él… vivirá con otra.
—¿Y qué? Tengo mi habitación. No iré con los abuelos, viven lejos. Aquí está mi colegio, mis amigos.
Me invadió el pánico. Familia, hogar… todo desaparecía. Hasta Sofía me daba la espalda.
Me refugié en el baño, llorando. Esa noche dormí en el sofá. Javier ni siquiera me buscó.
Al día siguiente, me fui temprano. En el trabajo, una compañera, al ver mi estado, me ofreció un piso pequeño, heredado de su padre.
Era viejo, con muebles antiguos, pero lo limpié hasta dejarlo habitable. Sofía no habría aguantado allí.
Nadie me llamó para preguntar dónde estaba.
Al día siguiente, recogí mis cosas. Bebí vino, lloré. Cada día llamaba a Sofía. Me decía que todo iba bien, que Lola se había mudado con ellos. Divertida, le regalaba ropa, maquillaje…
Todos felices, menos yo.
Un día, fui al colegio. Sofía, maquillada en exceso, me pidió que no volviera.
Tomé un segundo trabajo en una ferretería. Ahorré hasta comprar un piso pequeño.
Conocí a Marcos, un compañero divorciado. Me ayudó con los muebles, me invitó al cine.
—No es justo —me dijo—. Javier se quedó a Sofía porque echarte solo a ti era más fácil. Ya verás, cuando crezca, entenderá.
Marcos se fue quedando, hasta mudarse. Me pidió matrimonio, pero no acepté. Esperaba a Sofía.
Un día, llamó.
—¡Mamá! —Abrazándome, entró en el piso—. ¿Puedes ayudarme? No tengo nota para la universidad.
—No tengo dinero, cariño.
—¡No quiero perder un año!
Marcos propuso que trabajara con nosotros. Sofía torció el gesto.
Esa noche durmió en un colchón inflable en la cocina. Por la mañana, se había ido.
—Volvió con tu padre —dije a Marcos, destrozada.
—No vino por ti, sino por dinero. Ya verás, volverá cuando te necesite de verdad.
Seis meses después, Sofía se casó. Un chico de discoteca, un embarazo. No me invitó.
Pero cuando nació su bebé, su pareja la abandonó. Lola no quiso ayudarla. Entonces, me llamó.
Marcos habló con los padres del chico. Acordaron comprarle un piso a cambio de que él se marchara.
Ahora voy cada tarde a ayudarla con mi nieta. Y, aunque duele, soy feliz. Porque al fin, mi hija volvió a mí.