**Diario de un hombre**
“Ven aquí…”
Lucía odiaba su cuerpo. Desde pequeña había sido regordeta y siempre envidiaba a sus compañeras delgadas. Por más que intentó hacer dieta o adelgazar, nunca lo conseguía.
—Deja de machacarte. Come como es debido. Quien deba quererte, lo hará igual, seas delgada o no. El amor no va por el físico, sino por el alma y el carácter —la consolaba su padre—. Tu madre nunca fue delgada, y eso no me impidió amarla. Una mujer debe ser suave y acogedora.
—Fácil lo tienes tú. Tú no engordas, por muchos pasteles que comas. ¿Por qué no salí como tú? —se quejaba Lucía.
—¿Y por qué esta obsesión de repente? ¿Te has enamorado? —preguntó su madre de pronto.
Lucía bajó la mirada.
—Yo también me enamoré en el instituto, sufrí mucho. A él le gustaba otra chica, la más guapa de la clase. Luego terminamos el colegio, dejé de verlo cada día y se me pasó. Unos años después me lo crucé en la calle. Y sabes qué, me alegré de no haber tenido nada con él.
—¿Por qué? —preguntó Lucía.
—Se casó con esa chica guapa. Pero ella exigía dinero para vestidos, y él ganaba poco. Así que hizo algo ilegal, robó una buena suma. Lo pillaron y lo condenaron. Salió de prisión hecho otra persona. Su mujer lo dejó, no encontraba trabajo y empezó a beber. Todo algo que empezó bien —suspiró su madre—.
—A tu padre y a mí también nos costó, sobre todo cuando naciste. Pero aquí estamos. Si él no te elige a ti, quizá sea para mejor. Lo que no es tuyo, no lo será.
—Pero si te hubiera elegido… No habría robado ni ido a la cárcel —razonó Lucía.
—No podía elegirme. A él le gustaban las chicas guapas y delgadas. Y si lo hubiera hecho, tarde o temprano me habría engañado. Igual habríamos terminado. Pero entonces no habría conocido a tu padre —sonrió su madre—. Todo pasa por algo.
—Aún así, quiero adelgazar —dijo Lucía, obstinada.
Esa noche navegó por internet, buscando dietas y fotos de mujeres que habían perdido peso. Si ellas podían, ella también.
A la mañana siguiente, Lucía se despertó, bostezó y miró el reloj. Tenía tiempo para dormir un poco más. Pero recordó su decisión de empezar una vida nueva. Se acercó a la ventana. El cielo estaba gris, a punto de llover. «¿Quizá mañana, con mejor tiempo? No —pensó—, si no empiezo ahora, nunca lo haré». Se puso el chándal con determinación.
Las calles de Madrid estaban vacías. Mejor, nadie la vería. Y empezó a correr.
Pronto le faltó el aire, un dolor le clavó el costado, la tos húmeda le rasgó la garganta, el sudor le resbalaba por la espalda. Se detuvo para recuperar el aliento. Movió los brazos como aspas y volvió a casa. Nada con lo que no se acostumbraría.
Al día siguiente, cada músculo le ardía. Pero, aguantando el dolor, salió otra vez. Volvió a casa arrastrándose.
—¿De dónde vienes tan sudada? —preguntó su madre al entrar.
—De correr.
—¿Haciendo ejercicio? Qué bien. Yo nunca tuve esa fuerza de voluntad. ¿Cansada? Date una ducha y desayuna, o llegarás tarde al instituto.
—No quiero magdalenas, solo café —dijo firme.
—Como quieras. Pero no es bueno empezar así de repente. En una carrera larga, hay que dosificarse, o no llegarás a la meta —reprochó su madre.
—Bien hecho —su padre le dio una palmada en la espalda—. Admiro tu perseverancia —dijo, sentándose a la mesa y tomando un sorbo de café.
—¿Tú también a dieta? ¿Para quién he hecho magdalenas entonces? —se quejó su madre.
—Tranquila. Yo comeré por Lucía —guiñó el ojo a su hija, cogió una magdalena, le dio un mordisco y masticó con gusto.
Lucía tragó saliva. Quizá una no le haría daño. No podía dejar de comer de golpe. Pero no quiso tentarse. Bebió el café de un trago y se levantó.
—Ahora se va a matar de hambre —suspiró su madre al salir ella.
No escuchó lo que contestó su padre.
Con el tiempo, Lucía aguantó más distancia. Un día notó que el cinturón del pantalón le quedaba flojo. Se miró al espejo. Pero, por desgracia, no vio ningún cambio.
Una vez, dos chicas delgadas como gacelas la adelantaron corriendo. Lucía les cedió el paso. Al pasar, una dijo: «Por eso está el suelo resbaladizo, con la grasa que suelta la gorda». Y se rió. La otra la calló, se volvió y le dedicó una sonrisa tímida.
No, no lo conseguiría. ¿Para qué hacer el ridículo? Quizá bailar ayudaría. Y se apuntó a clases para principiantes.
El hambre la mareaba. Al pasar por el comedor del instituto, aceleraba. Fue a bailar. En el vestuario, oyó que la llamaban “vaca”. Le daba vergüenza cambiarse delante de las demás. Esperaba a que se fueran.
Su madre se preocupaba, intentaba darle de comer algo más. Lucía lo rechazaba y corría con más ganas.
Para la graduación, había adelgazado bastante. Aún no era delgada, pero le gustaba lo que veía en el espejo.
Tras la ceremonia, vino la cena y luego el baile. Lucía dudaba en bailar. Temía que volvieran a llamarla vaca. Vio cómo Javier, el profesor, le hablaba algo al oído a Diego. Cuando sonó una canción lenta, Diego vino hacia ella. Comprendió que el profesor le había pedido que la sacara. Le dolió. ¿Realmente solo daba pena? Pero aceptó. Quizá no tendría otra oportunidad. Poca gente bailaba, los chicos eran tímidos.
—Eh, Diego, cuidado. Si la Rodríguez te pisa, acabas en silla de ruedas —gritó la más guapa de la clase, rodeada de amigas.
Todas se rieron. Lucía enrojeció, mordió su labio y los ojos se le llenaron de lágrimas. Diego se paró y dijo fuerte:
—Ya está. No es gracioso. ¿Sois así de malas porque estáis hambrientas?
Las chicas callaron.
—No les hagas caso. Te envidian. Bailas muy bien —dijo Diego, volviendo a girarla.
Ella flotaba en una nube, colorada por el halago. Pero Diego no la sacó más. No importaba. Nunca olvidaría este baile.
Tras el instituto, Lucía entró en Medicina y siguió corriendo. El baile lo dejó, no tenía tiempo. Poco a poco, adelgazó más.
Con Diego no se veían. Lo seguía en redes. Él era esquiador. En invierno, subía fotos de competiciones. A veces, con chicas. Y a ella le devoraban los celos. Pero seguía soltero, según su perfil.
Lucía creó otra cuenta, con un avatar de dibujos, y se hizo llamar Lola. Desde ahí, le escribió a Diego, felicitándole. Él contestó. Empezaron a hablar. ¿Qué tal? ¿Qué haces? ¿Qué música te gusta? Le envió una felicitación de cumpleaños.
«Quedemos» —contestó él. Lucía aceptó enseguida. Pero luego pensó: no iría.Lucía respiró hondo, miró al espejo una última vez y salió de casa decidida a enfrentar sus miedos, porque al fin entendió que su felicidad no dependía de un número en la báscula, sino de quererse a sí misma tal como era.