Ven a mí…

Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo de Castilla, vivía una joven llamada Lucía Fernández. Desde niña, Lucía había sido rechoncha, y aunque lo intentaba, no lograba adelgazar. Sus amigas, sin embargo, eran delgadas como juncos, y ella las envidiaba en silencio.

—No te castigues, hija —le decía su padre, don Rafael—. Come con gusto. Quien deba quererte, te querrá así, con curvas o sin ellas. El amor no está en el cuerpo, sino en el alma. Tu madre nunca fue delgada, y aun así, me enamoré de ella. Una mujer debe ser como un hogar: cálida y acogedora.

—Es fácil decirlo, papá —contestaba Lucía, resignada—. Tú comes empanadas como si nada y nunca engordas. ¿Por qué no heredé tu complexión?

—¿Y esta repentina obsesión por adelgazar? —preguntó su madre, doña Carmen, con una mirada astuta—. ¿Te habrás enamorado?

Lucía bajó la cabeza.

—Yo también sufrí por un chico en el instituto —confesó doña Carmen—. A él le gustaba la más guapa de la clase. Pero pasaron los años, y un día me lo crucé por la calle. ¿Sabes? Me alegré de no haber estado con él.

—¿Por qué? —preguntó Lucía.

—Se casó con esa chica, pero ella solo quería vestidos caros. Él ganaba poco, así que robó una buena suma de dinero. Lo pillaron y acabó en la cárcel. Cuando salió, era otra persona. Su mujer lo dejó, no encontraba trabajo y empezó a beber. Todo empezó tan bonito… —suspiró doña Carmen.

—A nosotros también nos costó, sobre todo cuando naciste. Pero salimos adelante. Si no te elige, quizá sea lo mejor, hija. Lo que no es para ti, no lo será —concluyó.

—Pero si te hubiera elegido a ti, no habría robado —reflexionó Lucía.

—No podía elegirme. Le gustaban las chicas delgadas. Y aunque me hubiera escogido, tarde o temprano me habría engañado. Al final, me habría dejado. Pero entonces no habría conocido a tu padre —sonrió doña Carmen—. Todo pasa por algo.

—Aun así, quiero adelgazar —insistió Lucía.

Esa noche, buscó dietas en internet, mirando fotos de antes y después. Si ellas pudieron, ¿por qué ella no?

A la mañana siguiente, se despertó con ganas de seguir durmiendo, pero recordó su promesa. Al asomarse a la ventana, el cielo estaba gris. “Quizá mañana, con buen tiempo…”, pensó. Pero no, se convenció. Se puso el chándal y salió a correr.

Las calles estaban vacías. Menos mal, nadie la vería. Pero pronto, el aire le ardía en los pulmones, el costado le pinchaba y el sudor le resbalaba por la espalda. Se detuvo a recuperar el aliento, agitó los brazos como aspas de molino y volvió trotando lentamente. “Poco a poco”, se dijo.

Al día siguiente, cada músculo le dolía. Aun así, salió otra vez. Al volver, apenas podía mover las piernas.

—¿De dónde vienes así, empapada? —preguntó doña Carmen al verla entrar.

—De correr.

—¿Haciendo ejercicio? Qué orgullo. A mí nunca me dio la voluntad. ¿Cansada? Dúchate y desayuna, que llegarás tarde al instituto.

—No quiero magdalenas, solo café —dijo Lucía, firme.

—Como quieras. Pero no conviene empezar tan brusco. En una carrera larga, hay que dosificar las fuerzas —replicó doña Carmen.

—Bien hecho —elogió don Rafael, dándole una palmada en la espalda—. Admiro tu empeño.

—¿Tú también a dieta? —protestó doña Carmen—. ¿Para qué he hecho magdalenas entonces?

—Tranquila, yo como por las dos —contestó él, guiñándole un ojo a Lucía. Mordió una magdalena con gusto.

Lucía tragó saliva. Un bocado no arruinaría su esfuerzo… Pero no cedió. Bebió su café de un trago y se levantó.

—Ahora se va a matar de hambre —susurró doña Carmen cuando Lucía salió.

Con el tiempo, Lucía se acostumbró a correr. Un día notó que el cinturón le holgaba. Corrió al espejo, pero no vio cambio alguno.

Una mañana, dos chicas esbeltas como gacelas la adelantaron. Lucía se apartó. Al pasar, una de ellas murmuró: “Qué resbaladizo está el suelo, debe ser la grasa de la gorda”. Su compañera la reprendió y le lanzó a Lucía una sonrisa tímida.

“Nunca lo conseguiré”, pensó Lucía. Quizá debía probar algo distinto, como bailar. Se apuntó a clases para principiantes.

El hambre la mareaba. Evitaba el comedor del instituto. En las clases de baile, algunas chicas la llamaron “vaca” en los vestuarios. Ella esperaba a que se fueran para cambiarse.

Doña Carmen se preocupaba. Intentaba convencerla de que comiera más, pero Lucía se negaba, corriendo con más ahínco cada mañana.

Para la graduación, Lucía había adelgazado. Aún lejos de ser delgada, pero se gustaba más al mirarse.

Tras la ceremonia, en el baile, Lucía dudaba en participar. Temía las burlas. Vio cómo el profesor le decía algo a Javier. Cuando sonó una canción lenta, Javier se acercó a ella. Lucía supo que era por obligación. “¿Solo me ven como un objeto de lástima?”, pensó. Aun así, aceptó. Quizá no se repetiría.

—Oye, Javier, cuidado —gritó una chica guapa, rodeada de amigas—. Si Lucía te pisa, acabas en silla de ruedas.

Todos rieron. Lucía enrojeció.

—Basta. No tiene gracia —dijo Javier en voz alta—. ¿Seréis así de crueles porque estáis hambrientas?

Las risas cesaron.

—No les hagas caso. Envidian. Bailas con gracia —susurró Javier, llevándola de nuevo al ritmo.

Lucía flotaba de felicidad. Pero Javier no la invitó más. No importaba, ese baile lo guardaría siempre.

Tras el instituto, Lucía entró en la facultad de Medicina. Siguió corriendo, abandonando el baile por falta de tiempo. Poco a poco, adelgazó más.

De Javier solo supo por redes sociales. Él esquiaba. En invierno, subía fotos de competiciones, a veces con chicas. Ella ardía de celos, pero su perfil decía “soltero”.

Creó una cuenta falsa, “Laura”, con foto de dibujo. Le escribió felicitaciones por sus logros. Él respondió. Hablaron de música, estudios… Hasta que él propuso: “Quedemos”.

Lucía aceptó, pero luego se echó atrás. Seguía sintiéndose gorda. ¿Y si se reía de ella?

Al final, fue, pero lo observó desde lejos. Luego le escribió: “No pude avisarte, algo surgió”.

Él insistió: “¿Mañana?”.

Ella puso excusas. La conversación se apagó. Pero seguía espiando su perfil. Apareció una chica constantemente. Luego, una foto con un anillo: “Por fin encontré a la indicada”.

Esa noche, lloró hasta dormir. Nunca supo si se casó. Dejó de mirar.

En la facultad, durante prácticas en urgencias, Lucía vio a Javier. Estaba conectado a máquinas.

—Accidente de moto —explicó el profesor—. Cuarto día en coma.

—¿Qué pronóstico tiene—¿Lo conoces? —preguntó el profesor.

—Sí, fuimos compañeros en el instituto —respondió Lucía con voz temblorosa.

—Traumatismo craneoencefálico grave, fracturas múltiples… Es pronto para pronósticos —dijo el profesor mientras se alejaba.

Lucía regresó cada día junto a su cama, hablándole de la primavera que florecía fuera, hasta que, semanas después, sus ojos se abrieron al fin.

—¿Quién eres? —preguntó Javier, confundido.

Lucía se quitó la mascarilla lentamente.

—Lucía Fernández, de tu clase —susurró.

Él la observó largo rato.

—Estás preciosa —dijo finalmente—. Has cambiado.

Con los meses, mientras él se recuperaba, ella lo visitaba menos, ocupada con los exámenes. Hasta que un día, al entrar en su habitación, vio a aquella chica del anillo. Lucía salió sin hacer ruido.

—¿Qué te pasa, hija? —preguntó doña Carmen esa noche—. Antes volvías radiante, y hoy pareces arrastrar los pies.

Lucía lo contó todo. Dejó de ir al hospital.

Pero el destino los reunió de nuevo en la calle, meses después. Javier cojeaba levemente.

—Por fin te encuentro —sonrió—. Pregunté por ti a todos.

—¿Y ella? —preguntó Lucía, mirándolo con cautela.

—Se asustó al verme así —respondió Javier, con una mueca amarga—. Tú no.

Lucía no dijo nada.

—¿Por qué dejaste de venir? —insistió él.

—Te vi con ella. Pensé que…

—Me pidió perdón. La perdoné, y ahí terminó todo —interrumpió Javier, acercándose—. Dime algo, ¿eras tú esa tal Laura que me escribía?

Lucía asintió, avergonzada.

—Tonta —susurró él, abrazándola—. Te busqué cuando dejaste de responderme.

Se casaron cuando Javier se recuperó y Lucía terminó la carrera. En la boda, tras el brindis, él le susurró al oído:

—Come algo, o acabarás borracha. No te preocupes por engordar, me gustas así.

—Mejor bailamos —rió Lucía, tomándolo de la mano.

Y entre vueltas y risas, bajo las estrellas de Castilla, supieron que algunos sueños, aunque tardan, siempre llegan.

Rate article
MagistrUm
Ven a mí…