Hermana de sangre inesperada

**La Hermanastra**

Lucía, después del trabajo, pasó por el centro comercial. La jefa de contabilidad cumplía años en unos días, y el departamento le había encargado a ella elegir el regalo. Ya había visto algunas opciones y las había fotografiado con el móvil. Al día siguiente, las enseñaría a sus compañeros y comprarían lo que decidieran. Mientras bajaba por la escalera mecánica hacia la planta baja, solo pensaba en salir de aquel bullicio de gente.

—¡Lucía! —la llamó de pronto una voz femenina.

Giró la cabeza hacia la izquierda, buscando entre los rostros de quienes subían, pero no reconoció a nadie.

—¡Lucía! —volvió a escucharse.

Esta vez, al volverse, vio a una chica con el pelo rojo fuego intentando bajar por las escaleras que subían.

—¡Espérame abajo, no te vayas! —gritó la desconocida.

Lucía obedeció, esperando al pie de la escalera. El pelo rojo chillón desapareció un instante en lo alto y luego reapareció, acercándose a toda velocidad. La chica bajaba corriendo, rozando a la gente sin importarle, su melena llamativa distrayendo de su cara.

—¡Amaia! —exclamó Lucía al reconocer a su hermanastra.

—La misma. ¿No te lo esperabas? Llevo días paseando por la ciudad, buscándote. Sabía que algún día nos encontrábamos. Hay cafeterías aquí abajo, ¿vamos?

—¿Cuándo llegaste?

—Hace dos semanas. ¡Qué alegría verte de verdad! —dijo Amaia con sincera emoción.

Escogieron un sitio y se sentaron. Lucía observó a su hermanastra: pelo rojo intenso, pestañas cargadas de rímel como púas de pino, labios pintados del mismo tono que su melena. Su rostro fino, casi de muñeca, contrastaba con su vestimenta adolescente —falda corta a cuadros, medias color piel con calcetines negros, zapatillas blancas de suela gruesa—. A sus veinte años, parecía una niña.

—Estás genial —dijo Amaia justo cuando llegó la camarera con las cartas. Sin dudar, pidió una pizza, un pastel y un café. Lucía solo optó por lo último.

—Me muero de hambre… ¡Qué suerte tener tu metabolismo! Yo estoy a dieta perpetua, o engordo como una pasa —suspiró Amaia.

—¿En serio? —Lucía arqueó una ceja, recordando que su hermanastra siempre había sido delgada.

—Tú no conociste a mi madre. Pesaba más que un toro de lidia, por eso mi padre la dejó. Tú tienes mejor suerte genética. Oye, ¿aquí sirven cerveza?

—Pregunta, pero yo no voy a tomar. Voy en coche —dijo Lucía.

—¿Tienes coche? ¡Vaya nivel! Oye, ¿en tu empresa buscan gente? Llevo dos semanas aquí y sigo en paro.

—¿Y de qué vives?

—Le vacié los ahorros a papá —soltó Amaia con una risita—. Total, se los iba a gastar en vino. Desde que te fuiste, se hundió. Lo echaron del curro y ahora vive con una cocinera que le roba comida del trabajo. La alegría de la huerta.

Lucía escuchaba incrédula, aunque no le sorprendía. El padre de Amaia nunca le cayó bien, pero su madre insistió en que solo era celos. Cuando él se mudó con ellas, trajo a Amaia, y desde el primer día hubo conflicto. La hermanastra cogía su ropa sin permiso, la manchaba, y su madre siempre la defendía: “Tienes de sobra, no seas egoísta, Amaia creció sin madre”. Lucía entendía que solo quería evitar peleas, pero le dolía igual. Luego su madre enfermó, y en cuatro meses murió.

El padrastro esperaba que Lucía trabajara tras el instituto, pero ella escapó a Madrid. Había ahorrado en secreto, con lo que su madre le daba para el cine o la comida. Estudió en la universidad, vivió en una residencia y trabajó de noche en un Burger King. Al graduarse, encontró un buen empleo y, tras un año de privaciones, compró un piso con hipoteca. Con Daniel llevaban dos años juntos, y él le ayudó a comprar un coche de segunda mano.

—¿Y tú qué estudiaste? —preguntó Lucía, volviendo al presente.

—¿Estudiar? —Amaia se rió—. Apenas acabé el instituto, trabajé en un chino. Luego mi padre se puso peor con el alcohol, y aquí estoy. Su nueva novia es otro desastre. No aguantaba más. Además, allí no había futuro.

—¿Y qué puesto buscas?

—Sería una buena secretaria. ¿Tu jefe es joven?

—No mucho, casado, y ya tiene secretaria.

—Qué pena. Pero de limpiadora no, eh —dijo Amaia, devorando con la mirada la pizza recién llegada.

—Si necesitas dinero, ¿qué más da si repartes papeles o friegas suelos? Pero preguntaré —mintió Lucía. No pensaba recomendarla en su empresa. Como quien dice, meter al lobo en el corral.

—¿Y en el amor? —Amaia miró sus manos—. No estás casada, no hay anillo.

—No, pero tengo novio. Dos años juntos, y pronto boda.

Mentira. Sí llevaban dos años, pero sin convivir. Daniel pasaba noches en su casa, pero su madre enferma le impedía dejarla sola. Por eso no se había declarado: no quería cargar a Lucía con eso.

Amaia frunció el ceño.

—Pensaba que eras lista. Si en un año no te pide matrimonio, no lo hará nunca. O pronto o nunca —sentenció.

—¿Experta en relaciones ahora? —Lucía miró su anillo, un fino aro con un diamante pequeño que Daniel le trajo de Ámsterdam. Le encantaba, pero Amaia lo despreció.

—¿Es rico tu novio? —preguntó de pronto, dejando de comer.

—No, pero me quiere.

Amaia la miró raro y cambió de tema.

—¿Y tú? ¿Algún novio?

—En busca. No quiero cualquiera. Busco uno con dinero, piso y coche.

*Ah, conque por eso vino*, pensó Lucía. *A cazar un marido adinerado, aunque con ese look lo tiene crudo*. Terminó su café, deseando estar en casa, pero sabía que Amaia no se iría fácilmente.

—Debo irme —dijo, llamando a la camarera. Amaia no protestó cuando Lucía pagó, aunque solo había tomado un café.

—¿Preguntarás por el trabajo? —insistió Amaia al salir.

—Sí —contestó Lucía, ya caminando hacia la salida.

Recordó cómo su madre vivió sola hasta conocer al padre de Amaia, un hombre que nunca le gustó. Cuando su madre murió, culpó a ambos, aunque los médicos dijeron que el cáncer ya estaba avanzado. El padre de Amaia se convirtió en un borracho, y Lucía escapó con sus ahorros. Ahora, al llegar al coche, Amaia soltó la bomba:

—Lucía, ¿vives de alquiler?

—No, tengo hipoteca.

—Guau. ¿Puedo quedarme un tiempo? Hasta que encuentre trabajo.

—¿Dónde has estado estas dos semanas?

—En casa de un excompañero —mintió, evitando su mirada—. Ya estaba harta.

Lucía dudó. No quería a Amaia en su vida, pero su cara de niña abandonada le dio pena. Al fin y al cabo, era familia.

—Sube —cedió.

Amaia sonrió, rodeó el coche y se acomodó.

—Mi piso es pequeño, pero hay un sofá-cama en la cocina. ¿Te vale?

—Claro.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Amaia dormía hasta tarde, se pasaba el día con el móvil y por la noche “buscaba trabajo”, volviendo tarde, oliendo a alcohol y tabaco. *Lucía cerró los ojos al fin, respiró hondo y supo que, aunque la sangre las unía, algunas heridas nunca sanarían.

Rate article
MagistrUm
Hermana de sangre inesperada