No temas, solo estaré un tiempo. Viviré una semana, mientras resuelvo mi situación. No me echarás, espero.

—No temas, no me quedaré mucho tiempo. Solo una semanita, hasta que encuentre un piso. Espero que no me eches —dijo la hermana.

Carmen dejó el desayuno sobre la mesa y fue a despertar a su nieta. A Marina, de dieciocho años, le encantaba dormir hasta tarde.

—Marina, levántate. Vas a llegar tarde a la universidad.

La joven refunfuñó algo y se cubrió la cabeza con la manta.

—¿Otra vez te quedaste hasta altas horas frente al ordenador? Si te acostaras a tiempo, te costaría menos madrugar. No pienso dejarte dormir. Arriba. —Carmen le arrancó la manta.

—Ay, abu… —protestó Marina, pero al final se levantó, bostezó y se estiró con los brazos en alto, balanceándose sobre sus piernas esbeltas.

—Date prisa, que se te enfría el café —la apuró Carmen, saliendo de la habitación.

—Estoy harta de todo —murmuró Marina arrastrando los pies detrás de ella.

—Lo he oído. ¿Y quién te tiene harta? ¿Seré yo? —Carmen se detuvo en seco, y Marina chocó contra ella—. Si lo repites, me ofenderé. Si no te gusta, siempre puedes irte con tu madre.

—Perdona, abu. —Marina le dio un beso en la mejilla y salió corriendo al baño.

«Zorra —pensó Carmen, meneando la cabeza—. Mañana cualquiera en la vida cualquiera. Así pasa la vida sin que te des cuenta. En un rato la despacho a la universidad y me pongo a trabajar. Menos mal que puedo teletrabajar. Con la pensión sola no llegaríamos».

Se sentó a la mesa y cogió un trozo de lasaña del día anterior.

—Abu, ya te dije que no como por las mañanas, y menos lasaña —protestó Marina desde atrás—. Me tomaré el café, pero lo otro ni hablar. —Se sentó frente a su abuela con expresión rebelde.

—Pues te lo llevas para media mañana. Estás en los huesos. Come, que luego pasas hambre hasta la noche.

Marina suspiró y dio un mordisco al rectángulo de lasaña con cara de estar comiendo sapos.

Este drama se repetía cada mañana. Había que convencerla —o chantajearla— para que se comiera algo más. Menuda moda la de estar siempre a dieta.

—Eso es. —Carmen cogió su taza y el plato vacío, para evitar que Marina dejara allí su resto de lasaña, y los llevó al fregadero.

Marina terminó a regañadientes, se bebió el café de un trago y salió disparada.

Aún no había acabado de fregar cuando escuchó ruido en la entrada. Carmen se acercó corriendo.

—Sabía que vendrías. Déjame en paz, que no soy una niña. Mira cómo voy, ¿vale? —Marina se abrochó la chaqueta y se enrolló la bufanda. Antes de que su abuela pudiera intervenir, añadió—: El gorro no me lo pongo.

—No tardes, que me pongo nerviosa. Y a mi edad los nervios no vienen bien —dijo Carmen a la espalda de su nieta, que ya salía por la puerta.

Con un suspiro, cerró y se dirigió al cuarto de Marina. Como siempre, la cama sin hacer. Era tan inútil insistir como tratar de que se pusiera el gorro. Aunque lo llevara, lo escondía en la mochila al salir. «Bueno, ¿quién la va a mimar, si no su abuela?», pensó, arreglando la colcha.

Entró en su habitación y se sentó al ordenador. Cuando llamaron a la puerta, miró el reloj: las doce. Se quitó las gafas y se frotó los ojos cansados. El timbre sonó de nuevo, más largo e insistente.

Al abrir, se encontró con una mujer bien cuidada, de edad indefinida, vestida con elegancia y caro, con un pintalabios rojo intenso en unos labios que se estiraron en una sonrisa. Carmen se quedó paralizada. La otra tampoco habló. Más que reconocerla, la adivinó.

—¡Lourdes! —exclamó.

La mujer sonrió aún más, mostrando una dentadura demasiado blanca y perfecta para ser natural.

—Esperaba a ver si me reconocías —dijo la hermana—. ¿Puedo pasar? ¿O me dejarás aquí plantada? —Lourdes cogió una maleta y un bolso enorme.

—Pasa. —Carmen se apartó, todavía asombrada—. ¿De dónde vienes?

—De allí —respondió la hermana mayor, arrastrando la maleta dentro. Dejó el bolso en el suelo, ocupando casi todo el recibidor—.

Decidí volver a la tierra. Ya he tenido bastante de vivir lejos. Y aquí todo sigue igual. —Lourdes miró el recibidor con ojos críticos, notando el papel pintado desgastado y el linóleo gastado.

—¿Vienes para quedarte? —preguntó Carmen, cerrándole la puerta.

—No te preocupes, no será para siempre. Solo una semanita, hasta que encuentre piso. No me echarás, ¿no? —No era una pregunta, sino un hecho—. ¿Sigues soltera? —Lourdes soltó una risa ronca.

—Vive aquí mi nieta. Ahora está en la universidad.

—Vaya, qué mayor. ¿Y tu hija?

—Vive con su marido. Quítate el abrigo, pongo la cafetera. Perdona, no esperaba visita. Solo queda lasaña de ayer. ¿Quieres? —gritó desde la cocina.

—¡Vaya pregunta! —sonrió Lourdes.

***

Nunca habían sido cercanas, y los diez años de diferencia pesaban. Hay un dicho: las hermanas pasan la vida discutiendo quién es la favorita. Lourdes siempre fue desdeñosa con Carmen, como diciendo: «Nadie os pidió que la tuvierais».

Carmen creía que sus padres querían más a Lourdes. Era ella quien absorbía toda la atención. Le compraban ropa nueva, porque era la mayor. Carmen heredaba sus prendas.

Las peleas eran frecuentes.

—¡Mamá! Se ha puesto mi jersey sin permiso y lo ha manchado —gritaba Lourdes antes del colegio.

—No es verdad. Eres más gorda, me queda enorme. Tú lo manchaste y me echas la culpa. Lo que quieres es un jersey nuevo —se defendía Carmen.

Lourdes le soltaba tortas, y ella se escondía tras su madre.

—Basta. Te compraré otro jersey, pero dejad de pelear —prometía la madre.

Y Lourdes lo celebraba con una mirada triunfal hacia su hermana, sacando la lengua antes de tirarle el jersey viejo.

Cuando Lourdes se casó nada más terminar el instituto, Carmen respiró aliviada. Ahora todo sería para ella. Pero no. Lourdes volvía pidiendo dinero: un abrigo nuevo, unas botas de moda… Su madre siempre accedía. Y a Carmen seguía sin llegarle nada.

Un año después, Lourdes se divorció y se casó con un madrileño. Apenas volvía, pero el dinero tampoco aumentó. Carmen sospechaba que su madre se lo mandaba. Con su segundo marido duró más, pero también lo dejó por un actor guapo.

Tras la caída del telón de acero, el actor emigró a Suecia, donde trabajó en una gasolinera. A Lourdes no le gustó. Lo cambió por un sueco anciano pero adinerado.

Llamaba poco, solo para decir que estaba bien, pero que no podía hablar mucho —«es muy caro»—.

Fueron años difíciles. Su padre no soportó los cambios, empezó a beber, perdió el trabajo y murió en una pelea. Su madre enfermó de pena. Carmen—Y ahora, al visitar su tumba cada domingo, Carmen entendió que al final la vida siempre te da una última oportunidad para perdonar, aunque a veces llegue demasiado tarde. .

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MagistrUm
No temas, solo estaré un tiempo. Viviré una semana, mientras resuelvo mi situación. No me echarás, espero.