La Boda del Hermano Mayor
La franja del cielo sobre el horizonte ya se teñía de rosa, el sol no tardaría en asomar. En el compartimento del tren, todos dormían, menos Rodrigo, que contemplaba el nacimiento del nuevo día. Estaba tumbado en la litera de arriba, mirando por la ventana. Los pueblos y estaciones con andenes vacíos pasaban cada vez más rápido. ¿De verdad estaría tan cerca de casa?
La puerta entreabierta se movió, y la revisoría asomó la cabeza.
—En media hora llegamos a su estación. Solo paramos dos minutos —dijo, cerrando la puerta con suavidad.
Rodrigo escuchó cómo despertaba a otros pasajeros en el vagón contiguo. Volvió a mirar por la ventana, pero el encanto del amanecer se había esfumado. Se sentó, bajó de un salto ágil y el hombre de la litera de abajo resopló, dándose la vuelta hacia la pared.
Rodrigo cogió una toalla y salió al pasillo. Las puertas de casi todos los compartimentos estaban entreabiertas por el calor. Algunos pasajeros también comenzaban a moverse.
El baño estaba ocupado. Se apoyó en la ventana. Llevaba cuatro años sin pisar casa. Nadie lo esperaba, porque no sabían que volvía. Quería darles una sorpresa, pero ahora dudaba. Él mismo estaba nervioso, sin dormir en toda la noche. ¿Y su madre? ¿Qué pasaría cuando lo viera en la puerta?
Desde la muerte de su padre, su salud era frágil. Cualquier emoción fuerte, alegre o triste, le subía la tensión. Debió avisar al menos a Miguel, para que la preparara.
Regresó al compartimento, se vistió, cogió la mochila. Miró alrededor por si olvidaba algo y se apostó junto a la ventana, esperando su parada.
Miguel. Su madre siempre lo llamaba así. Tras la muerte del padre, ocupó su lugar en la familia. Acostumbrada a consultarlo todo con su marido, ahora hacía lo mismo con el hijo mayor. Estaba orgullosa de ese primogénito serio e inteligente.
En cambio, Rodrigo siempre fue “Rodri”, el pequeño, el travieso, el gamberro. A él le parecía que su madre quería más a Miguel. Su padre, en cambio, lo prefería a él.
—¿De quién habrás salido? —suspiraba su madre al ver las notas por mala conducta en el colegio.
—Alguien tiene que ser el gracioso de la familia. Como en los cuentos. Ya verás, llegará el día en que también te sentirás orgullosa de mí —fanfarroneaba Rodri.
Miguel terminó el instituto con matrícula de honor, entró sin problemas en la universidad, en Económicas. Era brillante, y su madre no perdía ocasión de ponerlo como ejemplo. Rodri prefería el fútbol, el cine y los libros de piratas. Soñaba con viajar.
Le dolía la devoción de su madre por su hermano. Cada elogio le daba ganas de portarse peor, por rebeldía. Él era como era, sin intención de imitar a Miguel, aunque respetaba su inteligencia.
Cuando Miguel se licenció, Rodri terminó el instituto. Ni físicamente se parecían: Miguel, rubio, de ojos azules y labios finos, heredados de su madre. Rodri, moreno, pelo rebelde, ojos amarillentos como los de un gato. De pequeño, su madre lo llamaba “gatito”. ¿Y a Miguel? No recordaba ningún apodo. Probablemente, siempre fue “Miguel”.
Y claro, él también debía ir a la universidad. Pero Rodri mintió: no presentó los papeles y luego dijo que no había sacado nota suficiente.
—Al menos haz un ciclo formativo. Si no, te tocará la mili —suspiraba su madre—. Miguel, habla con él.
—Rodri, sin estudios no llegarás lejos. Mamá tiene razón. Prueba con un ciclo. Si quieres, te acompaño. Luego podrás trabajar y estudiar a distancia. No la decepciones.
—Aún no sé qué quiero ser. Con un listo en casa basta. Alguien tiene que defender España, ¿no? Si todos fueran académicos, ¿quién haría el servicio militar? —respondía Rodri.
—Verás como te arrepientes. Piensa en mamá.
Se fue a la mili. Al principio fue duro, pero hizo amigos. Con uno de ellos, se marchó después a Galicia, donde había un gran proyecto de construcción. Llamó a su madre, le dijo que quería trabajar allí. Ella lloró, rogó que volviera. Miguel también lo llamó para regañarlo. Pero Rodri se mantuvo firme.
¿Por qué tenía que seguir los pasos de su hermano? Hasta la ropa usada heredaba de él. Miguel no jugaba al fútbol, no rompía los pantalones. ¿Para qué comprarle cosas nuevas si había ropa de sobra? Estaba harto. Tenía su propia vida. Que Miguel se quedara en una oficina; a él le gustaba trabajar con las manos. Demostraría que también valía. Si su padre viviera, lo entendería.
Llamaba poco a casa, decía que todo iba bien, que no podía volver aún. Tras cuatro años, por fin regresaba. Solo entonces entendió cuánto echaba de menos a su madre y a Miguel.
Se había comprado un piso, lo amuebló, hasta estaba listo para recibir a una novia. Pero con las chicas no tenía suerte. Se enamoró de Laura, la contable, pero estaba casada. Para olvidarla, decidió tomarse unas vacaciones en casa.
Por la ventana ya veía los edificios altos de la ciudad. Rodrigo salió al vestíbulo. El tren frenó, dio unos sacudones y se detuvo. La revisoría abrió la puerta. Él bajó, ajustó la mochila al hombro y caminó ligero hacia la ciudad.
El sol ya calentaba. Rodrigo andaba por las calles de su infancia, respirando los aromas de siempre, mirando a todos lados. Imaginaba la escena: Miguel aún estaría en casa antes del trabajo. Su madre abriría la puerta, gritaría de sorpresa, lo abrazaría… ¡Cuánto la había echado de menos!
Llegó al portal. Dudó un instante antes de tocar el timbre. Justo cuando iba a repetir, se abrió la puerta. Su madre, despeinada, entrecerraba los ojos, abrochándose la bata sobre el camisón.
Al reconocerlo, dio un grito y casi se desplomó contra el marco. Rodrigo la sostuvo, la llevó al sofá. Ella le acariciaba la mejilla, mirándolo entre lágrimas.
—Rodri, ¿por qué no avisaste?
—Lo siento, ma, quería sorprenderte.
—Has cambiado, madurado. ¿Te quedas? Ay, qué tonta, ¡recién llegado! Voy a poner la tetera.
Rodrigo cerró la puerta, dejó la mochila con los regalos y se quitó las zapatillas. ¡Estaba en casa!
En la mesa ya había un plato con su tortilla con tomate favorita, café con leche y pan con jamón. Comía con gusto mientras su madre lo miraba, apoyando la cabeza en una mano. El timbre los sobresaltó.
—¿Quién será? —murmuró ella, y fue a abrir.
Rodrigo escuchó voces femeninas. Se asomó al recibidor.
—Bueno, venid esta noche con Miguel. Su hermano ha vuelto.
—¿En serio? —exclamó una chica joven y bonita. Lucía mucho ese nombre: Lucía.
Al ver a Rodrigo, sonrió tímidamente.
—Claro que iremos. Ahora llamo a Miguel para darle la buena noticia.
—Adiós, Lucía. —Su madre cerró la puerta.
—¿Quién es? —Rodrigo seguía mirando hacia la puerta, como si ella fuera a volver.
—La novia de Miguel. ¿No la reconociste? Es Lucía, la nieta de Doña Carmen, la del segundoRodrigo suspiró, recordando cómo Lucía solía visitar a su abuela en verano, y ahora, con un nudo en el estómago, entendió por fin que algunas historias, aunque duelan, no estaban hechas para ser cambiadas.