Una señora de casi setenta años entró en una tienda de moda en Barcelona.
Llevaba el pelo revuelto, ropa pasada de moda y alpargatas desgastadas.
En la mano arrastraba una bolsa de plástico arrugada y en la mirada… una expresión agotada.
Nada más pisar el local, dos dependientes comenzaron a observarla de soslayo.
—No va a gastar ni un euro…
—Seguro que solo viene a curiosear.
Ella, con voz tenue, preguntó si tenían trajes de fiesta.
Los vendedores cruzaron una mirada y uno respondió con frialdad:
—¿Para qué necesita algo así? Aquí solo hay prendas de calidad.
La mujer no replicó. Simplemente agachó la cabeza.
Pero en lugar de marcharse, siguió recorriendo las perchas…
Hasta que, de pronto, cogió un vestido rojo. Lo abrazó contra su pecho y sonrió.
—Este es el ideal —susurró.
Los empleados miraron con sarcasmo, hasta que uno se acercó:
—Cuesta más de quinientos euros… ¿Puede permitírselo?
Ella sacó un sobre desgastado de su bolsa.
Y lo vació sobre el mostrador.
Billetes, monedas, algunos arrugados… otros manchados.
Pero ahí estaba, el dinero exacto.
Los vendedores callaron de golpe.
—¿Para quién es el vestido? —preguntó uno, ahora con otro tono.
La mujer, con los ojos vidriosos, respondió:
—Para mi hija.
Hoy cumpliría veintiún años.
La tuve cuando ya creía que la maternidad no era para mí.
Los médicos decían que era imposible… pero el cielo me la concedió.
Se fue hace tres meses, pero yo le prometí que el día de su cumpleaños… le llevaría el vestido que más le gustaba.
Y este… este era el que ella soñaba.
Me lo enseñó en una fotografía, justo antes de partir.
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A veces calculamos el valor de las personas por lo que llevan puesto.
Y cuando solo miramos la superficie… nos perdemos lo esencial:
El amor que alguien guarda, incluso cuando ya no queda nadie para recibirlo.