El héroe de la paternidad

**Padre Héroe**

Ana subía lentamente por las escaleras del tercer piso con una bolsa de la compra, contando los escalones. Así lo hacía con su hijo cuando volvían juntos de la guardería. Daniel repetía cada número tras ella, hasta que, al cabo de unos meses, ya los decía sin ayuda. «Qué rápido creció. Dios mío, solo quiero que vuelva, que esté vivo…», susurró de nuevo, como un mantra.

Arriba, una puerta se cerró de golpe y unos pasos apresurados resonaron en el descansillo. Ana se detuvo entre el segundo y tercer piso, apartándose para dejar pasar.

—¡Hola! —la saludó alegremente Lucía, su vecina de catorce años.

—¡Lucía, espera! ¡Te has olvidado el gorro! —gritó su madre desde arriba.

La chica suspiró y dio media vuelta.

—Pero si hace calor. Siempre con lo mismo… —murmuró entre dientes.

Su madre bajó corriendo y le entregó un gorro de lana.

—Por la noche refresca. Y vuelve pronto de baile, ¿me oyes? Directa a casa.

—Vale. —Lucía cogió el gorro y salió disparada escaleras abajo.

—No «vale», ¡ponértelo! —le gritó la madre. Luego, volviéndose hacia Ana—: Hola, Ana. ¿Vienes del trabajo? Esta mocosa siempre intenta salir así, como si luego no fuera a pillar un resfriado…

Caminaron juntas hacia arriba. Ana retomó su cuenta, pero su vecina la interrumpió:

—¿Y tu hijo? ¿Te llama?

—No —suspiró Ana.

—Criamos a los hijos, los vemos crecer, y luego se van… y nos toca esperar. ¿Qué otra cosa nos queda? Con los hijos da miedo, pero con las hijas más. Que si se escapa, que si con quién anda… Y esta solo piensa en bailar.

Ana se detuvo frente a su puerta. Mientras buscaba las llaves, su vecina desapareció tras la suya. Al entrar, su mirada fue directa al perchero. Todos los días esperaba, con el corazón en un puño, que Daniel volviera. Pero solo colgaba su chaqueta de entretiempo.

Dejó la bolsa en el mueble del recibidor y empezó a quitarse el abrigo. Antes, Daniel corría a saludarla, soltando novedades sin parar.

—Espera, déjame respirar —le decía ella, cansada—. No toques la bolsa, pesa mucho.

Luego, cuando creció, era ella quien lo llamaba al llegar. Le pedía que llevara la compra a la cocina y le preguntaba por el colegio.

—Todo bien —respondía él, evitando detalles. Llevaba la bolsa y se encerraba en su cuarto.

Después vino el título universitario. Ana casi nunca lo encontraba en casa. Cada vez compartía menos.

«¿Y si adopto un gato? Así alguien me recibe…», pensó, pero la idea se desvaneció en segundos. Calentaba algo rápido y se sentaba frente al televisor, pendiente de las noticias.

Observaba a los hombres con uniformes idénticos, rostros ocultos bajo cascos. Los ojos variaban, pero la mirada era la misma: cansada, serena, esperanzada hacia la cámara. «Los familiares los reconocerán… Sabrán que están vivos». Tal vez uno de ellos fuera su hijo. Ana estaba segura de que lo reconocería al instante.

**Cuatro meses atrás**

—¿Daniel, estás en casa? —gritó al entrar.

—Aquí. —Salió de su cuarto con paso lento.

—¿Tan temprano? —Ana pasó a la cocina, seguida por él—. ¿Tienes hambre? —Dejó la bolsa en una silla y empezó a guardar la compra. Daniel se sentó frente a ella.

—¿Qué pasa? ¿Algo malo? —Ana se quedó quieta, con un paquete de queso en la mano.

—Estoy bien. Sano como un roble.

Pero su expresión no convencía. Guardó el queso en la nevera, dobló la bolsa vacía y la guardó en el armario.

—Mañana haré tortitas. —Lo estudiaba con atención.

—Siéntate —indicó él, señalando la silla que acababa de dejar. Ana obedeció, pero el corazón le latía con fuerza.

—Me asustas. ¿Qué pasa? ¿Vas a casarte?

—Mamá, me voy a la guerra.

—¿Cómo? —La voz le falló—. ¿De golpe? Pero si no hiciste la mili…

—No es así. No te lo dije antes. Primero habrá entrenamiento, luego…

—No —negó con fuerza—. Acabas de terminar la carrera, tienes un buen trabajo… ¿Y yo? ¿Has pensado en mí? No tengo a nadie más. No puedes hacerme esto. ¿Por qué?

—Porque hay una guerra, mamá. No puedo quedarme de brazos cruzados. Estoy sano, soy fuerte, mi formación encaja…

—No eres un hombre, eres un niño. Tienes veintitrés años…

Se encontró con su mirada firme y calló. Los ojos se le llenaron de lágrimas, difuminando su rostro. Ana las apartó con un gesto rápido.

—¿Cuándo? —Las lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Mañana. Mamá, lo siento, pero no puedo esconderme mientras otros…

Se levantó de un salto y lo abrazó con fuerza.

—No te dejo ir.

—Ya está decidido. —Daniel separó sus brazos con esfuerzo.

Luego logró calmarse. Hablaron durante horas. Él intentaba explicarse.

—Una vez te pregunté por mi padre, ¿recuerdas?

—Tenías cinco años —respondió ella.

—¿Y qué me dijiste?

Ana negó con la cabeza, aunque lo recordaba perfectamente.

—Dijiste que era militar, un héroe, que murió en una misión secreta.

Claro que lo recordaba. ¿Qué otra cosa podía decirle? Que se enamoró como una tonta, que él, al enterarse del embarazo, le pidió abortar. «Somos estudiantes, nos quedan dos años…».

Ella sabía que tenía razón, pero no podía decidirse. Su madre gritó, lloró, pero no la dejó abortar. Por eso le estaría siempre agradecida. Aunque no lo supiera entonces.

Sergio le dijo que, si tomaba esa decisión sola, que viviera sola. No estaba listo para casarse ni ser padre. Se separaron. Ella dio a luz y suspendió sus estudios. Su madre trabajaba, no había quién cuidara al niño.

Fueron meses de lágrimas y dolor. Esperó, ilusa, que Sergio regresara pidiendo perdón. Hubo peleas con su madre, reproches… Hasta que todo se calmó.

Cuando Daniel creció y preguntó, ¿qué podía decirle? ¿Que su padre fue un cobarde? ¿Que los abandonó sin mirar atrás? No. Inventó la historia del héroe para que no sufriera. Pensó que, al madurar, lo entendería. Pero él se la creyó. Escribió redacciones sobre su padre en el colegio.

Nunca imaginó que estallaría un conflicto. Nadie creía posible otra guerra después de la última.

Aquella noche, antes de su partida, Daniel no habló de emular a su padre. Solo preguntó:

—¿Es verdad? Lo de mi padre…

Ella se paralizó. No podía decirle la verdad, no entonces.

—Sí —respondió—. Puedes estar orgulloso de él.

Y él, le pareció, respiró aliviado.

Lo dejó marchar. Pasaron semanas sin noticias. Luego llamó, breve, para decir que iba al frente, que la quería y volvería. Y comenzó la espera.

Ojalá hubiera inventado otra historia. Que su padre fuera policía, por ejemplo. Sergio vivía en algún lugar, con otra familia, sin saber que su hijo loEsa noche, mientras los tres compartían la cena en silencio, Ana miró a Daniel y luego a Sergio, y por primera vez en años, sintió que el vacío en su corazón comenzaba a llenarse.

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