**Destino**
Hoy hablé con Lucía. ¿Te imaginas? Javier se ha vuelto a escapar de casa —dijo Carmen, cuando en la televisión comenzaron los anuncios, interrumpiendo la telenovela del segundo canal.
Miró a su marido. Estaba medio sentado, reclinado sobre las almohadas contra el cabecero de la cama, observando los anuncios con interés.
—Víctor, ¿me escuchas? Javier ha vuelto a portarse como un imbécil —repitió ella, al no recibir respuesta.
—Te escucho. ¿Y a ti qué? —respondió él sin mayor interés.
—¿Cómo que a mí qué? Lucía es mi amiga. Me preocupo por ella. ¿Javier no te ha dicho nada? —preguntó Carmen con cautela, estudiando el perfil de su marido.
—No es mi obligación darle cuentas. Además, hace tiempo que no lo veo. Y esa tu amiga, te lo digo claro, es una histérica. Cualquiera huiría de una así. Y basta ya. Va a continuar la serie.
—¿Ah, sí? ¿Te lo ha dicho él? O sea, la culpa es de Lucía. Siempre es culpa nuestra, ¿verdad? Así justificáis vuestra naturaleza de perros. ¿Y quién la ha vuelto histérica? Lleva años escapándose por ahí —Carmen frunció los labios, mientras su marido clavaba la mirada en la pantalla.
—Mira, a mí también me regañas constantemente. ¿Cuántas veces te he dicho que te laves los pies antes de entrar? Traes toda la tierra del campo. Nunca limpias la bañera… ¿Entonces yo también soy una histérica? ¿Quizá tú también andas de juerga? ¿Para acompañarle? —Carmen lo miró fijamente.
—Ya está, aquí vamos otra vez. Ahora me toca a mí —Víctor apartó la manta y se levantó de la cama—. Veré el resto en la cocina.
—Solo me duele por mi amiga —dijo Carmen hacia la espalda de su marido.
—¡Y pensar que tan enamorados estaban! Él le subía flores por la ventana del primer piso. ¿Es que ningún hombre os basta? —gritó Carmen hacia la puerta abierta.
—Al principio somos vuestras “reinitas”, “cielitos”, “niñas”. Pero en cuanto encontráis una amante, de repente nos convertimos en locas —murmuró para sí, como si él pudiera oírla—. Lucía le perdonó mil veces. La primera vez, se puso de rodillas, juró y perjuró que no volvería a engañarla. Lloró como un niño. Ella le perdonó por los hijos. No, Javier no es mal hombre, pero la ha destrozado poco a poco. Hasta que no se le seque el… seguirá igual —Carmen calló y aguzó el oído. Desde la cocina no llegaba ni un sonido.
*¿Y si Víctor también me engaña? ¿Por qué se ha molestado tanto? ¿Le ha dado en el orgullo? No, él es perezoso. Javier al menos se cuida, va al gimnasio. El mío ya tiene tripa, la calvicie avanzando…*
Pero la duda, sembrada en su alma, empezó a germinar en forma de ansiedad. Carmen ya no miraba la televisión, había perdido interés en la serie. Se levantó, se calzó las zapatillas y se dirigió a la cocina. Víctor estaba sentado en una silla, con las piernas cruzadas, fumando y dirigiendo el humo hacia la ventana entreabierta. Una corriente de aire helado entró y Carmen se estremeció.
—¿Desde cuándo fumas?
Víctor se sobresaltó, la ceniza cayó sobre la mesa.
—¡Maldita sea, me has asustado! —sopló la ceniza al suelo—. Quizá yo también estoy preocupado. Javier y yo somos amigos.
—Pues háblale. ¿No le da vergüenza ante los hijos? ¿Qué ejemplo les da? —Carmen tomó el cenicero del alféizar y lo puso frente a su marido.
—Como si me fuera a hacer caso. No me meteré en su vida. Él sabe lo que hace —Víctor dio una última calada y apagó el cigarrillo. Luego se acercó a la ventana y la cerró del todo—. Vamos a dormir —pasó junto a ella sin mirarla.
Carmen negó con la cabeza, apagó la luz y también se encaminó al dormitorio. Víctor ya estaba acostado de lado, dándole la espalda. En la tele, un debate con Eduardo Inda ocupaba la pantalla. Carmen apagó la luz y el televisor, se acostó. Así llevaban meses durmiendo, espalda con espalda.
Se conocieron en la universidad, en aquellos años felices en los que no podían estar separados. Dos años después se casaron. Tuvieron una vida como la de todos: peleas, reconciliaciones, seguir adelante. Su hija creció, terminó la carrera y se fue a Madrid. Carmen no pensaba en la felicidad. Pero la había tenido. Sus amigos se divorciaban, se volvían a casar. Cada uno con su historia. Ellos llevaban veintisiete años juntos, veinticinco de matrimonio. Un cuarto de siglo.
Sus pensamientos volvían a Lucía. Su voz resonaba en sus oídos: *¿Por qué me hace esto? Lo he dado todo por él. Le di hijos. Ahora ni juventud, ni marido, me quedo sola en la vejez…*
Al otro lado de la cama, Víctor yacía con los ojos abiertos, mirando fijamente la oscuridad, conteniendo suspiros y tratando de no moverse.
Dos días después, Víctor se retrasó en el trabajo. Carmen no se inquietó. Había pasado antes. El tráfico en hora punta, algún amigo, trabajo pendiente. Por su actitud al llegar, ella adivinaba la razón. Si venía alegre y bebido, era por los amigos. Si malhumorado, problemas laborales.
Por fin, la llave giró en la cerradura. Carmen escuchó cómo se desvestía, sin los habituales resoplidos. Luego entró en la cocina.
Cuando ella llegó, Víctor estaba sentado a la mesa, apoyado contra la pared. Pero no parecía relajado. Más bien, una cuerda tensa. Carmen sintió su nerviosismo. Un nudo se formó en su estómago. La misma inquietud de aquella noche. Él miraba al frente, como tomando una decisión definitiva.
—¿Pasa algo? —preguntó Carmen en voz baja, mientras la angustia crecía dentro de ella, llenándola por completo, escapando por sus ojos—. ¿Te caliento algo de cenar?
—No, ya he comido —se levantó y salió de la cocina sin mirarla.
Carmen captó un tenue olor a perfume. No era el suyo. Pero le resultaba familiar. Lo había olido antes.
Esperó en el salón, pero Víctor no apareció. ¿Se había acostado? ¿Estaba enfermo? Entró en el dormitorio. Allí estaba, sentado en el borde de la cama todavía con el traje puesto, las manos entrelazadas sobre las rodillas, la cabeza gacha.
—Víctor… —llamó ella.
—Siéntate —dijo él.
Ella obedeció, manteniendo cierta distancia, volviendo a percibir aquel perfume ajeno y la tensión que emanaba de Víctor. Carmen guardó silencio. Sabía, por algún instinto, lo que iba a decir.
—No quiero mentir. Hay otra mujer —confesó al fin.
—¿Te vas con ella?
Ni siquiera hacía falta preguntar. Lo sabía. Cuando un hombre dice eso, ya ha tomado una decisión.
—Sí. No puedo seguir luchando. Pienso en ella todo el tiempo.
*”Todo el tiempo. Llevan mucho juntos. Y yo, ingenua, creyendo que estaba con los amigos”*, Carmen sonrió amargamente.
—Si te vas, no te perdonaré como hizo Lucía —advirtió.
—Lo sé. Ya lo he decidido. No puedo seguirPero al final, cuando Víctor extendió su mano para tomar la suya, Carmen comprendió que el amor, aunque herido, aún latía entre ellos, y que quizá la vida les deparaba una segunda oportunidad.