**La Artista**
Alicia se dejó caer en el asiento del vagón de metro y suspiró. ¿Por qué demonios había elegido esos botines de tacón? Ah, claro, porque a cualquier edad una mujer debe seguir pareciendo una mujer.
Miró su reflejo en el cristal oscuro de enfrente y frunció los labios. «No está mal, la verdad. Sobre todo si duermes bien, te pones medio bote de maquillaje y evitas los espejos a toda costa», musitó su conciencia con sorna.
«Sí, los ojos me delatan… el cansancio». Apartó la vista. «Debería vestirme acorde a mi edad, al menos renunciar a los tacones», pensó. «Dios, llegar a casa pronto, quitarme estos malditos botines, librarme de este abrigo pesado… ¿En qué estaba pensando?».
Hacía años que nadie la reconocía por la calle, pero la costumbre de salir «arreglada» seguía ahí. No es que Alicia fuese exactamente famosa, pero tras aquellos papeles en el cine, la gente empezó a fijarse en ella. ¡Y los hombres que la cortejaban! Ni una sola noche sin alguien esperándola a la salida del teatro con flores.
En aquel entonces no era Alicia Martínez, sino Alba Durán. ¡Qué nombre más artístico! Le encantaba verlo en los créditos de las películas, aunque solo fuesen dos.
El vagón estaba sofocante. Se desabrochó el primer botón del abrigo y se quitó el pañuelo del cuello, sacudiendo la cabeza para espantar el agotamiento. El pelo ya no era tan abundante, pero un buen corte y un tinte inteligente hacían milagros. Volvió a mirar hacia delante y, en lugar de su reflejo, encontró a un hombre joven que la observaba con una sonrisa.
Alba reaccionó como siempre ante la atención masculina: alzó ligeramente la barbilla, esbozó una sonrisa fugaz y desvió la mirada. «Sí, te he visto, gracias por el cumplido, y basta ya».
«Debería haber cogido un taxi. Sí, es caro, pero llegaría rápido… y no estaría hecha polvo». El tercer marido le insistía en que sacase el carné, pero nunca se atrevió. Le daba miedo.
Eduardo, el tercero, había sido el mejor de sus maridos «oficiales». Qué pena que muriese tan pronto. Tras él, decidió no volver a casarse. Aunque, bien pensado, tampoco es que hubiera más candidatos.
¡Dios mío, cómo despuntaba en su juventud! Nariz perfecta, labios rojos, pestañas de escenario… ¡Y esos ojos! Llenos de vida, brillantes. Y la figura… aún la mantenía. No cualquiera de su edad podía presumir de lo mismo. «Claro, cuidándote como una reliquia y sin hijos. Y ahora, sola, olvidada por todos», masculló su voz interior.
«Déjame en paz», refunfuñó Alicia, pero acto seguido miró alrededor. Últimamente hablaba sola demasiado. Nadie pareció notarlo. El vagón estaba casi vacío: unos dormitaban, otros miraban al vacío. Solo aquel hombre de antes seguía observándola. Ella apartó la mirada y se sumergió en sus recuerdos.
Qué lástima no haber nacido antes. Con su belleza, habría protagonizado «La Gran Aventura» como la misma Sara Montiel. La voz no era su fuerte, pero eso tenía solución: podían doblarla. ¡Y bailar, eso sí que sabía!
En su primer rodaje, precisamente bailando, conoció a su primer marido, un actor guapo y con encanto. Tuvieron un romance apasionado. Se casó con él sin pensarlo, pero apenas duraron un año.
Él no solo actuaba en escena. Lo descubrió cuando empezaron a faltarle dinero y joyas. Jugador empedernido, las deudas crecían. Ni lágrimas ni gritos servían de nada. Cuando la golpeó, recogió sus cosas y se marchó.
Casi inmediatamente, se casó con Vicente. Diez años mayor, rico, con un buen puesto. No lo amaba, pero ya había tenido suficiente «amor» con el primero. Vicente dejó a su familia por ella, abandonó incluso a su hijo. La exmujer llamaba a menudo, rogándole que volviera porque el niño lo echaba de menos. Él regresaba a casa de Alba callado y distante.
Al final, un infarto se lo llevó por las tantas. En el funeral, Alba no lloró como la primera esposa, que se abrazó al ataúd gritando: «¡¿Cómo nos dejas así?! ¡Entiérrenme con él! Esta artista te ha matado…». Alicia se fue antes de que terminase el drama.
Tuvo romances, pero ya no corría hacia el altar. Hasta que cinco años después conoció a Eduardo, coronel retirado. ¡Cómo la cortejó! Flores, abrigos de visón, joyas… ¿Cómo resistirse?
Estuvieron juntos doce años. Él quería hijos, pero no llegaron, y ella tampoco insistió. Lo perdió por un derrame cerebral. Esta vez, lloró de verdad. Lo quiso como a un padre, como a un amigo leal. Los familiares de él la miraban con desdén. En fin, una artista.
Pasó una semana encerrada. Hasta que su amiga Carmen irrumpió en su casa y se llevó las manos a la cabeza. La obligó a beber un buen trago de coñac, la metió en la cama y, mientras dormía, preparó un caldo reconfortante. Cuando Alba despertó, renovada, encontró el caldo y un peluquero que le arregló el pelo y el maquillaje. Se miró al espejo y sintió ganas de seguir viviendo.
Volvió al teatro, pero algo en ella se había apagado, y los años no perdonaban. Los admiradores escaseaban. Los papeles eran de «madura». Las jóvenes actrices le comían terreno. En el cine, ni llamadas. Ofendida, dejó el teatro.
Pero había que vivir de algo. Alba empezó a trabajar en un centro cultural, dirigiendo un grupo de aficionados. El sueldo era mísero, pero Eduardo le había dejado cierta holgura. Vendió abrigos, joyas… hasta que se jubiló. Ya estaba harta de enseñar a ineptos.
Tan ensimismada estaba en sus pensamientos que no notó que el joven se había sentado a su lado.
—La reconocí al instante. Usted es Alba Durán. A mi madre le encantaban sus películas. Iba a ver todas sus obras.
Alba arqueó una ceja, sorprendida.
—No ha cambiado nada —dijo él, sonriendo.
—Me está halagando, joven —respondió, pero enderezó la espalda.
—Lástima que dejase el teatro. Tiene una cara… inolvidable.
Ella lo estudió con interés. Treinta y tantos, bien vestido, atractivo. Y la miraba como si realmente fuese una gran actriz. Hacía años que nadie la miraba así.
Se distrajo tanto que casi se pasó de parada. Él salió con ella.
—¿Puedo acompañarla?
—Bueno, si insiste —aceptó con aire regio—. Pero no espere que le invite a un café.
Las afueras eran resbaladizas. Alba tomó su brazo, y caminar se hizo más fácil. Antes de irse, él le besó la mano. En casa, bajo la luz de la lámpara, vio cada arruga que tanto intentaba ocultar y la mirada apagada. Suspiró. Por mucho que luchara, la edad siempre ganaba. Un lifting ayudaría, pero ¿con qué dinero?
A la mañana siguiente, asomó la cabeza por la ventana y lo vio allí, plantado. ¿Cuánto tiempo llevaba? Temblaba, las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Alba se envolvió en el suyo y salió.
—¿Qué hace aquí?
—Quer—Verla —respondió él, mientras sus dientes castañeteaban por el frío—, y ahora mismo no me arrepiento, aunque esté a punto de convertirme en un témpano de hielo.