¡Hola! Sabía que algún día nos volveríamos a encontrar…
Hace un año, Adrián volvía del trabajo y, por casualidad, la vio. Mientras buscaba el cruce, mientras daba la vuelta, ella ya había desaparecido. Desde entonces, cuando la tristeza y los recuerdos lo invadían, regresaba a ese lugar, se quedaba en el coche y esperaba volver a verla. Imaginaba cómo saldría del vehículo y le diría: «¡Hola! ¡Qué casualidad encontrarte aquí!…»
Estudiaron en la misma clase. Una chica normal, nada especial, salvo que era la primera de la clase. Él no le prestaba atención. En aquel entonces, ninguna chica le gustaba. Pasaron tantos años juntos, creciendo, madurando, que todas las compañeras se le hicieron casi como hermanas. ¿Cómo podía enamorarse, digamos, de una hermana? Imposible. Estaban ahí, y ya. Con los chicos se llevaba bien, pero era otra cosa. Claro, con algunas chicas hablaba más, con otras menos. Pero a ella ni la veía.
Se acercaban los exámenes finales. Y si antes Adrián se tomaba las notas con calma, ahora empezaba a preocuparse. Su madre soñaba con que él, al terminar el instituto, entrara en la facultad de derecho, se licenciara y fuera abogado, como su padre, que había muerto de un infarto dos años atrás.
Adrián no quería ser abogado. Quería dedicarse a la programación, aprender sobre tecnología moderna e inteligencia artificial. Y para entrar en la universidad y trabajar, necesitaba matemáticas.
Estudiar le resultaba un rollo. Pero la universidad no era como el instituto. Allí entendías para qué estudiabas, no solo memorizabas cosas que quizá nunca usarías.
Don Antonio, el profesor de mates, recordó al empezar la clase que ese día harían un examen.
—La nota que saquéis hoy será la de todo el trimestre. Se acercan los exámenes, acostumbraos. Da igual lo que hayáis sacado antes.
Los que iban bien se pusieron nerviosos, y los que iban mal se alegraron, porque tenían una oportunidad, aunque pequeña, de sacar buena nota.
Los ejercicios los hizo rápido, pero se atascó en el problema. El tiempo corría, y él no avanzaba. Empezó a sudar y a pensar a quién copiar. Delante estaba el gordo Martínez. No parecía la ayuda ideal, pero Adrián le dio un toque con el bolígrafo en la espalda. Ni se giró.
Detrás suyo estaba Clara Vázquez, la empollona. De ella no podía esperar ayuda. Nunca daba respuestas ni ayudaba a nadie.
Al lado estaba su amigo Javi. Tampoco era un genio. Le pasó la hoja, pero Javi la apartó con un gesto de «déjame, no llego».
En la fila de al lado estaba Lucía. Ella sí tenía el mismo examen, pero no iba a pedirle ayuda. Estaba loca por él, y luego no se la quitaba de encima.
Don Antonio pasó entre los pupitres, con las manos tras la espalda. Alto y delgado, con un traje gris, se inclinaba un poco al andar, como si fuera una cigüeña. Se detuvo junto a Martínez, miró su hoja, movió la cabeza y siguió.
Quedaba poco tiempo. De pronto, notó un leve golpe en la espalda.
Adrián se giró y se encontró con la mirada de Clara. «Dámelo», le dijo en silencio. Entendió al instante, le pasó la hoja y esperó. El profesor ya se acercaba por su lado. Adrián sudaba de nervios. ¿Qué estaría haciendo Clara?
—Fernández, revisa bien tu ejercicio. Tienes un error. Aún hay tiempo. —Don Antonio se detuvo junto al pupitre de otro alumno y señaló un cálculo con un dedo largo.
En ese momento, una hoja casi sin peso cayó sobre su hombro. La cogió y devoró con los ojos la solución escrita a lápiz. La copió rápidamente y borró los restos del grafito. La sombra de Don Antonio cubrió su mesa. Le dio un vuelco el corazón. ¿Lo habría visto? Pero entonces sonó el timbre.
—Bien, terminad. Dejad los exámenes sobre mi mesa —ordenó Don Antonio.
Aliviado, Adrián dejó su hoja sobre la pila y salió al pasillo.
—Muchas gracias. Me has salvado —le dijo a Clara cuando ella salió del aula.
—Bah, era el mismo examen. No me costó nada.
Nunca habría esperado que Clara, la inteligente y callada, le ayudara así, sin que él siquiera lo pidiera. Nunca ayudaba a nadie, pero esta vez… Lucía pasó a su lado con una mirada que podía matar. Le dio igual.
Después de clase, esperó a Clara a la salida.
—Oye, ¿cómo supiste que no sabía resolver el problema? —Caminaron juntos.
—Te movías como un loco, estaba claro.
—Tenía miedo de sacar un suficiente.
—¿Vas a estudiar derecho? —preguntó Clara.
—¿Cómo lo sabes? No. Mi madre lo quiere, claro. Pero yo quiero ser informático. Es el futuro.
—Nuestras madres trabajan juntas. ¿No lo sabías?
—No, ella nunca lo mencionó…
Siguieron caminando, hablando de nimiedades.
—Lucía va detrás de nosotros, noto su mirada en la nuca. Está celosa. Está enamorada de ti —dijo de pronto Clara.
—Lo sé. No me deja en paz. ¿Y tú qué vas a estudiar? —preguntó Adrián.
Estaba acostumbrado a que Lucía estuviera siempre rondando. Ni la notaba.
—Medicina.
—Guau. ¿Salvar vidas?
—De niños. Quiero ser pediatra —dijo Clara con naturalidad.
Le sorprendió. Nunca hubiera imaginado que Clara, seria y callada, quisiera trabajar con niños. Pero, ¿qué sabía él de ella? Ahí estaba su casa. En cuanto se fuera, Lucía aparecería.
—Oye, explícame el problema. Por si cae en la selectividad, ahí no podrás ayudarme —improvisó.
—Ahora mismo. —Clara dejó su mochila en un banco, sacó una libreta y comenzó a explicar.
Se inclinaron sobre el cuaderno, casi rozándose las cabezas. Adrián sentía la respiración de Lucía cerca de su oreja. Quiso apartarse, pero entonces un mechón del pelo de Clara, escapado de su gorro de lana, rozó su mejilla. Notó un escalofrío, le faltó el aire, y sintió un vacío en el estómago. Le entraron ganas de acercarse aún más.
—¿Lo has entendido? —preguntó ella, alzando la mirada.
Entre sus pestañas se veían destellos dorados alrededor de sus pupilas negras. Sus labios húmedos seguían hablando, pero Adrián parecía haber quedado sordo, solo la miraba fijamente, como si la viera por primera vez.
—¿Lo has entendido o no? —repitió Clara, seria.
Adrián se sintió perdido. Se había distraído mirándola y no había escuchado nada.
—No —admitió—. Oye, ¿vamos al cine?
—Tú mismo pediste que te explicara el problema. Yo aquí esforzándome, y tú… —dijo molesta, guardando la libreta.
Y antes de que reaccionara, Clara desapareció tras la puerta del portal.
—Yo sí quiero ir al cine —dijo Lucía, como burlándose. Adrián ni recordaba que estuviera allí.
Ella seguía hablando, pero él estaba aturdido, recordando aquellos ojos con destellos dorados y aquellos labios.
—Déjame en paz, pesada —dijo, y se alejó.
Por fin, Lucía se ofendió y dejó de seguirlo.
Al día siguiente, esperó de nuevo a Clara a la salida.
Él la tomó de la mano, miró a su hijo, y supo que, aunque el pasado había sido difícil, esta vez no dejaría escapar su oportunidad de ser feliz.