Las llaves de mi hogar se van conmigo. No recibirás nada más de mí, mamá…

Las llaves de mi piso me las quedo. No vas a sacarme ni un céntimo más, madre…

Lucía conoció a Javier en la calle. Iba con prisas al gimnasio, pero el semáforo se empeñaba en no cambiar. Miró a ambos lados. Entre los coches se abrió un hueco y decidió que llegaría a tiempo, así que se lanzó a cruzar.

En ese momento, un coche salió de la curva a toda velocidad, con un conductor que también llevaba prisa. El semáforo se puso en ámbar, y este pisó el acelerador. Parecía inevitable que el vehículo y la mujer que cruzaba se encontrasen. Pero el conductor frenó en seco y giró el volante. Por suerte, nadie resultó herido. El semáforo se puso en rojo y el tráfico se detuvo.

El estruendo de los frenos dejó a Lucía paralizada en mitad de la calzada, con los ojos cerrados, esperando el impacto. Sin embargo, lo único que oyó fue el grito del conductor, que ya había bajado del coche.

—¿Te has cansado de vivir? Si no te importa tu vida, al menos piensa en los demás. ¿Qué necesidad había de lanzarte así? ¿No podías esperar un segundo? ¿Tan mal te sentaba…?

Lucía abrió los ojos y vio ante sí a un hombre de unos cuarenta años, el rostro contraído por la ira.

—Por el amor de Dios, lo siento mucho —dijo Lucía, juntando las manos como si rezara—. Verá, mi hijo tiene una competición hoy y se habría enfadado conmigo si no llego. Se ha preparado mucho… Ya iba tarde. Mi jefe no me dejó salir antes. Debo estar en su actuación. Cada segundo cuenta —balbuceó, hasta que de pronto se calló.

El conductor la escuchaba con atención. Al dejar de gritar, se transformó en un hombre bastante atractivo. Lucía se ruborizó.

El semáforo cambió otra vez y los coches arrancaron. El hombre la agarró y la llevó a la acera.

—¿Ibas al polideportivo? —preguntó, ya más tranquilo.

—Sí. ¿Cómo lo sabe? —dijo Lucía, que empezaba a recuperarse del susto.

—Tú misma lo has dicho, que ibas a una competición. Sube al coche, te llevo.

—Ay, no hace falta… —empezó a negar Lucía.

—¡Sube! —le espetó él.

Lucía se apresuró hacia el coche. Tres minutos después, estaba frente a la entrada del polideportivo. El hombre también bajó.

—Bueno, yo ya puedo entrar sola, no es necesario… —farfulló Lucía.

—¿Y qué tiene que ver eso?

—¡Papá! —Una adolescente con una mochila corrió hacia el hombre.

Se abrazaron y luego subieron al coche. Lucía los miró como hipnotizada. Finalmente, reaccionó y entró corriendo al edificio.

Así fue como Lucía y Javier se conocieron. A veces, del encuentro más casual y de un accidente de tráfico nace el amor.

Lucía llegó a tiempo para ver la actuación de su hijo. Entró en el pabellón justo cuando anunciaban su salida con su pareja. Consiguió el tercer puesto.

—¿Qué tal si vamos a una cafetería? ¿Celebramos tu victoria? —preguntó Lucía cuando Andrés salió del vestuario.

—No he ganado. Solo quedé tercero —replicó él, decepcionado.

—”Solo” tercero —lo imitó Lucía—. Pero ¿cuántos chicos participaron en la competición? Y solo ganaron tres, tú entre ellos. Estoy orgullosa de ti. La próxima vez, serás el primero —lo animó—. ¿Has estado nervioso?

—Un poco. Vamos a casa. Estoy cansado. Pensé que no vendrías.

Tres días después, Lucía volvió a ver al hombre frente al polideportivo.

—¿Usted? ¿Ha venido otra vez por su hija?

—Me llamo Javier. No. Sus clases terminaron hace dos horas. En realidad, estaba esperándote a ti. —Vaciló un segundo—. Quería saber cómo le fue a tu hijo. ¿Llegaste a tiempo?

—Sí, gracias a usted. Quedó tercero.

—¡Genial! Entonces no arriesgaste la vida en vano. —Los dos se rieron.

Un niño se les acercó.

—¿Es tu hijo? —preguntó Javier.

—Sí, Andrés. Y este es Javier…

—No hace falta el don. Llámame Javier. —El hombre le tendió la mano.

Andrés se la dio, y Javier se la estrechó con fuerza. Al llegar a la casa de Lucía, Javier les propuso ir juntos el fin de semana a una competición de deportistas profesionales.

—¿En serio? Mamá, vamos —se alegró Andrés.

—¿Entonces quedamos? —Javier miró a Lucía con esperanza.

—No es que sea muy aficionada a este deporte —se encogió de hombros ella.

—Toma mi tarjeta. Guárdame el número para que sepas que soy yo cuando llame.

—Yo no tengo tarjetas. —Lucía sacó su móvil y marcó el número de la tarjeta.

—Gracias, lo guardo —dijo Javier, cancelando la llamada.

—¿Quién es ese, mamá? —preguntó Andrés mientras subían las escaleras a su piso.

—¿Recuerdas que llegué tarde a tu competición? Él me acercó en coche, aunque antes casi me atropella —respondió Lucía.

—No me habías dicho eso.

—No lo hizo, y además llegué a tiempo para verte ganar —dijo ella, sonriendo.

Javier y ella empezaron a salir. Cada vez más, Lucía se quedaba después del trabajo, y los días de entrenamiento, ambos recogían juntos a Andrés en el polideportivo.

—Mamá, ¿se ha enamorado de ti? —preguntó Andrés un día.

—¿Qué, no puedo gustarle? ¿Soy vieja o fea?

—No. Eres muy guapa.

—Menos mal que te das cuenta. Tengo treinta y dos. Para ti soy mamá, pero para otros soy una mujer joven y atractiva. ¿Te molesta?

—No. ¿Y él a ti también te gusta?

—Bueno… Sí —Lucía se sonrojó ligeramente.

—¿Y su hija será ahora mi hermana? —preguntó Andrés, curioso.

—Es pronto para hablar de eso. No nos adelantemos. ¿No te gustaría tener una hermana? —preguntó Lucía, algo tímida.

—No sé —reconoció Andrés con honestidad.

No recordaba a su padre. Se marchó cuando él tenía dos años y medio. Siempre había querido tener uno. Lo que más le dolía era cuando los otros niños presumían de móviles nuevos o tablets. «Mi padre me lo regaló», decían con suficiencia. Y Andrés envidiaba. No los regalos, sino que tuvieran padre. Su madre nunca podía permitírselos. Siempre faltaba dinero.

Cuando Javier le regaló un móvil de última generación por su cumpleaños, Andrés se alegró mucho y dejó de mirarlo con recelo. Entablaron una buena relación.

Tres meses después, Javier le pidió matrimonio y le propuso mudarse con él.

—Basta de escondernos. Somos adultos.

—¿No será demasiado pronto? Andrés lo entiende, pero salir es una cosa y vivir juntos, otra. Y quizá tu esposa quiera volver —dudó Lucía.

—Ya hablamos de eso. ¿Tú perdonarías a tu marido si volviera? Pues yo tampoco. Se enamoró de un empresario, se llevó a nuestra hija y se fue. Ella sola. Y cuando él se cansó, se quedó sin nada. Ahora intenta volver, usando a nuestra hija como chantaje. Podía haber pensado en ella antes,Con el tiempo, la madre de Javier comprendió su error y, aunque al principio costó perdonar, la familia al fin encontró la paz, unida por el amor que había nacido de aquel inesperado encuentro en la calle.

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MagistrUm
Las llaves de mi hogar se van conmigo. No recibirás nada más de mí, mamá…