**El precio de la felicidad**
Denis estaba tumbado en el sofá, con los ojos cerrados, escuchando los sonidos de la casa y de la calle. A través de las ventanas, le llegaban los cláxones amortiguados de los coches, las sirenas de la policía o una ambulancia. En el piso de al lado, una pareja discutía, en algún lugar sonaba un teléfono, alguien cerró una puerta…
Antes le encantaba tumbarse así, adivinando en qué casa veían la tele y en cuál discutían, o en qué planta se detendría el ascensor…
—¿Otra vez soñando despierto? ¿Y los deberes, los has hecho?
Denis habría jurado que no era una ilusión, que había escuchado la voz de su madre, lejana pero viva. Se sobresaltó y abrió los ojos. La habitación estaba vacía, la puerta del recibidor, abierta. Y si en ese momento, desde la oscuridad, su madre hubiera aparecido, no se habría sorprendido, sino que habría estallado de alegría. Pero su madre ya nunca entraría en esa habitación. Había muerto una semana atrás. Aquella voz era solo dolor fantasma.
Se incorporó y apoyó los pies en el suelo, sintiendo la suave alfombra bajo sus plantas. «Me volveré loco si me quedo aquí. Debí haber cogido el billete de vuelta al día siguiente del entierro, como mucho al segundo», pensó. Apoyó los codos en las rodillas, se agarró la cabeza con las manos y empezó a mecerse.
El timbre del teléfono le hizo dar un respingo, el codo se resbaló de la rodilla y la cabeza le cayó hacia adelante. Denis se levantó y cogió el móvil de la mesa, sin mirar siquiera la pantalla. Su mirada se clavó en un papel sobre la mesa: «Hijo mío, mi niño…».
—Denis, soy la tía Marisa. ¿Cómo estás? ¿Te está costando estar solo? ¿Por qué no vienes a mi casa?
—No, todo bien. —Denis dejó el teléfono, dobló la carta y la guardó en un cajón.
No podía seguir solo ni un minuto más. Ya hasta le parecía oír voces. Volvió a coger el móvil, abrió la lista de contactos y pasó rápidamente los nombres. «Miguel, mi amigo de la universidad. ¡Él es justo lo que necesito ahora!».
—¡Miguel, hola! —dijo Denis al escuchar la voz de su amigo.
—¡Hola! ¿Quién…?
—¿No me reconoces? Qué rápido olvidas a los viejos amigos. No me lo esperaba de ti.
—Espera. ¿Denis? ¿Has venido? —gritó Miguel al teléfono, entusiasmado.
—He venido, pero veo que ni me esperabas ni te acordabas de mí —respondió Denis, fingiéndose ofendido.
—¡Claro que me acordaba, tronco! Lo de no esperarte, eso sí es verdad. ¿Dónde estás ahora?
—En casa —respondió Denis, más serio.
Miguel notó el cambio de tono y supo al instante que algo grave pasaba.
—¿Tu madre?
—Murió. La enterré hace una semana. Ya han pasado nueve días.
—Lo siento mucho. La vi hace medio año. Estaba muy delgada. Casi no la reconocí. ¿Cuánto te quedas?
—Tres días.
—¿Quieres que vaya a verte? O mejor, ven a casa. Solo vas a acabar loco ahí.
—¿A casa? —repitió Denis.
—Sí, me casé. Con Alicia. ¿Te lo imaginas? Ahora está aquí, te manda saludos y también quiere que vengas. Ven ahora mismo. Justo a tiempo para comer. Ah, eso sí, ahora vivo en otro sitio. Hemos pillado un piso con hipoteca.
—Dame la dirección —pidió Denis, práctico.
«No me lo puedo creer, se ha casado. Alicia siempre estuvo loca por Miguel en primero, y él andaba de aquí para allá con Sandra o Julia hasta que yo le abrí los ojos…». Denis hizo la maleta rápidamente y pidió un taxi.
De camino, le pidió al conductor que parara en una tienda. Compró coñac para él y Miguel, vino para Alicia, una caja de bombones y algo de embutido.
No esperó al ascensor; subió las escaleras hasta el sexto. Llevaba dos días sin salir. Le vino bien estirar las piernas. Al pasar por el tercero, oyó un sollozo, como de un niño o un cachorro. Se detuvo.
—¿Eh? ¿Quién está ahí? —preguntó, pegando la oreja a la puerta.
El sollozo cesó. Denis esperó un momento y ya iba a continuar cuando, de nuevo, se oyó un sonido monótono y lastimero.
—¿Quién está llorando?
—No lloro, canto —respondió una vocecilla infantil.
—¿Y qué haces cantando en la puerta?
—Espero a mamá.
—¿Dónde está ella? ¿Estás solo? —preguntó Denis.
—Se fue al hospital con la abuela. Estoy enfermo y me ha cerrado.
—¿Te ha cerrado? ¿Cuántos años tienes?
—Cinco. ¿Y tú quién eres?
—Yo soy Denis. Iba de paso y escuché tu canción.
—Yo soy Teo. ¿Quieres que te recite un poema de los Reyes Magos?
—Adelante —aceptó Denis.
Denis lo escuchó sonriendo. Él también había aprendido uno de pequeño, pero ya no lo recordaba.
—Por un poema, hay regalo. Pero, ¿cómo te lo doy si estás encerrado? Ahora voy a casa de un amigo un rato y vuelvo, ¿vale?
—¿Un regalo? ¿Eres un rey mago?
—No. Espera —dijo Denis, y siguió escaleras arriba.
La puerta la abrió Miguel, quien lo abrazó al instante.
—¡Hola, tío! Cuánto tiempo sin noticias.
—Déjale a un hombre que se quite el abrigo —dijo una voz femenina.
Denis se apartó y vio a Alicia en la puerta de la habitación. Había cambiado, estaba más guapa que nunca.
—Pasa, acabamos de mudarnos y aún queda mucho por terminar —dijo Miguel con evidente orgullo. Mira, parecía decir, envidia todo lo que quieras.
Denis echó un vistazo y silbó.
—¡Vaya! No te quejes. Está genial.
—Nos hemos endeudado, pero al menos no vivimos con los padres. Planeamos tener un heredador —Miguel brillaba como una moneda nueva.
—Vamos directos a la mesa —ordenó Alicia.
Bebieron, picaron y compartieron novedades.
—¿Y tú? ¿Casado? ¿Niños? —preguntó Alicia.
Entonces, Denis recordó al niño.
—Oye, no quiero parecer desagradecido, pero ¿me daríais unos dulces y mandarinas? Hay un niño en el tercero que me ha recitado un poema. Le prometí un regalo. Un crío serio, encerrado solo en casa.
—Claro —Alicia le llenó una bolsa con chocolatinas, galletas y mandarinas.
Denis llamó al piso del tercero. Ya no se oía llanto. El cerrojo giró, la puerta se abrió, y Denis se encontró frente a una joven guapa. La reconoció, pero el nombre se le escapaba.
—¿Tú? —Ella también lo reconoció.
Unos pasos apresurados, y apareció a su lado el niño. Justo como Denis lo imaginaba: simpático, con ojos grandes y un aire dulce.
—Te traje un regalo. Perdona, pero no tenía juguetes —Denis sonrió y le entregó la bolsa de chuches.
El niño lo miró con atención, muy serio.
—¿Puedo pasarDenis entró, dejando atrás sus dudas, y en ese instante supo que, sin importar el precio, el regalo más valioso había sido encontrarlos.







