Juntos en el camino

Ana siempre había sido una niña independiente y obediente. Sus padres trabajaban todo el día, y ella, al volver del colegio, calentaba la sopa, comía y hacía los deberes. Incluso podía cocinar ella sola unos macarrones. Así era desde primero de primaria.

Cuando cursaba segundo de bachillerato, varios estudiantes llegaron a su instituto para hacer las prácticas previas a la graduación. Las clases de historia las impartía un Denis Serguéievich alto y serio, con gafas y un traje gris. Los chicos lo apodaron “empollón”, se burlaban de él e intentaban sabotear sus clases. Pero, al final, acababan escuchándolo con la boca abierta. Contaba la historia como ningún otro profesor antes. Hacía preguntas que hacían pensar, expresar opiniones y proponer alternativas a los hechos.

Los ojos de los chicos brillaban. Por primera vez tenían la oportunidad de hablar, de cambiar el curso de la historia, aunque fuera teóricamente. Denis Serguéievich les bajaba los humos cuando sus ideas de reorganizar el mundo se les iban de las manos. Esperaban sus clases con impaciencia y nunca las faltaban.

Durante las lecciones, Ana no apartaba los ojos enamorados de Denis Serguéievich. Empezó a leer libros de historia para poder participar en los debates. Un día se armó de valor y expuso su opinión. Denis Serguéievich la alabó, diciendo que, si la reforma hubiera seguido su propuesta, vivirían en una sociedad muy distinta. Pero le explicó que, en aquel entonces, era casi imposible actuar de otra manera.

—Por desgracia, la historia no puede reescribirse, aunque sí los libros de texto, resaltando los hechos que convengan —dijo con intención.

Luego terminaron sus prácticas, y Ana perdió al instante el interés por la historia. Un día, camino a casa desde el instituto, vio a Denis Serguéievich apresurándose hacia ella.

—Hola, Ana —la saludó.

¡Recordaba su nombre! El corazón de Ana dio un vuelco de alegría.

—¿Viene al instituto? Las clases ya terminaron —dijo, ruborizándose.

—No, quería verte a ti.

Ana abrió los ojos, sorprendida, y se sonrojó aún más.

—¿Vas a casa? Te acompaño.

Caminaron juntos, y él le preguntó por el instituto, sus amigos, sus planes de futuro.

—¿No irás a la facultad de Historia? Pensé que te había gustado. Por cierto, tengo libros interesantes; puedo dejártelos.

El corazón de Ana casi se detuvo. ¿La estaba invitando a su casa? No a Alena Bazhénova, la más guapa de la clase, sino a ella, Ana Kuznetsova, “Saltamontes”, como cariñosamente la llamaba su padre. No se atrevía a mirarlo a los ojos.

—Gracias, pero voy a estudiar Económicas… —murmuró—. Pero me encantaría leer los libros.

—Bien —dijo él—. La próxima vez te traeré algunos, los que yo elija, si no te importa.

¿La próxima vez? ¿Volverían a verse? El corazón de Ana latía con fuerza ante lo increíble de la situación.

—¿Habrá una próxima vez? —oyó salir de su boca, sintiendo cómo el rubor le cubría el rostro.

—Claro. Si tú quieres —sonrió Denis Serguéievich.

Su sonrisa lo transformó, haciéndolo parecer joven y casi un chico. Ana comprendió entonces que no le llevaba muchos años. Era la primera vez que lo veía sonreír.

—Y llámame Denis. No estamos en clase; ya no soy tu profesor. ¿Es esta tu casa?

Ana asintió; la emoción la dejó sin palabras. Él se despidió y se disponía a marcharse.

—Denis, ¿cuándo volverá? —preguntó Ana, encontrando por fin valor.

Sacó el teléfono.

—Dame tu número; te llamaré.

Pero Denis no llamó. Le envió un mensaje días después. Se vieron un par de veces más, hasta que llegaron los exámenes: los suyos de selectividad, los de él en la universidad. No se reunieron de nuevo hasta después de la graduación de Ana. Durante todo ese tiempo, ella guardó en secreto sus encuentros con Denis. Hasta que no pudo más y se lo contó a sus amigas. Estas le envidiaban profundamente. Ninguna tenía un novio mayor.

Ana entró en la universidad y continuó viéndose con Denis. Pronto lo supo su madre, quien, preocupada, le pidió que lo presentara a ella y a su padre. Denis, serio y maduro, les cayó bien. Sin vicios, responsable, y además profesor. Su madre se tranquilizó, y Ana volaba de amor.

En tercer curso, se casó con Denis. Decidieron esperar para tener hijos hasta que Ana terminara sus estudios. Denis amaba el orden. Alineaba los botes en las estanterías, apilaba los libros en montones perfectos, colgaba las toallas con precisión. Le pedía suavemente a Ana que no dejara sus cosas por toda la casa. Ella lo tomó como un juego y empezó a imitarlo para complacerlo.

Un día, Denis entró en el baño después de que Ana se duchara. Pronto escuchó su voz exigente y corrió hacia él.

—Ana, te pedí que secaras el suelo después de ducharte —dijo él, conteniendo la irritación.

Ana vio unas gotas en el suelo de baldosas.

—Vale, la próxima vez lo haré —contestó—. Total, tú también vas a ducharte.

—No la próxima vez, ahora mismo. ¿Sabes dónde está la fregona?

No llevaba gafas; sus ojos grises la miraban fríos. Veía bien; las gafas eran solo para parecer mayor.

—¿En serio? Pronto se secará sola —Ana no podía creer que hablara en serio.

Pero Denis no bromeaba. Su mirada se volvió gélida. Ana quiso esconderse, hacerse pequeña, desaparecer. Cogió la fregona y pasó el trapo por el suelo.

—Y cuelga la toalla —señaló con un dedo largo la toalla húmeda colgada al borde de la bañera.

—Iba a hacerlo, pero me interrumpiste… —se defendió Ana.

Bajo su mirada severa, colgó la toalla en el tendedero, estirándola con cuidado. Salió del baño, ardiendo de vergüenza. Su marido la reprendía como a una escolar, la señalaba como a un gatito.

Denis exigía que los platos en el fregadero estuvieran ordenados por tamaño, que la ropa en los armarios estuviera doblada en pilas perfectas…

Cada vez que salía de la cocina, Ana la repasaba, alineando los platos, recolocando el paño. Y si se olvidaba, Denis se lo recordaba al instante, obligándola a corregirlo. No permitía caricias ni besos durante el día, alzando su pulcra mano como advertencia.

Ana comprendió de pronto que no lo conocía en absoluto y, lo peor, que no lo amaba. Le gustaba que un profesor, un hombre mayor, la cortejara, no un chico de su edad. Le gustaba que las demás chicas la envidiaran. Había confundido eso con amor. Fue un shock descubrir que Denis iba a hacerse la manicura y pulía sus uñas, eliminando padrastros. Le parecía que un hombre no debía cuidarse tanto.

Estaba harta de vivir vigilada, de medirlo todo con regla. Cada vez pensaba más que, si seguía con Denis, acabaría volviéndose loca. Iba a hablar con él, esperando el momento adecuado, cuando supo quePero un día, mirando a su hija recién nacida y a Antón, quien dormitaba cansado en el sillón después de una noche en vela, entendió que por fin había encontrado el verdadero amor, ese que no exigía perfección, sino que celebraba cada pequeño caos de la vida.

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