La hambruna nos oprimía, pero él, cada noche, bajo la luz plateada de la luna, escondía un saco de harina que nos mantuvo con vida.
Me llamo Carmela López, y mi padre, Don Francisco, era un hombre de mirada seria y corazón de hierro. Nací en los años 40, cuando las secuelas de la guerra ahogaban a España como un manto de espinas. La pobreza se filtraba por las rendijas de las puertas, y el hambre era un ladrón que vaciaba nuestras almas. Éramos cinco hermanos, y mi madre, desgastada por el sufrimiento, estiraba las migajas como si fueran un milagro. Mi padre, labrador de sol a sol, regresaba con las manos vacías casi tantas veces como con unas pocas monedas.
Las noches eran largas, silenciosas, rotas solo por el rugir de nuestros estómagos. Mi madre contaba historias para distraernos, pero sus ojos delataban la angustia. Mi padre, en cambio, se levantaba cuando todos dormían. Creímos que era por insomnio, o quizás para fumar un cigarrillo en la puerta. Nunca imaginamos la verdad.
Fue años después, cuando el horizonte empezó a aclararse, que mi madre nos lo confesó. En los tiempos más oscuros, cuando el pan era un sueño inalcanzable, mi padre emprendía un viaje secreto. Bajo el manto de la noche, caminaba hasta un viejo molino en las afueras del pueblo. Allí, entre sombras, conseguía un saco de harina que luego enterraba tras la higuera. Con ese regalo robado al destino, mi madre amasaba tortas que nos mantenían en pie.
No hubo palabras, ni quejas. Solo el crujir de sus botas al regresar, el cansancio en su espalda, las manos endurecidas por el frío y el esfuerzo. No nos habló de heroísmo, no nos pidió agradecimiento. Nos dio vida en cada bocado, en cada pedazo de pan que sabía a sacrificio y amor callado.
No robó por codicia, sino por necesidad. No acumuló, sino que compartió. Y cuando miro los trigales dorados al atardecer, veo sus manos no solo sembrando tierra, sino sembrando futuro en nosotros.
“El amor más profundo no necesita palabras; a veces, se cuece en silencio y se reparte en pedazos de pan.”