Ahora todo será diferente. Lo prometo…

—Ahora todo va a ser diferente. Lo prometo…

La jornada laboral tocaba a su fin. Faltaban apenas veinte minutos para que la tienda de electrodomésticos cerrara. A esas horas, rara vez entraba alguien. No era un supermercado, donde en cinco minutos cargas el carrito hasta arriba. La tecnología hay que elegirla con cabeza, y cuesta un dineral.

Lucía recorrió con la mirada el amplio local. Vacío. Hasta los vendedores se habían escondido en el almacén. Solo el guardia de seguridad, plantado junto a la entrada, clavado en la pantalla de su portátil. Algo le decía que o bien estaba jugando al solitario o revisando el Marca.

Ella también se dirigió hacia el almacén para llamar a su marido y pedirle que pelara las patatas, así ahorraría tiempo para la cena. No les permitían usar el móvil en la sala de ventas. Los jefes podían revisar las cámaras en cualquier momento y sancionarlos.

Justo entonces, entró un hombre y se acercó a la sección de tablets. Los vendedores seguían desaparecidos. El guardia salió de su rincón y se quedó junto a la entrada, vigilando al cliente. No podía abandonar su puesto. Lucía suspiró y se acercó al recién llegado.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó con su tono más profesional.

El hombre se volvió de golpe.

—Necesito una tablet. Esta misma —dijo, señalando un modelo expuesto.

A Lucía se le cortó la respiración. Como si hubiera visto un fantasma… y en cierto modo, así era. Era él, su amor perdido. No podía equivocarse. Pero… ¿cómo? ¿De qué agujero había salido?

El hombre, al no recibir respuesta, se giró del todo y la miró fijamente.

—¿Lucía? ¡Lucía! ¿Eres tú? —se sorprendió, casi alegre.

—Sí. ¿Qué haces aquí? La tienda cierra en… —miró su reloj— quince minutos.

—¿No me dará tiempo a comprarla? —echó un vistazo al local desierto—. Qué pena.

—Nuestra tienda atiende hasta el último cliente. Le recomiendo este otro modelo. Un poco más caro, pero de mejor calidad —dijo, activando su modo vendedora experta.

—Vale. Confío en tu criterio —asintió Javier.

Lucía se agachó y sacó una caja sin abrir de debajo del expositor. —Acompáñeme, le preparo la factura.

Se acercó al mostrador y empezó a teclear en el ordenador. Sus dedos temblaban, pulsaba las teclas equivocadas, cometía errores. Sabía que él la veía nerviosa, y eso la ponía peor.

—Pase por caja, llamaré al encargado. —Rápidamente, se escabulló hacia el almacén, escapando de su mirada.

Los compañeros estaban apiñados alrededor de una mesa, riéndose de algo.

—Que alguien salga a cobrar. Ya he terminado la factura —dijo.

Se dispersaron al instante, y uno de los chicos salió a atender. Lucía miró el reloj y se dirigió al vestuario. Se acabó, era su hora. Tenía todo el derecho a marcharse.

No llamó a su marido. Es más, se le había olvidado por completo. Un temblor nervioso la recorría. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que volver a cruzarse con él? Esperaba no verlo nunca más. Se cambió de ropa a toda prisa y salió por la puerta trasera, la que usaban para recibir mercancía.

El asfalto brillaba bajo las farolas. La llovizna persistía, pero Lucía decidió caminar. Solo eran tres paradas de autobús, y necesitaba ordenar sus pensamientos, calmarse…

***

Se enamoró de Javier en el instante en que lo vio. Sabía que estaba en el último año de la universidad, que se llamaba Javier Soler y que medio campus suspiraba por él. Pero no podía evitarlo. Su corazón se desbocaba cada vez que lo veía en los pasillos.

Una vez, en el comedor universitario, acabó a su lado. Tan nerviosa estaba que ni siquiera sabía qué estaba cogiendo para comer.

—¿Tienes efectivo? Oye, ¿me escuchas?

—¿Eh? —por fin reaccionó.

—Efectivo, digo. Hoy no funciona el datáfono. Págame tú y luego te lo devuelvo.

Lucía asintió y rebuscó en el bolso su monedero.

Cuando se alejaba de la caja, él la llamó y le indicó que se sentara con él. Las mesas estaban casi llenas, así que, con las piernas tiesas, se acercó, dejó la bandeja y se sentó frente a él. Javier devoraba un plato de lentejas con chorizo. Ella apartó la mirada y se concentró en su comida, aunque sabía que no podría tragar ni un bocado.

—¿Por qué no comes? —preguntó él, burlón—. ¿Eres de primero?

—Sí —contestó, alzando la vista.

Estaba aturdida, sin creerse que estuviera sentada con él, hablando.

—Eres rarita. ¿Cómo te llamas?

—Lucía.

—Nombre bonito. Lucía —repitió, como probándolo.

—Me llamaron así por mi abuela —murmuró.

Él terminó su plato, se bebió el agua de un trago y Lucía seguía sin probar bocado.

—No te preocupes, te devuelvo el dinero. —La miró fijamente—. Ven mañana a esta hora, comeremos juntos. Buen provecho —sonrió y se marchó.

Lucía pudo respirar al fin. ¿Era real? ¿La había invitado a comer?

Al día siguiente, apenas pudo concentrarse en clase. Miró el reloj mil veces. Pero en el comedor, Javier no apareció. ¿Qué esperaba? ¿Que la estaría esperando? Estuvo a punto de irse, pero al final cogió una ensalada y un café. Justo cuando iba a pagar, apareció él y lo hizo por ella.

—Gracias —balbuceó. Él le llevó la bandeja a una mesa y se sentó frente a ella.

—¿No vas a comer? —se atrevió a preguntar.

—Ya he comido. Nos han dejado salir antes.

Javier la miraba sin disimulo.

—Oye, esta noche hay fiesta en casa de Dani. Sus padres se han ido de viaje. ¿Te vienes? Bailamos, pasamos el rato… ¿Dónde vives?

—En el barrio de Salamanca.

—Qué bien, queda cerca. ¿Número? —dijo ella—. Te espero a las siete en tu portal. Buen provecho.

A las siete en punto, él estaba allí. En la fiesta había mucha gente, gente que Lucía no conocía. Se sentía fuera de lugar. Nadie le hacía caso, ni siquiera Javier. Bailaba con otras, desaparecía, volvía. Hasta que se hartó de ver cómo se le colgaban. Se levantó y fue al recibidor a buscar su chaqueta.

—¿Ya te vas? Te acompaño —dijo él, apareciendo de la nada.

Salieron juntos. El vino le había dado cierto valor, y ahora podía hablar sin atragantarse. Él contaba cosas, le hacía preguntas, pero ella no retuvo casi nada, abrumada por la emoción. Cuando la besó, casi se desmaya. Esa noche no estudió para el examen, claro. Pasó horas despierta, recordando, soñando.

Empezaron a salir. Lucía flotaba en una nube, sorda a los comentarios de sus amigas (“¿No sabes lo que hace con las demás?”), a las advertencias de su madre. ¿Qué más daba? ¡Javier Soler, el chico más guapo de la uni, la quería a ella! Casi suspende los exámenes de junio, pero por los pelos sacó dos cincos y perdió laAl día siguiente, mientras servía el desayuno a su familia, Lucía miró a su marido y a su hijo riendo juntos, y supo que, aunque el pasado a veces regresa, el verdadero amor siempre estuvo ahí, esperando a ser visto.

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MagistrUm
Ahora todo será diferente. Lo prometo…