Ahora todo será diferente. Lo prometo…
El turno laboral estaba a punto de terminar. Solo quedaban veinte minutos para el cierre de la tienda. A esas horas, rara vez entraba alguien. No era como un supermercado, donde en cinco minutos llenas el carrito. La tecnología requiere reflexión, y no es precisamente barata.
Marisol echó un vistazo al amplio local de electrodomésticos. Vacío. Hasta los asesores se habían escondido en el almacén. Solo el guardia de seguridad, plantado a la entrada, clavado en la pantalla de su portátil. Algo le decía que estaría jugando al solitario o revisando las noticias.
Ella también se dirigió hacia el almacén para llamar a su marido, pedirle que pelara las patatas y así ahorrarse tiempo con la cena. No les permitían usar móviles personales en la zona de ventas. La jefatura podía revisar las cámaras en cualquier momento y sancionarlas.
En ese instante, un hombre entró y se acercó a la sección de tablets. Los asesores seguían desaparecidos. El guardia salió de su rincón y se apostó en la entrada de la sala, vigilando al visitante. No podía abandonar su puesto. Marisol suspiró y se acercó al cliente.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó con tono profesional.
El hombre se giró rápidamente.
—Necesito una tablet. Como esta —señaló con el dedo uno de los modelos expuestos.
Marisol olvidó respirar. Era como ver un fantasma, aunque en realidad lo estaba viendo. Él, su amor perdido. No podía equivocarse. Pero… ¿cómo? ¿De dónde había salido?
El hombre, al no recibir respuesta, se volvió por completo y la miró fijamente.
—¿Marisol? ¡Marisol! ¿Eres tú? —sonrió, sorprendido por el encuentro.
—Sí. ¿Y tú qué haces aquí? La tienda cierra en… —consultó su reloj— quince minutos.
—¿No me dará tiempo a comprar? —Observó el local desierto—. Qué pena.
—Atenemos hasta que salga el último cliente. Le puedo recomendar este modelo. Un poco más caro, pero de mejor calidad —dijo Marisol, activando su modo asesora.
—Vale. Confío en tu criterio —aceptó Román.
Ella se agachó para sacar una caja sin abrir. —Acompáñeme, haré el pedido.
Se acercó al mostrador y empezó a teclear. Los dedos le temblaban, equivocándose de teclas. Sabía que él la notaba, lo que la ponía más nerviosa.
—Pase por caja, llamaré al encargado. —Marisol se apresuró hacia el almacén, huyendo de su mirada.
Un grupo de jóvenes charlaba junto a la mesa.
—Que alguien vuelva a caja. Ya he gestionado la venta —dijo.
Los chicos se dispersaron, y uno salió al local. Ella miró el reloj: hora de irse. Tenía todo el derecho.
No llamó a su marido. Se le había olvidado por completo. Un temblor nervioso la recorría. ¿Por qué? ¿Por qué tenían que reencontrarse ahora? Esperaba no verlo nunca más. Se cambió rápidamente y salió por la puerta trasera, la de recepción de mercancías.
El asfalto mojado brillaba bajo las farolas. La llovizna persistía, pero Marisol decidió caminar. Solo eran tres paradas, necesitaba calmarse…
***
Se enamoró de Román al instante. Sabía que estaba en su último año de carrera, que se llamaba Román Vallejo, que medio instituto suspiraba por él. Pero no podía evitarlo. Su corazón se desbocaba cada vez que lo veía por los pasillos.
Un día, en el comedor, acabó a su lado. Tan nerviosa estaba que ni sabía lo que ponía en su bandeja.
—¿Tienes efectivo? Oye, ¿me escuchas?
—¿Eh? —Marisol reaccionó al darse cuenta de que le hablaba.
—Efectivo, ¿tienes? Hoy no funciona el datáfono. Págame tú y te lo devuelvo.
Ella asintió y rebuscó en su monedero.
Al alejarse de la caja, él la llamó y le señaló su mesa. Había pocos sitios libres, así que Marisol, con las piernas de trapo, se sentó frente a él. Román devoraba un plato de lentejas con chorizo. Ella apartó la vista y se clavó en su bandeja, bloqueada.
—¿No comes? —bromeó él—. ¿Eres de primero?
—Sí —respondió, alzando la mirada. No podía creer que estuviera hablando con el chico de sus sueños.
—Qué rara eres. ¿Cómo te llamas?
—Marisol.
—Vaya nombre. Marisol —repitió, como saboreándolo.
—Es por mi abuela —murmuró.
Él terminó su comida, bebió el agua de un trago, mientras ella no tocaba nada.
—No te preocupes, te devolveré el dinero —la miró fijamente—. Ven mañana a esta hora, comeremos juntos. Buen provecho.
Marisol por fin respiró. ¿En serio? ¿La había invitado?
Al día siguiente, apenas aguantó en clase, mirando el reloj sin parar. Pero Román no apareció en el comedor. ¿Qué esperaba? ¿Que la estaría esperando? Decidió quedarse a comer. Al llegar a caja, él apareció y pagó por ella.
—Gracias —farfulló. Él le llevó la bandeja y se sentaron juntos.
—¿No vas a comer? —preguntó, ganando valor.
—Ya he comido. Nos han dejado salir antes.
Él la observaba sin disimulo.
—Oye, hoy hay fiesta en casa de Javi. Sus padres están de viaje. ¿Vienes? Bailamos, pasamos el rato. ¿Dónde vives?
—En la calle Rosales.
—Ah, cerquita. ¿Número? —Marisol se lo dijo—. Te espero a las siete. Buen provecho.
A las siete en punto, él estaba allí. La fiesta estaba abarrotada de gente desconocida. Marisol se sentía fuera de lugar. Nadie le hacía caso, ni siquiera Román, que bailaba con otras o desaparecía. Harta de ver cómo se le colgaban, se dirigió al recibidor a buscar su chaqueta.
—¿Te vas? Yo te acompaño —dijo él, apareciendo de la nada.
Salieron juntos. El vino le había dado algo de seguridad. Él hablaba, preguntaba, pero ella no recordaba nada. Y cuando la besó, casi se desmaya. Esa noche no estudió, claro. Tampoco durmió.
Empezaron a salir. Marisol flotaba en una nube, ignorando los comentarios de sus amigas sobre los líos de Román o los reproches de su madre. ¿Qué más daba? ¡El chico más guapo de la universidad la quería a ella! Casi suspende los exámenes, pero logró salvarse, aunque perdió la beca.
—Mamá, lo quiero. Es maravilloso. ¡Vamos a casarnos! —declaró cuando su madre intentó hablar seriamente con ella.
—¿No es pronto? Con las notas que llevas, acabarás dejando la carrera —refunfuñó.
Y entonces, Román desapareció. Dejó de llamar, de aparecer. Marisol fue a buscar su dirección en secretaría y se presentó en su casa. Su madre abrió.
—Román no está. Se ha ido con su padre.
—¿Cómo? No dijo nada. ¿Cuándo vuelve? —balbuceó Marisol, deshecha.
—No creo que pronto. Mi ex tiene un negocio en Bilbao. Allí tiene más futuro.
—¿Me da su número? —suplicó con voz trémula.
—Cariño, si no te lo—Si él no te lo dio, será porque no quería que lo llamaras —contestó la madre con sequedad antes de cerrarle la puerta, dejando a Marisol paralizada en el rellano con el corazón hecho trizas.