**Una mujer soltera con “equipaje”**
Rita criaba a su hijo sola. Su marido la había dejado hacía más de diez años. Todo ese tiempo, él pagó religiosamente la pensión alimenticia, se consideraba impecable ante la ley y su propia conciencia. O al menos eso decía.
Se fue llevándose sus cosas y el coche, dejándola con una hipoteca impagada y un niño. En todos esos años, ni una visita, ni una felicitación de cumpleaños, ni un regalo.
—Seguro que ya habrá embaucado a otra tonta como tú. Así seguirá, evadiendo responsabilidades, hasta que el tiempo lo deje sin fuerzas. Y ojalá sea pronto. Te dije que no firmaras esa hipoteca. Pero no me hiciste caso. Ahora trabajarás para el banco toda la vida —suspiraba la madre de Rita.
Aunque, en realidad, habían sido sus padres quienes la presionaron para que comprara el piso a su nombre.
Así vivía Rita, de nómina en nómina, con dos trabajos y un hijo que, por suerte, no le daba muchos problemas. Después de su segundo trabajo, agotada, entraba en el súper y arrastraba los pies hacia casa, soñando con soltar las bolsas, quitarse los zapatos y cerrar los ojos. Se sentía como esos caballos del parque que pasean niños: les trenzan la crin, les ponen adornos brillantes y los cubren con mantas coloridas, pero siguen caminando con la mirada triste, dando vueltas sin fin. Así era su vida: trabajo, compras, casa.
Llevaba ropa cómoda y barata del “Todo a 100”. Los trajes nuevos los guardaba para ocasiones especiales, que nunca llegaban, así que se le quedaban anticuados. Mientras caminaba, pensaba en qué cenar, si Álex habría llegado ya… Su bolso colgaba del hombro, y en la otra mano llevaba la compra. Si su hijo estaba en casa, descansaría cinco minutos y luego herviría macarrones con salchichas.
¡Y pensar cómo había sido antes! Pelo abundante, ojos brillantes. Y su figura seguía estupenda. Como todas, soñó con el amor, y este llegó en forma de Maxi. ¿Cómo no enamorarse de un chico guapo? Él le prometió amor eterno, un coche potente (un Infiniti o, en el peor de los casos, un Lexus), y dos hijos.
El coche lo compró, sí. Y se fue con él hacia un futuro brillante, dejándole a Rita el piso, la hipoteca y el niño.
Mientras caminaba, miraba al suelo. Si te despistas, te metes en un charco o te tuerces un tobillo. Las aceras estaban para llorar. Y siempre algún impaciente pasaba a toda velocidad salpicándote.
—¡Rita! —Una mujer joven y elegante le cortó el paso.
Costó reconocer a Sonia, su compañera del instituto. Nunca fue guapa, pero ahora parecía salida de una revista. Rita, al lado, se sintió vulgar.
—¡Qué bien verte! Vine a ver a mi madre, pero ya no queda nadie del barrio. ¡Rita! ¿Cómo estás?
“¿No se nota?”, pensó Rita, pero dijo:
—Normal, como todas.
—¿Casada?
—Divorciada. Vivo con mi hijo. ¿Y tú?
—Yo… —Sonia cerró los ojos como si el sol la deslumbrara—. Me casé con un español, vivo en Barcelona. Vine una semanita a ver a mi madre. Oye, no te dejo ir así. ¿Tomamos algo? O invítame a tu casa. ¿Dónde vives?
—Cerca… Pero está todo patas arriba. Ni he fregado los platos.
—No importa, soy flexible. Al fin y al cabo, soy de aquí.
Rita abrió la puerta y gritó hacia dentro:
—¡Álex, estás ahí? Tenemos visita.
Un chico guapo apareció en el pasillo.
—¡Vaya! ¿Este es tu hijo? Qué chico más mono —exclamó Sonia—. ¿En qué curso estás? ¿Qué quieres estudiar?
—No lo sé aún. Mamá, ya lavé los platos. Voy a hacer los deberes —dijo, y desapareció.
—Qué independiente —murmuró Sonia, con un dejo de envidia.
—¿Tú tienes hijos? —preguntó Rita, orgullosa.
—No. Mi marido es mayor. Ya tiene hijos adultos; no quiere volver a lidiar con pañales y biberones.
Rita preparó algo rápido mientras Sonia hablaba de su vida en España.
—¿Y por qué te divorciaste? ¿Tu marido bebía? —preguntó al fin Sonia.
—No. Hasta que nació Álex, todo iba bien. Pero él dormía mal, yo no trabajaba, teníamos la hipoteca y el préstamo del coche… Al final, dijo que estaba harto y se fue. Con su coche, claro.
—¡Qué cabrón! —soltó Sonia—. ¿Te dejó con un niño y una hipoteca?
Rita no entró en detalles. Sus padres la ayudaron; sin ellos, habría perdido el piso.
—Bueno, se acabó tu mala racha, cariño. Allá hay muchos hombres solteros. No jóvenes, pero con ganas de casarse con una mujer como tú. Adoran a las españolas. Sabes cómo somos: paramos un caballo al galope, entramos en una casa en llamas y criamos hijos solas. Tengo muchos amigos. En tres días vuelvo a España y te busco un buen partido.
—¿Yo? Con “equipaje”. MSP.
—¿Qué es eso? ¿Una secta?
—Así llaman algunos a las divorciadas con hijos: “Madre Soltera con equipaje”. En cuanto saben que tienes un crío, ni te miran.
—¡Tonterías! Mejor MSP que PHA.
—¿Eso qué es?
—”Papá Huye Al volante”. A esos habría que marcarlos en la frente.
—¿Y en España no abandonan a sus hijos?
—También. Los hay en todas partes. Pero tu hijo ya es mayor. Eres un buen partido. En tres días me voy y me pongo con tu caso. ¿Tienes Skype? Perfecto. ¡Brindemos por tu nueva vida!
Rita sacó una botella de vino medio vacía, sobrante de su cumpleaños.
—Pero arréglate un poco. Cámbiate el peinado, cómprate ropa nueva —aconsejó Sonia.
A Rita le daba vergüenza admitir que el dinero justo no llegaba para caprichos.
Sonia se fue, y Rita empezó a esperar. Soñaba con dejar su trabajo, mudarse a una casa grande, con un marido atento… Álex estudiando en la universidad…
Hasta sonreía más. Siguiendo los consejos de Sonia, se cortó el pelo, compró vestidos nuevos y zapatos de tacón. Se endeudó, pero valdría la pena.
—Hay que invertir en una misma, cariño. A los hombres les gustan las mujeres cuidadas —decía Sonia.
Pero pasaron semanas sin noticias. Hasta que Sonia llamó:
—¡Lo tengo! No es un Brad Pitt, cincuentón. Pero tiene una tienda. Mañana arréglate, te llamaré por Skype. ¿Lo tienes? ¿No has empezado a aprender español? Ya me lo imaginaba. Bueno, yo haré de traductora. Hasta mañana.
—¿Te vas a casar con un español? —preguntó Álex al verla nerviosa.
—No sé. ¿Te molesta?
—A mí me va bien aquí. Esa Sonia te ha comido el coco. Bueno, ¿cenamos hoy o qué?
Al día siguiente, Rita estuvo nerviosa. ¿Y si no le gustaba al español? Se arregló el pelo, se puso el vestido nuevo y se sentó frente al ordenador.
Nadie llamó a la hora acordada. Cuando ya iba a cambiarse, sonó el Skype. Un hombre calvo, de unos setenta años, apareció en pantalla. Sonia traducía:
—Le gustas. Se llama José. Dile su nombre a menudo; le encantará.
HabAl final, Rita se dio cuenta de que la verdadera felicidad no estaba en escaparse con un extranjero, sino en construir su propia historia, paso a paso, con quienes ya la querían tal como era.