Debo aclarártelo todo, hija…

Tengo que explicártelo todo, hija…

—¡Buen provecho! —dijo Lara al sentarse a la mesa.
En la familia, cada uno tenía su lugar favorito. Su marido, Valentín, siempre se sentaba de frente a la ventana; su hija de doce años, Sofía, frente a él, y Lara, como corresponde a la dueña de la casa, entre los dos, de espaldas a la cocina.

Adoraba esos ratos al anochecer, cuando la familia se reunía para cenar. Por las mañanas, todos iban corriendo al trabajo o al colegio, sin tiempo para conversar. Lara y Valentín comían fuera, y Sofía solía quedarse en casa de su amiga Lucía, cuya abuela hacía tortillas y cocido madrileño. Así que la única ocasión para estar juntos, sin prisas, era la cena.

Lara siempre había querido una familia unida. Claro, ella tuvo madre, padre, luego un padrastro y una hermanita, pero siempre se sintió apartada, como si no perteneciera. Así es la vida.

A su padre lo recordaba poco. No gritaba, no la regañaba, pero la miraba con frialdad, como si le diera igual. Quizá por eso le tenía cierto miedo. Su madre tampoco era de muchas palabras. Siempre tenía los labios apretados, jamás sonreía.

Cuando se casó, por fin tuvo su propia familia e impuso una regla: comer juntos los fines de semana y cenar en casa entre semana. No solo sentarse a la mesa, sino compartir noticias, hablar, hacer planes.

Después de comer, Lara preguntó:

—¿Adónde iremos de vacaciones este año? Hay que decidirlo ya, reservar billetes y hotel antes de que se acaben las plazas.

—¿Y si vamos a la casa de mis padres en el pueblo? Mi padre quiere que le ayude con la valla y el tejado —propuso Valentín.

—¡Pero yo quiero ir a la playa! —protestó Sofía, frunciendo el ceño.

—Ir al sur cuesta dinero, y aún estamos pagando la hipoteca. Además, al coche le toca cambiar las ruedas. En el pueblo ahorramos. Podemos hacer alguna excursión, a la sierra, por ejemplo. En verano es precioso.

Sofía y Valentín miraron a Lara, esperando su opinión.

—Estoy de acuerdo con tu padre. Aunque la playa también me apetece.

—¡Eso es lo que yo digo! —exclamó Sofía, radiante.

En ese momento sonó el teléfono.

—Es el tuyo —dijo Valentín, metiéndose el último trozo de croqueta en la boca.

Lara dejó el tenedor y se dirigió al salón. Era su madre.

—Mamá, ¿qué pasa?

—¿Molesto? Lara, necesito hablar contigo. Ven —dijo su madre con voz tensa.

—¿Ahora? ¿Te encuentras mal? —se alarmó Lara.

—Estoy bien. Ven. —Colgó sin dejar tiempo a más preguntas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Valentín al verla regresar a la cocina.

—Mi madre me ha llamado. Quiere que vaya, dice que necesita hablar. Algo me dice que esto tiene que ver otra vez con Alba.

—Pues ve. Si quieres, te acompaño.

—No, iré sola. Si hace falta, luego me recoges.

—Claro.

No vivían lejos, solo unas paradas de autobús. Durante el trayecto, Lara intentó averiguar qué urgencia tenía su madre. Nunca le pedía consejo, ¿por qué ahora? Algo no le olía bien.

Su madre abrió la puerta, y Lara notó al instante su angustia.

—Vamos a la cocina. ¿Quieres un té? —preguntó su madre.

—Acabo de terminar de cenar —respondió Lara, rechazando la oferta.

La cocina era estrecha, con la mesa pegada a la nevera, así que se sentaron en esquina. Mientras su madre respiraba hondo, Lara observó su rostro marcado por las arrugas. ¿O era su imaginación, o habían aumentado desde la última vez? Su madre retorcía nerviosa una cinta entre los dedos. Lara le cubrió las manos con las suyas.

—Mamá, tranquilízate. ¿Qué querías contarme? —preguntó con suavidad.

—Alba ha llamado… —empezó su madre con cautela.

—Lo sabía —murmuró Lara.

Su madre la miró con reproche.

—¿Qué ha pasado esta vez? Dímelo ya —insistió Lara.

—Quiere dinero.

—¿Ah, sí? ¿Cuánto?

—Cien mil euros.

—¿Para qué? Si se casó con ese empresario marroquí, ¿recuerdas cómo nos lo pintaba?

—Algo ha ido mal con el negocio de Samir. Debe mucho dinero. No sé si lo estafaron o lo robaron. Lo necesita urgente, o… podrían hacerle daño.

—Poca pérdida —soltó Lara con sarcasmo.

—Lara… —la reprendió su madre.

—Vale, vale. Pero ¿de dónde vamos a sacar esa cantidad? ¿Se ha olvidado de cómo vivimos? Ella presumía de que Samir era rico, que su padre tenía negocios. ¿Su familia no puede ayudarle? Seguro que tienen parientes para dar y tomar. Siempre sospeché que ese tipo no era de fiar.

—Alba dice que vendieron su casa y ahora viven con sus suegros. El padre ya ha cubierto parte de la deuda, pero faltan cien mil.

—¿Dólares? ¿Libras? —preguntó Lara con ironía.

—Euros. He tomado una decisión. Venderé el piso. Pero necesito tu ayuda para hacerlo rápido.

—¿El piso? ¡Mamá, estás loca! Vender así, de golpe… Te darán una miseria. ¿Y dónde vivirás tú?

—Pensé que podría mudarme con vosotros… si me aceptáis —murmuró su madre, rompiendo a llorar.

Lara se quedó paralizada. ¿En qué estaría pensando Alba para cargar a su madre con esto?

—Mamá, no llores, encontraremos otra solución. ¿Y si Alba vuelve aquí mientras Samir resuelve sus problemas? El billete lo pagamos entre todos.

—No puede… Está embarazada —sollozó su madre.

—¿Otra vez? Y justo ahora —exclamó Lara, llevándose las manos a la cabeza.

—Ya lo he decidido. No hay otra salida. No puedo abandonarla. No te pido opinión, solo que me ayudes a vender el piso pronto.

—Mamá, ¿sabes lo que implica? Trámites, buscar comprador, mudanza… Y si es urgente, nos pagarán menos. Déjame hablar con Valentín, a ver qué se nos ocurre. No te angusties, que vas a acabar mal.

De vuelta a casa, Lara maldecía a su hermana. Alba siempre consiguió lo que quiso. Su madre la mimó tanto que creció egoísta, pensando solo en sí misma. ¿No podían pedirle el dinero a otra persona? ¿Por qué arrastrar a su madre?

Por supuesto, si hacía falta, se quedaría con ella. Sofía tendría que compartir habitación, aunque no le haría gracia.

Aquel Samir nunca le gustó. Guapo, sí, pero cuando Alba lo conoció en Marruecos hace tres años, volvió loca, hablando de su casa lujosa, de su familia acaudalada. Dijo que Samir pronto iría a buscarla.

Ni ella ni su madre lograron disuadirla de casarse y marcharse. Entonces Alba anunció que esperaba un bebé. Lara ya sospechó algo raro. ¿Qué quería un marroquí adinerado con una española, por muy guapa que fuera? Allí no faltaban mujeres hermosas. Alba ni siquiera hablaba árabe, ni conocía sus costumbres, ni compartía su fe. Pero ¿quién la escuchó? Su madre y Alba creyeron que estaba celosa.

Samir siempre fue sospechosoLara suspiró profundamente, miró a su madre y, tomando su mano, le dijo con ternura: “No te preocupes, mamá, lo superaremos juntas”.

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MagistrUm
Debo aclarártelo todo, hija…