Deseo regresar

Rocío siempre despertaba antes de que sonara el despertador, como si llevara un reloj interno. Se levantaba, se aseaba y preparaba el desayuno. Cuando su marido, recién afeitado y perfumado, entraba en la cocina, ya le esperaban huevos revueltos o escalfados, pan recién cortado, jamón serrano y queso manchego, junto a una taza de café fuerte. Ella, en cambio, solo tomaba café y algún trozo de queso sin pan.

Llevaban juntos treinta años. Tanto se conocían que apenas hablaban, sobre todo por las mañanas. “Hasta luego”, “Llegaré tarde”, “Gracias…”. Sabían interpretar el estado de ánimo del otro con solo una mirada, un paso, incluso el silencio. ¿Para qué más palabras?

“Gracias”, dijo Fernando, terminando el café, y se levantó de la mesa.

Al principio de su vida juntos, siempre la besaba en la mejilla antes de irse al trabajo. Ahora ya no lo hacía, solo daba las gracias y se marchaba. Era ingeniero en una fábrica de vagones de tren, salía temprano para evitar los atascos de Madrid.

Rocío recogió la mesa, lavó los platos y se preparó para ir a la universidad, a solo dos paradas de su casa. Siempre iba caminando, sin importar el tiempo. Alta, delgada, atlética. Solo llevaba vestidos en verano. Para dar clase, prefería trajes de chaqueta gris con rayas finas y blusas de tonos pastel.

Su pelo, antes oscuro, ya estaba canoso. No se teñía; lo recogía en una trenza discreta, enrollada en un moño bajo. Nada de maquillaje ni joyas, salvo la alianza.

Como profesora, hablaba mucho durante el día. En casa, prefería el silencio. A Fernando le gustaba la calma. Para muchos, eran la pareja perfecta: sin discusiones, sin peleas.

Él era dos años mayor, pero seguía siendo un hombre atractivo. Rocío ya se había acostumbrado a las miradas de otras mujeres. En su juventud, era celosa; con los años, lo asumió con filosofía. “¿Adónde va a ir? Nadie le cocinará como yo”. Y era cierto: cocinaba de maravilla.

Tenían una hija que, tras graduarse, se casó con un militar y se mudó con él.

Los alumnos la respetaban. Rara vez sonreía, siempre seria y tranquila, pero no era dura. En los exámenes, si un estudiante admitía su desconocimiento pero había estudiado, ella le ayudaba, incluso le sacaba un suficiente. Pero a los que copiaban los expulsaba sin piedad.

No tenía amistades en la facultad, ni participaba en cotilleos.

Un día, en la cafetería, oyó a dos alumnas de primer curso hablar de ella. No la vieron.

“¿Qué te parece la de química? Una solterona. Si no fuera por el anillo, juraría que nunca ha tenido pareja”.

“Pues tiene marido, y bastante guapo, por cierto. Y una hija, ya casada”.

“¿Y qué le ve, si es guapo? ¿Cómo lo sabes?”.

“Vivimos en el mismo barrio. A mí me parece normal”.

“¿Normal? Viste como un hombre. Apuesto a que ni siquiera tiene pecho”.

Rocío terminó su comida, se levantó y las miró fijamente.

“Perdone”, murmuraron, ruborizadas.

*Solterona. ¿Así es como me ven?* En el despacho, se miró al espejo. *¿Qué encontró Fernando en mí?* Sonó el timbre y volvió a clase.

En casa, empezó a preparar la cena: un estofado al horno. Cuando todo estuvo listo, miró por la ventana. Fernando siempre aparcaba bajo su ventana, pero el coche no estaba. De pronto, oyó la cerradura de la puerta.

Rocío salió al recibidor.

“¿No has venido en coche? ¿Se ha estropeado?”.

“No, lo he dejado en otro sitio”.

No preguntó por qué. Volvió a la cocina a sacar el estofado. Fernando entró detrás y se sentó.

“Rocío, siéntate, por favor”.

Ella dejó el guante de cocina y se sentó frente a él, cruzando los dedos sobre la mesa. Algo pasaba. Él evitaba su mirada.

“Verás… Estoy enamorado de otra mujer. Me voy con ella”. Se secó el sudor de la frente.

Rocío apretó los dedos hasta hacerse daño.

“Lo siento. Iré a recoger mis cosas”. Se levantó y salió de la cocina.

Ella se quedó sentada. *Ve, detenlo, habla…*, le decía una voz interior. Pero no se movió. Oyó abrirse el armario, el crujir de perchas vacías, el cierre de la maleta. Un silencio. Luego, el sonido de las ruedas sobre el parqué.

Fernando tardó una eternidad en ponerse el abrigo y los zapatos. *Entrará y dirá que ha cambiado de idea, que solo me quiere a mí…*. Pero la puerta se cerró tras él.

Rocío siguió sentada, mirando al vacío. Luego, enterró el rostro en las manos y lloró.

*Por eso no aparcó aquí. Para que los vecinos no lo vieran. ¿O estaba ella en el coche?* Se levantó y se refrescó la cara. *El estofado…*.

Su primer impulso fue tirarlo a la basura. Pero pensó en los ancianos del piso de arriba y decidió llevárselo. Lo envolvió en papel de aluminio y llamó a su puerta.

Una mujer joven abrió.

“Hola. ¿Los Martínez…?”.

“Ah, no. Se mudaron. Nosotros acabamos de comprar el piso…”.

“Esto es para ustedes. Feliz estreno”. Intentó sonreír, pero sus músculos no respondieron.

Esa noche no durmió. Lloró, vagó por la casa y mantuvo un diálogo interminable con Fernando en su mente: *¿Por qué ahora? ¿Y yo qué hago?*

A la mañana siguiente, se levantó antes del despertador. Tomó café y fue a trabajar. Por primera vez en años, no cocinó. Encendió la televisión y miró sin ver.

Un timbre la sobresaltó. *¿Fernando? Tiene llave… ¿Y si no abro? Pero la luz está encendida…*.

Era la vecina, Sonia, con un trozo de tarta.

“Ayer nos regaló ese estofado tan bueno… Quise devolverle el gesto”.

Rocío la invitó a pasar.

“¿Vive sola? ¿Su marido no ha vuelto del trabajo?”.

Ella encogió los hombros.

“Mi Iván y yo llevamos dos meses casados. Tengo treinta y seis y es mi primer matrimonio. Casi me quedo sola…”.

Rocío la miró con desconfianza.

“¿Piensa que le arrebaté a mi marido? No, su esposa lo dejó hace años. Él lo pasó muy mal, hasta bebía…”.

“La tarta tiene demasiado azúcar”, dijo Rocío.

“¿Me enseñaría a cocinar? Yo soy peluquera, podría cortarle el pelo… Le iría genial un estilo corto”.

“No quiero teñírmelo ni cortármelo”.

Sonia insistió. Pero días después, Rocío cambió de opinión.

En la peluquería improvisada en su recibidor, Sonia cortó su larga coleta de un tijeretazo.

“No se preocupe. Su pelo es fino y canoso. No lo va a echar de menos”.

Bebieron té con la tarta que Rocío había horneado. Después, cerró los ojos mientras Sonia trabajaba. *¿Y si me hubiera cambiado antes? Quizá Fernando no se habría ido… Pero no fue por el pelo… Simplemente, envejecí*.

“Puede abrir los ojos”.

Rocío no se reconocíaRocío miró su reflejo, sonrió por primera vez en años, y supo que, con o sin Fernando, su vida ya no sería la misma.

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