La Misteriosa Pintura
Lucía iba sentada en el asiento trasero del coche, mirando por la ventana. Estaba emocionada, como si fuera Navidad o su cumpleaños, pero su cumpleaños era en diciembre y ahora era julio.
Al volante iba un hombre grande y serio. Lucía solo veía su nuca afeitada, que se fundía en un cuello grueso. Le daba mala espina. El conductor no movía la cabeza, como si el cuello no se lo permitiera. Lucía pensó que era un robot, incluso se inclinó para verle la cara.
—¡Siéntate! —le espetó el conductor sin volverse.
Lucía se dejó caer en el asiento y siguió mirando el paisaje: campos, bosques y pueblos que pasaban como ráfagas. Adelantaron a dos ciclistas, un hombre y un chaval, que la miraron a través del cristal. La emoción volvió. Iba por primera vez a otro pueblo, a casa de sus abuelos, a quienes nunca había visto.
—¿Falta mucho? —preguntó.
—No —contestó su madre desde el asiento delantero.
—¿Y por qué nunca habíamos ido antes?
Su madre murmuró algo ininteligible.
—¿Hay un río allí?
—Sí, hay de todo. Ya calla, que lo verás cuando lleguemos. —En su voz se notaba el mal humor.
Lucía calló. Últimamente, su madre estaba irritable. Todo comenzó cuando su padre se marchó, recogió sus cosas y se fue sin más.
«Ojalá lleguemos pronto —pensó Lucía—. Seguro que es vacaciones, por eso mamá ha traído tantas cosas, hasta mis juguetes. Y la mochila del cole… ¿Para qué la mochila en vacaciones?». Tenía mil preguntas, pero no se atrevió a hacerlas.
Se recostó y empezó a canturrear, probando notas sueltas.
—¡Deja de gemir! Ya estoy harta —la regañó su madre. Lucía se calló, enfurruñada.
Por fin entraron al pueblo. Lucía se pegó a la ventana. El coche se detuvo frente a una casa de ladrillo de dos plantas.
—Llegamos. Hogar, dulce hogar —dijo su madre al abrir la puerta, pero sin alegría.
La casa era vieja y gris, con dos portales. No había patio ni columpios de plástico como en su barrio, solo dos bancos frente a las puertas.
El conductor sacó las maletas del maletero y también miró la casa. Su madre le pidió que esperara, agarró las bolsas y caminó hacia el portal. Lucía fue detrás. La puerta era de madera, pintada de marrón descascarillado, no de metal con cerradura electrónica.
—Abre —dijo su madre, molesta.
Lucía se adelantó y abrió la chirriante puerta. Subieron al segundo piso. Su madre dejó la maleta en el suelo de cemento para tocar el timbre, pero la puerta se abrió sola. Apareció una mujer alta y seria, que las miró sin decir nada.
Su madre entró con la maleta. Lucía, pegada a ella, entendió de golpe: era su abuela.
—¿Qué haces ahí plantada? Pasa —dijo la abuela sin calidez.
Lucía no se movió. De la habitación salió un hombre alto y canoso.
—Este es tu abuelo Francisco —dijo su madre—. Aquí están sus cosas, los juguetes, el calzado… —enumeró en voz baja.
—Ya veremos —contestó secamente la abuela—. ¿No te quedas ni a tomar un té?
—No, el taxi me espera.
Entonces Lucía lo entendió: su madre la dejaba allí. La abrazó con fuerza, suplicando:
—¡Mamá, no te vayas! ¡No me dejes aquí! Llévame contigo…
—¿No se lo dijiste? —reprochó la abuela.
Su madre no respondió. Intentó soltarse, pero Lucía no cedía.
—Vendré a buscarte. Quédate con tus abuelos. ¡Basta ya! —gritó, separándola con fuerza.
La abuela la sujetó contra su vientre. Lucía se retorció como una anguila.
—¡Vete! —le espetó la abuela a su madre, que salió rápidamente.
—¡Mamá, suéltame! —gritó Lucía, pero ya era tarde.
—Lucía —la llamó su abuelo con calma.
Era alto y firme. Lucía, temerosa, lo miró. Él sonrió con ojos bondadosos.
—Ven —dijo, tomándola de la mano hacia la habitación.
Había muebles viejos, un sofá, un piano junto a la pared. Todo era acogedor y silencioso, solo se oía el tictac del reloj. Luego tomaron té con tortitas, las más ricas que Lucía había probado. Después salieron a la calle, donde jugaban dos niñas. La abuela la dejó con ellas y se fue.
—¿Te vas a quedar a vivir aquí? —preguntó una.
—No, mi mamá volverá a buscarme —dijo Lucía, pero los ojos le escocieron traicioneros.
Llegó septiembre y su madre no apareció. Lucía empezó el colegio con aquellas niñas, en 2º B. La vida con sus abuelos era tranquila, sin gritos, nada que ver con sus padres.
Antes de irse, sus padres solo se gritaban. Luego su padre se marchó. Su madre salía por las noches, y Lucía temía que no volviera. Se quedaba mirando por la ventana hasta que un taxi la traía. Entonces corría a la cama, tapándose con la emoción de que su madre había regresado.
Extrañó a su madre mucho tiempo, hasta que dejó de hacerlo. La abuela solo comentó una vez que “arreglaba su vida”. Lucía creció sin preocupaciones. En octavo, su abuela enfermó y murió. Fue la primera vez que vio llorar a un hombre adulto.
Se quedó solo con su abuelo. La abuela le había enseñado mucho: freír patatas, hacer tortitas, dónde comprar barato. Al terminar el instituto, Lucía entró en un ciclo formativo. No podía irse a estudiar lejos; no iba a dejar solo a su abuelo.
Un día, él la llevó frente a un cuadro en la pared. Era extraño, con figuras geométricas y una silueta humana difusa. No encajaba con el papel pintado de flores.
—Esto es tu dote —dijo el abuelo.
—¿Este cuadro? —preguntó Lucía, sorprendida.
—No, debajo hay una icono. Auténtico, bendito. Vale mucho. Eres una novia rica —bromeó—. Guárdalo por si acaso. Si me pasa algo, podrás venderlo. Pero solo a quien te diga. —Le dio un papel con una dirección—. No se lo digas a nadie.
Lucía asintió, sin entender mucho. Con el tiempo, olvidó aquella conversación.
En segundo curso, su madre apareció sin avisar. Lucía la reconoció al abrir la puerta. Estaba avejentada, desaliñada, con huecos en la dentadura.
—¿Se puede pasar? —dijo, con ese tono irritado de siempre.
—¿Apareces? —intervino el abuelo—. Podrías haber llamado. ¿Otro amante te echó?
—¿Y mamá? —preguntó su madre, dejando caer una bolsa gastada.
—La recuerdas ahora. Murió hace cinco años. No sabíamos dónde avisarte. ¿Para qué viniste?
—Por nostalgia. Aquí todo sigue igual —dijo, mirando el cuadro—. Hasta este adefesio. Siempre quise tirarlo.
—No es tuyo —replicó el abuelo, tajante.
Su madre intentó conectar con Lucía, incluso la abrazó, pero ella no sintió nada. El abuelo, alterado, tuvo unLucía cerró los ojos, respiró hondo, y al abrirlos, supo que el pasado ya no podía hacerle más daño.