**Diario de un hombre**
Hace un año, mientras volvía del trabajo, la vi. Mientras buscaba una calle, mientras daba la vuelta, ella ya había desaparecido. Desde entonces, cada vez que me embargaban la tristeza y los recuerdos, venía hasta aquí, me sentaba en el coche y esperaba volver a verla. Imaginaba cómo saldría del auto y le diría: «¡Hola! ¡Qué casualidad encontrarte aquí!»
Estudiamos juntos en la misma clase. Una chica normal, nada especial, excepto que era la mejor de la clase. Yo no le prestaba atención. En aquel entonces, ninguna chica me interesaba. Pasamos tantos años juntos, creciendo, madurando, que todas las compañeras se volvieron casi familia. ¿Cómo podrías enamorarte, digamos, de una hermana? Imposible. Estaban ahí y punto. Con los chicos había amistad, pero eso era diferente. Claro, con algunas hablaba más, con otras menos. A ella ni la notaba.
Se acercaban los exámenes finales. Y si antes las calificaciones me daban igual, ahora empezaban a preocuparme. Mi madre soñaba con que, después del instituto, entraría en la facultad de Derecho, me graduaría y sería abogado, como mi padre, que murió de un infarto dos años atrás.
Yo no quería ser abogado. Quería dedicarme a la programación, a las tecnologías de la información, a la inteligencia artificial. Y para entrar en la universidad y trabajar, necesitaba matemáticas.
Estudiar se había vuelto un suplicio. Pero la universidad no era el instituto. Entiendes para qué estudias, no solo recibes conocimientos por cultura general. Y muchos de ellos no sirven para nada en la vida.
Don Javier, el profesor de matemáticas, nos recordó al empezar la clase que ese día haríamos un examen.
—La nota que obtengan hoy será la del trimestre. Los exámenes están cerca, acostúmbrense. Y no importa qué notas hayan tenido antes.
Los que estudiaban bien se tensaron; los que iban mal en matemáticas se alegraron, porque tenían una oportunidad, aunque débil, de sacar buena nota.
Los ejercicios los resolví rápido, pero me atoré en el problema. El tiempo corría y no sacaba nada. Me puse nervioso y pensé en copiarme. Delante tenía a «Gordito» Martínez. Difícil que me ayudara, pero igual le golpeé la espalda con el bolígrafo. Ni se giró.
Detrás de mí estaba la empollona Lucía Márquez. De ella no esperaba ayuda. Nunca daba pistas ni ayudaba.
A mi lado estaba mi amigo Manu. Tampoco era un genio de las mates. Intenté pasarle mi hoja, pero me apartó la mano, como diciendo: «No molestes, no me da tiempo».
En la fila de al lado estaba Susana, que tenía el mismo examen. A ella no le preguntaría. Estaba enamorada de mí y luego no me dejaría en paz.
Don Javier pasó entre las filas, con las manos a la espalda. Alto y delgado, con un traje gris, se inclinaba sobre los pupitres como una garza. Se detuvo junto a Martínez, miró su hoja, movió la cabeza y siguió.
Quedaba poco tiempo. De pronto, noté un golpecito en la espalda.
Me giré y me encontré con la mirada de Lucía. «Dámelo», dijo sin voz. Le pasé la hoja con el problema sin resolver y esperé. Don Javier ya volvía. El sudor me empapaba. ¿Por qué se demoraba tanto?
—Martín, fíjate bien. Encuentra el error y corrígelo. Aún hay tiempo —Don Javier se detuvo junto al pupitre de Pablo Martín y señaló su hoja con un dedo largo.
En ese momento, una hoja cayó sobre mi hombro. La agarré y devoré con la vista las líneas escritas a lápiz. Abajo estaba la solución. La copié rápidamente y borré los restos de grafito. La sombra del profesor cubrió mi mesa. El corazón se me hundió. ¿Lo habría visto? Pero entonces sonó el timbre.
—Terminamos. Dejen los exámenes sobre mi mesa —ordenó Don Javier.
Casi aliviado, dejé mi hoja con las demás y salí al pasillo.
—Muchas gracias. Me has salvado —le dije a Lucía Márquez cuando salió del aula.
—Bah. Teníamos el mismo examen, no me costó nada.
Jamás hubiera esperado que la callada empollona Lucía me ayudara sin que se lo pidiera. Nunca lo hacía, pero esta vez… Susana pasó a mi lado y me fulminó con la mirada. Me daba igual.
Después de clase, esperé a Lucía a la salida.
—Lucía, ¿cómo supiste que no había resuelto el problema? —Caminé junto a ella.
—Te movías y estabas nervioso, me di cuenta.
—Tenía miedo de sacar un suficiente.
—¿Vas a estudiar Derecho? —preguntó.
—¿Cómo lo sabes? No. Mi madre lo quiere, claro. Pero yo quiero ser programador. Es el futuro.
—Nuestras madres trabajan juntas. ¿No lo sabías?
—No, la mía no me dijo…
Caminamos, intercambiando frases sin importancia.
—Susana viene detrás. Puedo sentir su mirada en la nuca. Está celosa. Está enamorada de ti —dijo Lucía de pronto.
—Lo sé. Es insoportable. No me deja en paz. ¿Y tú qué vas a estudiar? —pregunté, acostumbrado ya a que Susana estuviera siempre cerca.
—Medicina.
—Vaya. ¿Salvar vidas?
—De niños. Quiero ser pediatra —respondió con sencillez.
Me sorprendió. Jamás hubiera imaginado que la seria y callada Lucía Márquez quisiera ser pediatra. ¿Qué sabía yo de ella? Ahí estaba su casa. Pronto se iría, y Susana se me acercaría.
—Oye, explícame el problema. Por si cae uno parecido en los exámenes, que no podrás ayudarme entonces —dije, improvisando.
—Ahora mismo. —Dejó la mochila en un banco cerca del portal, sacó una libreta y un lápiz y me explicó la solución.
Nos inclinamos sobre el cuaderno, casi rozando las cabezas. Susurraba, pero yo sentía el aliento de Susana cerca de mi oreja. Quise apartarme, pero entonces un mechón del pelo de Lucía, que se había escapado de su gorro de lana, rozó mi mejilla. La piel me ardía, me faltó el aire y un dolor agudo me recorrió el estómago. Quise acercarme más.
—¿Lo has entendido? —preguntó, alzando la vista. Entre sus pestañas espesas, los ojos negros brillaban con motas doradas. Sus labios carnosos seguían hablando, pero yo estaba sordo, solo la miraba como si fuera la primera vez.
—¿Lo entiendes o no? —repitió, seria.
Me quedé en blanco. Me había perdido mirándola.
—No —admití—. Escucha, ¿quieres ir al cine?
—Tú mismo me has pedido que te explique el problema. Aquí estoy, y tú… —dijo enfadada, guardando la libreta—.
Antes de que pudiera reaccionar, había desaparecido tras la puerta del portal.
—Yo sí quiero ir al cine —dijo Susana, como burlándose. Había olvidado que estaba ahí.
Siguió hablando, pero yo seguía aturdido, recordando aquellos ojos dorados y aquellos labios.
—Déjame en paz, pesada —le espeté y me fui. Esta vez, Susana se ofendió y dejó de seguirme.
Al día siguiente, volví a esperar a Lucía a la salida.
—¿Otra explicación? —preguntó con sarcasmo.
—No. Me gustas —solté, ruborizándome. Ni yo mismo me lo esperaba.”Y así, años más tarde, frente a esa misma puerta del portal, con la luz del atardecer pintando de oro sus cabellos, entendí que el destino siempre guarda segundas oportunidades para quienes no dejan de esperar.”