El Saboteador

La Amargada

—Buenas noches, ciudadanos. La vecina de abajo ha presentado una queja por el ruido y los gritos de su piso —dijo el agente en la puerta—. ¿Puedo pasar?

—Claro —respondió Vicky con voz temblorosa—, pase, solo déjeme calmar al niño.

En realidad, Vicky no temblaba por la visita del policía, sino porque su marido la había vuelto a pegar. Esta vez porque había tirado toda la ginebra al váter. Mateo, al descubrirlo, explotó de furia:

—¡Soy un hombre y tengo derecho a relajarme después del trabajo! ¡Tú en casa, en tu baja maternal, descansando, mientras yo me parto el lomo en la obra! ¡Ve a comprarme otra botella!

—No iré —replicó Vicky—. Estás borracho todos los días, el niño ya te tiene miedo. ¡Nico solo tiene un año y ya ha visto demasiado! ¡Basta de beber, Mateo!

Entre los sollozos del pequeño, su madre recibió otra paliza. El escándalo llegó a oídos de la vecina Clotilde García, quien, fiel a su costumbre, hizo lo que siempre hacía en situaciones sospechosas: llamó a la policía.

Clotilde García era todo un personaje. No solo no era querida por los vecinos, sino que la odiaban. A cada uno de ellos, la incansable Clotilde les había puesto alguna queja. No siempre a la policía: también a la administración, la comunidad de vecinos y hasta servicios sociales.

—¿Sabe? Me parece que a Alex, el del quinto, su madre no lo alimenta. ¡Está flaco y va hecho un pordiosero! —llamaba Clotilde a servicios sociales—. Deberían investigar, esa madre siempre tan contenta… Seguro que se mete algo o peor.

La trabajadora social tomó nota y prometió medidas.

La pobre madre de Alex, un niño con tendencia a engordar, se quedó de piedra cuando una comisión entera llamó a su puerta. Resultó que Alex seguía una dieta especial porque, con nueve años, pesaba como un adolescente. La dieta funcionaba, de ahí la alegría de su madre. En cuanto a la ropa, aunque Alex era robusto, era un terremoto y las camisetas y pantalones se le rompían en días.

Pero Clotilde, claro, no lo sabía. Evitaba hablar con los vecinos, incluso los esquivaba.

Los más antiguos del edificio contaban que, hacía mucho, unos ladrones entraron en su piso. Desde entonces, desconfiaba de todos, convencida de que alguien de allí les había dicho que ella y su marido acababan de sacar dinero para comprar un Seat viejo. Su marido había intentado defender sus ahorros y salió malherido de la pelea. Poco después murió, y Clotilde nunca se recuperó.

Los vecinos más jóvenes, la mayoría, no lo sabían.

—¡Recojan los excrementos de su perro! ¡Qué moda más guarra! ¡Limpien o les irá peor! —le gritaba Clotilde a un joven vecino que paseaba a su mastín por la noche.

—Si te preocupa, límpialo tú, bruja decrépita —espetó el chaval.

El perro, enorme, gruñó y tiró de la correa hacia ella. Clotilde retrocedió, herida, y guardó rencor, que se convertiría en venganza.

Esa venganza la encontró el vecino a la mañana siguiente: un regalo de su perro en su puerta, pisado por sus nuevas zapatillas blancas.

—¡Me cago en todo! —gritó, limpiando la obra de su querido animal.

Clotilde tuvo suerte de que el joven no supiera en qué portal vivía. Maldiciendo, tiró las zapatillas al contenedor.

Tras las cortinas blancas, una anciana sonreía, satisfecha. Desde entonces, las aceras de la urbanización estuvieron impecables. La historia corrió rápido entre los dueños de perros…

—¿Qué ha pasado aquí? —El agente recorrió la habitación con la mirada, donde Nico, agarrado a los barrotes de la cuna, seguía llorando.

—Nada —gruñó Mateo—. Estaba viendo el fútbol y me emocioné. ¡No saben marcar, van como tortugas!

Vicky miró a su marido, asustada. Sabía que debía respaldar su mentira o lo pagaría. El policía la observó, intuyendo la verdad, pero sin su denuncia, no podía hacer nada.

—Sí, fue el televisor —mintió Vicky—. Perdone.

El agente suspiró: siempre igual, defendiendo a quienes las maltratan, hasta que ya es tarde.

—Le pongo una advertencia, pero la próxima será multa —dijo—. Y no me pidan perdón a mí, sino a su vecina. Menos mal que está ella, ciudadanos así no abundan. Siempre llama si algo pasa, hasta reconoce nuestras voces.

—Qué suerte —masculló Mateo, disimulando el enfado.

El policía le lanzó una mirada de advertencia, negó con la cabeza hacia Vicky y se marchó.

—La próxima vez te daré tan callado que no podrás chillar —silbó Mateo al cerrarse la puerta.

Vicky, con Nico en brazos, maldijo el día en que aceptó casarse con él.

—No es para ti, Vicky —le decían sus amigas—. Tú eres alegre, y él… sonríe, pero tiene esa mirada. Aléjate.

—No le conocéis como yo —respondía Vicky, soñadora—. Es fuerte y valiente, una vez me defendió en la calle.

Se casó con Mateo, quien pronto mostró su verdadero carácter: celos, peleas, humillaciones en público. Vicky lo confundió con amor. Ahora la celaba hasta de un poste y la hacía sentirse culpable por todo.

—¿Esto es una camisa planchada? ¡No tienes dos dedos de frente! —gritaba Mateo.

—Me esforcé, ni comí. A Nico le están saliendo los dientes, no pude apartarme —se quejó Vicky, esperando comprensión.

Pero Mateo no entendía de eso. Solo de reproches: la sopa muy caliente, las croquetas malas, que era mala madre porque Nico lloraba.

—Lo despertaste tú gritando —se defendía Vicky—. Creo que estoy enferma, debo haberme resfriado.

—No será para tanto —respondía él, indiferente—. Antes parían en el campo y seguían trabajando. Ahora os miman demasiado.

Vicky pensó que su ira venía del cansancio, pero, acumulando humillaciones, entendió que solo era un parásito: ella tenía piso y buen trabajo.

Pero el destino le tendió una mano. Sus compañeras de trabajo fueron a visitarla por el Día de la Mujer. Vicky preparó lo que pudo y las recibió con alegría.

—¡Cuánto me alegro de verlas! —dijo, feliz de reconectar con su vida libre.

—Felicidades. Enséñanos al niño, le trajimos un regalo —dijo Álex, con quien había compartido mil batallas.

Nico, encantado con su peluche y globos, sonreía ante tanto cariño. Por primera vez en un año, Vicky fue feliz.

—No te quedes mucho en casa, vuelve al trabajo. Con Nico puedes llevarlo a la guardería, te ayudamos —dijo su jefa—. Ya no eres la misma. ¿Todo bien en casa?

Vicky sonrió sin contar que su vida era un infierno:

—Os echo de menos. Pensaré lo de la guardería, no nos llega el dinero.

Cuando Mateo llegó, ni saludó. Las compañeras se fueron rápidamente, sin querer problemas.

—No quiero verlas más —bufó Mateo—. Sobre todo a ese lameculos de Álex. ¿Entendido?

—No es nada mío —protestó Vicky.

—¡Claro! ¡Antes de casarnos ya—¡Y ahora se atreve a tocar a mi hijo! —rugió Mateo, arrebatando al pequeño Nico de los brazos de Álex y empujando a Vicky contra la pared, mientras Clotilde, desde su ventana, marcaba con dedo tembloroso el número de emergencias, sabiendo que esta vez su chivatazo salvaría, no arruinaría, una vida.

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El Saboteador