—¡Apaguen ese maldito trasto! ¡No puedo dormir por culpa de ustedes! —gritó una voz al otro lado de la puerta.
Alguien empezó a golpear y a tocar el timbre sin cesar. Lucía se sobresaltó y dejó caer el mando. Alejandro se removió, molesto.
La luz tenue de la lámpara de noche apenas iluminaba la habitación. Fuera, el calor pegajoso del verano lo envolvía todo. Lucía se echó una bata por los hombros y se acercó a la puerta con cautela.
Afuera había una mujer de unos setenta años, labios finos y mirada reprobatoria. Vestía un sencillo vestido de algodón y sujetaba un teléfono con gesto indignado.
—Disculpe, pero… ¿quién es? —preguntó Lucía sin abrir del todo, sintiendo un leve temblor en las manos.
—¡Soy Carmen Martínez! ¡Vivo justo debajo de ustedes! ¡Esa máquina infernal que tienen encima de mi ventana no me deja pegar ojo! ¡Apáguenla ahora mismo o llamaré a la policía! ¡Están haciendo ruido fuera de hora!
Lucía intentó responder, pero Carmen no daba tregua.
—¡No tienen vergüenza! ¡Todo el edificio sufre por su culpa!
—No es tan ruidoso… —intentó decir Lucía con cuidado—. Lo probamos con la ventana abierta y apenas se oía.
—¡A ti “no es tan ruidoso”, pero a mí me está destrozando el corazón ese trasto!
—Vale, lo apagaremos —cedió Lucía, resignada—. No sabíamos que molestaba…
—Pues ahora lo saben —sentenció Carmen.
Se escucharon sus pasos alejándose.
Lucía regresó al dormitorio y apagó el aire acondicionado. Abrió las ventanas y el balcón, pero nada aliviaba el bochorno. Alejandro se dio vueltas un rato, luego se fue a duchar, y ella se quedó mirando al techo, atrapada en el calor.
No era así como imaginaban su primer verano en su propio piso…
…Lo habían comprado apenas unos meses atrás. El verano anterior, en un alquiler, lo recordaban como una pesadilla: baldes con agua fría, corrientes de aire, un ventilador que solo movía el calor en círculos. La hipoteca les daba vértigo, pero al menos pensaban que nadie les diría cómo vivir.
Resultó que sí había alguien.
A la mañana siguiente, Lucía se cruzó con otra vecina, Marta, en el ascensor. Ya se conocían; incluso le habían ayudado a arreglar un grifo.
—Oye, Marta —Lucía se apoyó en la pared—, anoche encendimos el aire y nos vinieron a quejar. ¿De verdad hace tanto ruido?
Marta arqueó las cejas.
—Déjame adivinar. ¿Carmen Martínez?
Lucía asintió.
—Bueno… Ella se queja de todo. Del televisor, de que mi hijo se ríe fuerte, incluso dijo una vez que nuestro gato saltaba demasiado alto. Pero ya estamos acostumbrados. Llama un par de veces al mes. Llevable.
Lucía no pudo evitar una sonrisa.
—¿El gato? ¿En serio?
—Sí —confirmó Marta—. Ahora no ponemos la tele, vemos todo con auriculares. Con el niño y el gato es más complicado, ya me entiendes.
Más tarde, Lucía vio a Jorge en el rellano. Tenía el mismo modelo de aire acondicionado, colocado justo bajo la ventana de la vecina quisquillosa.
—Jorge, ¿a ti no te dice nada?
—Nada. Y el mío es bastante ruidoso. Un técnico me dijo que está mal instalado, por eso vibra. Pero parece que le caigo bien —dijo con media sonrisa.
—¿Alguien se ha quejado de nosotros?
—Ni una palabra. Son ustedes silenciosos. Ni niños, ni taladros, ni siquiera perro.
Las respuestas no la tranquilizaron. Encendió el aire de nuevo y escuchó desde la calle. Apenas se oía.
¿Entonces? ¿No era cuestión de decibelios? Empezaba a pensar que Carmen les tenía manía, que todo lo de ellos le irritaba. O quizás no soportaba ver felices a los demás. Gente así existía.
Desde aquella noche en que Carmen apareció en su puerta, comenzó su infierno particular. Cada tarde ajustaban el aire para que el frío durase hasta tarde. Ponían la alarma a las 22:59. Si se retrasaban unos minutos, Carmen golpeaba los ventiladores y gritaba. A los cinco minutos, llamaba a la puerta.
Para sobrevivir al calor, colocaban un ventilador frente a la ventana. Hacía más ruido que el aire, pero, por alguna razón, a Carmen no le molestaba.
Llamaron incluso a un técnico, cumplidores como eran. Este revisó la unidad externa y ajustó unas piezas.
—He ajustado los soportes y añadido aislantes. Pero ya era bastante silencioso. Ahora apenas se nota. Hacerlo más callado sería difícil, y no hace falta —concluyó.
Lucía sonrió, aliviada. Esperaba que por fin pudieran dormir.
Pero dos días después, a las 23:03, sonó el teléfono.
—¿Otra vez con el aire? —preguntó Carmen, ofendida—. ¡Tiemblan las paredes! ¡Me sube la tensión!
—Vinieron los técnicos. Dijeron que no hace ruido. Hicimos todo lo posible…
—¡El técnico no lo escucha de noche! ¡Apáguenlo ahora o llamaré a la policía!
Alejandro suspiró y lo apagó. Durmieron otra vez con el ventilador.
Poco a poco, Lucía notó que Carmen tampoco era un dechado de silencio. A veces hablaba por teléfono tan alto que se escuchaba en todo el edificio. Incluso de madrugada. Su voz se convertía en chillidos.
—¡Y tú te llamas hija! ¡Solo me buscas para que te mande dinero! —aullaba Carmen—. ¡Todos me han abandonado! ¡Todos!
Lucía intentaba ignorarlo, pero los gritos eran imposibles de evitar. Tras esos arrebatos, se sentía más inquieta, como arrastrada a un drama ajeno.
Una noche, bajo la sábana ligera, escuchando el zumbido del ventilador, recordó cómo antes se dormía con el ruido de taladros o música. No muy alta, pero presente.
Nunca se habían quejado de los vecinos. Sabían que no vivían en una casa aislada. En un bloque de pisos, había que convivir. Todos molestaban un poco, pero se toleraba.
Todos menos Carmen.
El final de agosto fue sofocante. Cuando los padres de Lucía les invitaron a la casa rural, no lo dudaron. Allí hacía fresco. Sí, sudarían bajo el sol en el huerto, pero al menos no pensarían en la vecina.
Prepararon las maletas en una hora, apagaron el aire y desenchufaron todo. La velada fue perfecta. Cena en el porche, mazorcas asadas y risas. Solo discutieron por el menú del día siguiente: ¿chuletas o pescado a la parrilla?
Parecía un escape al paraíso. Pero duró poco.
A la 01:30, el móvil de Alejandro vibró. Lo cogió, medio dormido. Al principio pensó que era la alarma, pero reconoció el nombre en pantalla. Maldijo en voz baja.
—¿Otra vez ella? —susurró Lucía, agotada.
—Adivina.
—Dios mío, ¿qué quiere ahora…?
Lucía se incorporó. El sueño se esfumó. ¿Se habría roto una tubería? ¿O alguien había entrado en su piso?
Alejandro contestó, poniendo el altavoz, listo para el conflicto.
—¿Diga?
—¡¿Se están burlando de mí?! —chilló Carmen, voz quebrada—. ¡Otra—¡Otra vez con ese maldito ruido! ¡No he podido dormir en toda la noche! —gritó Carmen, pero Alejandro solo respiró hondo antes de responder con calma—: Señora Martínez, estamos a cincuenta kilómetros de la ciudad, y el aire acondicionado lo dejamos apagado… así que el ruido que escucha solo puede estar en su cabeza.