**Diario de Lucía**
Hoy viajo en coche, sentada en el asiento trasero, mirando por la ventana. Siento una emoción extraña, como la que se siente antes de Navidad o de un cumpleaño. Pero mi cumpleaños es en diciembre, y ahora estamos en julio.
Al volante hay un hombre corpulento, de aspecto severo. Solo veo su nuca rapada, gruesa y desagradable. No gira la cabeza, como si estuviera atrapado en su propio cuerpo. Me pregunto si será un autómata. Me inclino un poco, intentando ver su rostro.
—¡Siéntate!— gruñe sin mirarme.
Vuelvo a mi sitio y me refugio en la ventanilla. Campos, bosques y pueblos pasan fugaces. Adelantamos a dos ciclistas, un hombre y un chico, que miran hacia mí a través del cristal. El ánimo me sube. Es la primera vez que viajo a otra ciudad, a casa de unos abuelos que nunca conocí.
—¿Falta mucho?— pregunto.
—No— responde mamá desde el asiento delantero.
—¿Por qué nunca vinimos antes?
Mamá murmura algo ininteligible.
—¿Hay un río allí?
—Sí, hay de todo. Basta de preguntas. Ya verás cuando lleguemos.— Su voz se carga de irritación.
Me callo. Desde que papá se fue, mamá estalla por cualquier cosa. Empacó sus maletas y desapareció.
«Ojalá lleguemos pronto— pienso—. Seguro que son vacaciones, con tantas cosas que trajo, hasta mis juguetes… ¿Y la mochila del colegio? ¿Para qué la necesito en verano?» Muchas dudas, pero no me atrevo a preguntar más.
Me reclino y empiezo a tararear.
—¡Deja de gemir! Ya es suficiente— gruñe mamá. Me encojo, apretando los labios.
Finalmente, entramos en la ciudad. Me pego a la ventana. El coche se detiene frente a una casa de ladrillo de dos pisos.
—Llegamos. Hogar, dulce hogar— dice mamá al salir, pero suena más a resignación que a alegría.
La casa es vieja, gris, con dos portales. Nada de parques infantiles ni columpios de plástico, solo dos bancos desgastados.
El conductor descarga las maletas y también observa la fachada. Mamá le pide que espere, toma las bolsas y avanza hacia la entrada. Yo la sigo. La puerta es de madera, pintada de marrón descascarado, sin cerraduras electrónicas.
—Abre— ordena mamá, impaciente.
Me adelanto y empujo la puerta chirriante. Subimos al segundo piso. Mamá deja la maleta en el suelo para tocar el timbre, pero la puerta se abre sola. Aparece una mujer alta, de mirada fría. Nos observa en silencio.
Mamá entra, y yo me aferro a su falda. Ya lo sé: es la abuela.
—Pasa a la habitación— dice ella, sin calidez.
No me muevo. De pronto, un hombre canoso aparece.
—Este es tu abuelo Felipe— susurra mamá—. Aquí están tus cosas, los juguetes, el calzado…
—Ya lo arreglaremos— corta la abuela—. ¿No tomarás ni un té?
—No, el taxi espera— responde mamá.
Entonces lo entiendo: me dejará aquí. La abrazo con fuerza, suplicando:
—¡Mamá, no te vayas! ¡No me dejes aquí!
—¿No se lo dijiste?— reprocha la abuela.
Mamá no contesta. Intenta soltarme, pero me aferro como una garrapata.
—Vendré a buscarte más tarde. Quédate con tus abuelos. ¡Basta!— me empuja con brusquedad.
La abuela me atrapa contra su vientre. Forcejeo, pero es inútil.
—Vete— le dice a mamá, y esta desaparece tras la puerta.
—¡Mamá!— grito, pero ya es tarde.
El abuelo Felipe me toma de la mano.
—Ven— dice con calma, llevándome adentro.
La habitación es acogedora: muebles antiguos, un piano, el tictac de un reloj. Comemos tortitas con chocolate, las más ricas que probé en mi vida. Luego salgo a jugar con dos niñas del portal.
—¿Te quedarás a vivir aquí?— pregunta una.
—No, mi mamá volverá por mí— afirmo, pero los ojos me arden.
Septiembre llega, y mamá no aparece. Empiezo el colegio con esas niñas. La vida con los abuelos es tranquila, sin gritos ni peleas, como antes.
A veces extraño a mamá, pero con el tiempo dejo de esperarla. La abuela solo dice una vez: «Está buscando su felicidad». Crezco sin preocupaciones. En octavo, la abuela enferma y muere. Es la primera vez que veo llorar a un hombre adulto.
Quedamos solos, el abuelo y yo. Aprendí de ella: cocinar, ahorrar, sobrevivir. Termino el instituto, estudio un ciclo formativo. No me voy de la ciudad; no puedo dejar al abuelo.
Un día, él me señala un cuadro en la pared. Feo, confuso: figuras geométricas y un contorno humano. Nunca pregunté por qué estaba ahí.
—Es tu herencia— dice.
—¿Este cuadro?— pregunto sorprendida.
—No. Debajo hay unaPero debajo hay algo más valioso, una reliquia de familia que guarda nuestro pasado y tu futuro, y mientras el abuelo me explica su historia, comprendo que algunas pérdidas se convierten en silencios que al final nos sostienen.