Una hija para mí

Hija para sí

Carmen entró en el piso y escuchó. Rápidamente se quitó el abrigo y los zapatos, y fue directa a la habitación de su madre.

Ella estaba tumbada sobre la cama, encima de la colcha. Los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre el pecho.

—¡Mamá! —gritó Carmen, asustada.

—¿Por qué gritas? —La madre abrió lentamente los ojos.

—Me asustaste. Estabas ahí como… —Carmen se mordió la lengua.

—Solo esperas mi muerte. No te preocupes, ya falta poco —refunfuñó la mujer, molesta—. ¿Por qué llegas tan tarde?

—Mamá, ¿por qué dices eso? De verdad me asusté. Fui al supermercado después del trabajo. Solo me retrasé quince minutos —se justificó Carmen—. ¿Necesitas algo? Voy a preparar la cena.

Su madre siempre había estado enferma, desde que Carmen tenía memoria. Iba al ambulatorio como quien va a trabajar. Llegaba a casa y se quejaba de que los médicos eran unos inútiles, que malgastaban el sueldo que les pagaban. No sabían curar ni diagnosticar.

Carmen había nacido tarde, cuando su madre tenía cuarenta años. «Para mí», como se suele decir. No tenía padre. Su madre cortaba cualquier conversación sobre él. Cuando Carmen creció, revisó los dos álbumes de fotos que había en casa, pero no encontró ni una sola imagen de hombres.

—Los quemé todos. ¿Para qué guardar fotos de un traidor? —respondió su madre cuando Carmen preguntó—. Tú, hija, no confíes en los hombres. Aléjate de ellos.

No la dejaba ir de excursión con el colegio si duraba más de un día.

—No tenemos dinero para eso. Ya viajarás cuando seas mayor. Y si me pongo mala, ¿qué haré sin ti aquí? Moriré y te quedarás sola en el mundo —decía su madre.

Al menor contratiempo, su madre se agarraba el pecho. Carmen siempre se asustaba, tanto de sus ataques como de sus conversaciones sobre la muerte, y corría a por las pastillas. Sabía de memoria dónde estaban, cuáles eran para el corazón y cuáles para los nervios. Por eso, desde pequeña, soñaba con ser médico y curar a su madre.

Pero en su ciudad no había facultad de medicina. Irse a estudiar a otra parte estaba fuera de discusión. ¿Quién cuidaría de su madre? Vivían con lo justo, y ahora que su madre estaba jubilada, apenas llegaban a fin de mes. Así que, al terminar el instituto, Carmen empezó a trabajar.

Cerca de casa había un pequeño despacho notarial. No había ningún anuncio en la puerta, pero Carmen entró por si acaso, a preguntar si necesitaban a alguien. Resultó que llegaba en el momento perfecto.

En el despacho trabajaban pocas personas. En recepción había una chica embarazada que atendía llamadas, organizaba las citas y hacía recados. Al final del día también limpiaba la oficina y sacaba la basura.

Llevaba meses pidiéndole a la jefa que contratasen a una limpiadora, pero esta lo retrasaba. «Cuando se vaya de baja, buscaremos un reemplazo. ¿Para qué contratar a otra persona?». Carmen apareció como caída del cielo. Modesta y educada, inspiraba confianza y la contrataron.

A veces tenía que fregar el suelo durante el día si llovía y los clientes lo ensuciaban. El resto del tiempo, ayudaba en pequeñas tareas: ordenar documentos, hacer fotocopias, acompañar a los clientes. La secretaria le enseñó a usar el ordenador.

Cuando la chica se fue de baja, no buscaron sustituto. Carmen, que ya se había hecho con el trabajo, asumió sus funciones. Ahora cobraba el doble y estaba encantada.

En el instituto, a Carmen le gustaba un chico que vivía cerca. Iban juntos a casa, y una vez la invitó al cine. Fue entonces cuando su madre le advirtió que desconfiara. «Todos los hombres buscan lo mismo. Te usarán y luego desaparecerán. Y acabarás criando a un hijo sola, como yo».

—¿Papá también te engañó? ¿Por eso quemaste sus fotos? —preguntó Carmen, entendiendo de pronto.

Su madre se turbó, pero se recuperó rápido.

—No, con tu padre fue distinto. Nos queríamos, nos casamos, y luego naciste tú. Pero aun así me abandonó por otra más joven. Todos los hombres son infieles. No confíes en ninguno —repitió.

Lo de haber tenido una hija sin marido, claro está, no lo mencionó.

El chico del instituto se fue a la universidad. Ahora se veían poco. Un día, Carmen lo vio con otra chica. Él apartó la mirada y fingió no conocerla. «Todos son traidores», recordó las palabras de su madre.

Algunos clientes jóvenes del despacho coqueteaban con Carmen, pero ella rechazaba a todos. Además, su madre seguía enferma, reclamando atención. Una subida de tensión, un dolor de espalda, las articulaciones… Últimamente, el corazón le daba más problemas. Después del trabajo, Carmen corría a casa.

Si algún pretendiente aparecía, su madre llamaba diciendo que se encontraba mal. Como si lo adivinara. Carmen volaba a casa, llamaba a la ambulancia. Nunca era grave: el médico le ponía una inyección y se iba, y Carmen, aliviada, volvía al trabajo. Pero el pretendiente, para entonces, ya había desaparecido.

Así pasó la juventud, mientras su madre seguía viva, cada vez más «enferma», sin salir de la cama ni de casa. Los hombres dejaron de fijarse en Carmen. Iba siempre sencilla, el pelo recogido, sin maquillaje. Entre las clientas y compañeras cuidadas, pasaba desapercibida.

La última vez que llamó a la ambulancia, la doctora le tomó la tensión a su madre, la auscultó y luego apartó a Carmen.

—No es mi lugar, pero tu madre te manipula. No tiene nada grave. Los dolores de huesos son normales a su edad, y su tensión es perfecta. Debes ser firme y vivir tu vida.

—¿Cómo se atreve a decir eso? —se queCarmen tomó la mano de su hija pequeña, miró por última vez la casa vacía y cerró la puerta sin mirar atrás, sabiendo que al fin empezaba a vivir.

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Una hija para mí