— Tamarín, en el parque infantil había un hombre extraño acosando a tu Lucía.
— ¿Acosando? ¿De qué hablas, Gloria? ¿Dónde está? ¿Quién era?
— ¡No lo sé! Me acerqué para preguntarle quién era, pero salió corriendo como alma que lleva el diablo.
— Esto no me gusta nada. ¡Lucía! Ven aquí, hija.
La niña de cinco años, con coletas despeinadas y una sonrisa radiante, corrió hacia Tamara.
— ¡Mamá! ¡Había unos perritos tan bonitos!
Tamara escudriñó el rostro de su hija, intentando descifrar qué había pasado en el parque. Lucía parecía tranquila, pero algo en su corazón de madre la inquietaba.
— ¿Dónde viste los perritos? ¿Quién te los enseñó?
Lucía arqueó las cejas, confundida.
— Nadie. Yo sola los vi. Eran tres: dos negros y uno con manchas blancas. ¡Vamos, te los enseño!
Tamara le agarró la mano con firmeza.
— ¿Te habló alguien? ¿Un señor? ¿Qué te dijo? ¿Te molestó?
La cara de Lucía se llenó de sorpresa.
— ¿Qué dices, mamá? Ni siquiera te tiembla el labio. Nadie me molestó. Solo un señor simpático me preguntó si conocía a Tamara Santamaría.
El corazón de Tamara dio un vuelco. ¿Quién podía ser? ¿Sería él? ¿Quién más preguntaría por ella usando su nombre completo?
— ¿Cómo era ese señor?
Pero Lucía no tuvo tiempo de responder porque el teléfono de Tamara vibró en el bolsillo. Era su marido, Rodrigo, y no podía ignorar la llamada.
— ¿Sí, cariño?
La imagen del “señor simpático” no se le iba de la cabeza. No tenía intención de contarle a Rodrigo que un desconocido había hablado con Lucía, y menos aún permitir que su hija lo mencionara.
— Para que tu padre no se preocupe —le explicó a la niña, que asintió sin hacer más preguntas.
Esa noche, Tamara dio vueltas en la cama, incapaz de dormir. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza y un cansancio que no la dejaba pensar. Cada movimiento le provocaba una migraña insoportable, así que decidió tomarse el día libre de tareas domésticas.
— Vamos a comer fuera hoy —propuso Rodrigo, y Tamara aceptó aliviada.
Su segundo matrimonio era tan diferente del primero. Con Rodrigo se sentía segura, arropada. Él era su roca, y ella procuraba no amargarle la vida, recibiendo a cambio cariño y comprensión.
— ¡Me encanta la idea! —dijo, esbozando una sonrisa.
El ánimo le mejoró, pero al salir de casa y subir al coche, Tamara vio una figura masculina junto al portal del vecino. Se quedó paralizada, sintiendo el corazón acelerado mientras intentaba enfocar la vista.
— Tamarín, ¿qué haces? —la llamó Rodrigo desde el coche.
— ¡Mamá, sube! ¿Qué miras?
Tamara entró lentamente, sin quitar los ojos del desconocido, que estaba a pocos metros. Cuando arrancaron, un nudo en el pecho le dificultaba respirar.
En el restaurante, no logró relajarse. Cuando Rodrigo se levantó para atender una llamada, la voz de Lucía la sacó de sus pensamientos.
— Mamá, hoy vi otra vez al señor simpático cerca de casa.
Tamara contuvo un grito. Miró a su hija y entendió: aquella persona que había borrado de su vida hacía más de diez años, había vuelto. Los recuerdos se mezclaban, dulces y amargos a la vez. ¿Cómo seguir adelante ahora?
— ¿Lo viste esta tarde? —preguntó, casi sin pensar.
— Sí, cuando salíamos. Estaba mirándonos desde el portal de al lado.
Después de la cena, que se le hizo eterna, Tamara se levantó aliviada. Rodrigo le tomó la mano y murmuró:
— ¿Qué te pasa, Tamarín? No estás tú.
Ella quiso callar, pero no pudo. Lo amaba demasiado como para guardarle secretos.
— Rodri… Adrián ha vuelto.
Rodrigo se detuvo, soltó su mano y la miró con preocupación.
— ¿Adrián? ¿Te ha llamado?
— Mamá, ¿quién es Adrián? —intervino Lucía.
— Un… conocido —respondió Tamara, evasiva, antes de añadir—: No me llamó. Lo he visto cerca de casa. Es él.
Rodrigo no dijo nada. Subieron al coche y emprendieron el camino de vuelta. Al acercarse a casa, Tamara supo que el encuentro era inevitable. Adrián estaba en el portal, observando los coches que pasaban. Cuando la vio, la reconoció al instante.
— Tenías razón —murmuró Rodrigo—. Es él. Te ha encontrado.
— ¿Puedo hablar con él? —preguntó Tamara, con la voz quebrada—. Si prefieres que no…
— Tamarín —Rodrigo le acarició la mano—, es tu hijo. No puedo prohibírtelo.
Tamara asintió y miró a Lucía, dormida en el asiento trasero. Rodrigo sonrió levemente.
— Ve tú. Daremos una vuelta por el barrio.
Ella le sonrió agradecida y bajó del coche. Se acercó a Adrián, estudiando su rostro. Diez años habían cambiado mucho a su hijo: arrugas leves, menos pelo, pero lo peor era el brillo de resentimiento en sus ojos.
— Hola —dijo ella primero.
— Te he buscado —respondió él—. Quería hablar. Y luego me enteré de que no solo te casaste con Rodrigo, sino que hasta le diste una hija.
El tono se volvió áspero. Tamara sintió que nada había cambiado. Por fuera, Adrián era distinto, pero por dentro seguía siendo el mismo egoísta lleno de rencor.
— ¿Viniste solo a reprocharme? —preguntó ella, decidida a no ceder—. No me interesa.
— Soy tu hijo —replicó él—. ¿No me invitas a tu bonito nidito de amor con Rodrigo?
Otra madre lo habría hecho, pero Tamara conocía a su hijo demasiado bien.
— No estás aquí para hablar en paz. ¿Para qué volviste? ¿Diez años sin saber de ti no fueron suficientes?
La última vez que hablaron, Adrián tenía veinte años. Llegó a casa, recogió sus cosas y le dijo que se iba. La culpaba por divorciarse de su padre, por la adicción de él, por la muerte del abuelo.
— Destruiste nuestra familia —le había escupido—. Todo por tu culpa. ¡Para mí estás muerta!
Ahora estaba de vuelta, exigiendo dinero.
— Necesito ayuda —dijo Adrián—. Tengo deudas.
Tamara sintió náuseas. No había rastro de amor, solo desprecio.
— Tú decidiste irte. Yo jamás te eché.
— ¿Ahora juegas a la madre perfecta? —se burló él—. Te casaste con el amigo de papá, tuviste otra hija para asegurarte de que Rodrigo no escapara. ¿Tan difícil es ayudarme?
Tamara lo miró fijamente. En ese momento, era idéntico a su padre, el hombre que la había hecho sufrir tantos años.
— Para ti morí hace diez años —dijo con frialdad—. Que siga así. Vete, Adrián, y no vuelvas.
Él la miró con odio, conteniéndose como alguna vez lo hizo su padre.
— Te odio —murmuró—. Ojalá hubieras muerto tú en lugar de papá.
Un escalofrío recorrió su espalda, pero asintió.
— Pero no fue así. Y el pasado no se cambia. Vete.
Mientras lo veía alejarseTamara entró en casa, cerró la puerta con suavidad para no despertar a Lucía, y al sentir los brazos de Rodrigo rodeándola, comprendió que, aunque algunas heridas nunca sanan, otras se convierten en cicatrices que ya no duelen.