Chispas de venganza en un hogar silencioso

**Chispas de venganza en un hogar tranquilo**

El atardecer caía sobre el pequeño pueblo de Valdeperales, envolviendo las calles en una suave penumbra. Pablo llegó a casa después del trabajo, cansado pero satisfecho. En la entrada lo recibió su esposa, Marina, con una cálida sonrisa y el aroma de croquetas recién hechas.

—Hola, ¿vas a cenar? He preparado croquetas —dijo ella, ajustándose el delantal.

—Claro que sí —respondió Pablo mientras se quitaba los zapatos. Sacó del bolsillo un manojo de llaves y las dejó caer sin cuidado sobre la mesita.

Marina notó unas llaves que no reconocía y, entrecerrando los ojos, preguntó:

—¿Y esas llaves de qué son?

—Mi madre se ha ido al balneario tres semanas —explicó Pablo, frotándose el cuello—. Me pidió que vigilara su piso y me dejó las llaves.

De repente, los ojos de Marina brillaron con una chispa traviesa, casi siniestra. Aplaudió y exclamó:

—¡Por fin! ¡Lo haré!

Pablo se quedó paralizado, sin entender qué ocurría. Su esposa, normalmente serena y contenida, parecía haber concebido algo grandioso.

—¿De qué hablas? ¿Qué vas a hacer? —preguntó, mirándola con creciente inquietud.

Marina solo esbozó una sonrisa enigmática, pero en su mirada había una determinación que le hizo recorrer un escalofrío por la espalda a Pablo.

Hacía unas semanas, su vida había dado un vuelco. Al volver de un viaje para visitar a los padres de Marina, encontraron su casa irreconocible. El papel pintado del pasillo, que habían elegido con tanto cariño, había sido sustituido por uno estridente y de colores chillones. Los muebles del salón y el dormitorio estaban fuera de lugar: el armario ocupaba el centro de la habitación y la cama, girada hacia la ventana, rompía toda sensación de hogar.

—¿Qué es esto? —Marina, conmocionada, dejó caer la bolsa al suelo.

Pablo asomó por detrás de ella, tratando de asimilar el desorden. El corazón se le encogió de horror.

—¿Quién ha hecho esto? —Marina temblaba de rabia, las manos le vibraban—. ¡Esto no es nuestra casa!

—Tranquila —Pablo le puso las manos en los hombros, intentando mantener la calma—. Vamos a ver qué ha pasado.

Pero cuanto más exploraban, mayor era su indignación. En el salón, el sofá estaba junto a la ventana y la televisión, arrinconada. En el dormitorio, la cómoda había sido desplazada adonde antes colgaba el espejo. Era un caos, y la culpable era obvia: la madre de Pablo, Lidia.

Un mes antes, Lidia había aparecido para inspeccionar su casa. Desde el umbral, criticó todo: el color de las paredes, la disposición de los muebles…

—¡Vaya telas más deprimentes, parece un asilo! —declaró, moviendo la cabeza—. ¡Necesitáis algo alegre, que haga feliz la vista!

—A nosotros nos gusta así —respondió Marina, conteniendo la irritación.

—No, esto no puede ser. Con estos tonos, cualquiera se pone nervioso —insistió la suegra, ignorando las protestas—. Y los muebles están mal colocados. ¡El armador debería estar en un rincón!

Marina quiso replicar, pero la mirada de Pablo la detuvo. Sabía que discutir con su madre era inútil. Lidia podía pasarse horas dictando cómo debían vivir. Cuando por fin se marchó, dejó tras de sí una atmósfera densa. Pablo y Marina cerraron la puerta, aliviados, esperando que aquello terminara ahí.

Pero poco después, tuvieron que viajar al aniversario de los padres de Marina. Su gato, Michi, no podía quedarse solo, y Pablo sugirió pedirle a Lidia que lo cuidara. Marina se opuso rotundamente:

—¿Vas a darle las llaves? ¡Volverá a entrometerse!

Pero no tenían opción. A regañadientes, Marina accedió, aunque dejó instrucciones claras: alimentar a Michi, cambiarle el agua, no tocar nada. Cada día llamaba para comprobar que todo estaba bien. Lidia respondía escuetamente: «Todo en orden».

Cuando regresaron, comprendieron que Lidia no se había limitado a cuidar al gato. Había reorganizado su vida.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Marina, exhausta.

—Volveremos a poner los muebles como estaban —suspiró Pablo—. Tapizaremos de nuevo. Perderemos tiempo y dinero. Podría llamarla ahora y decirle cuatro cosas.

Marina enjugó una lágrima y, de pronto, una sonrisa astuta iluminó su rostro.

—No hace falta —dijo, con determinación—. Tengo una idea mejor. ¿Tu madre se va al balneario, no?

Pablo asintió, sin terminar de entender. Marina guiñó un ojo, y su plan empezó a tomar forma.

Cuando Lidia partió al balneario, dejando las llaves de su casa, Marina supo que había llegado el momento. Brillaba de anticipación. En su mente, ya tenía preparada la perfecta venganza.

—¡Por fin le enseñaré cómo se siente! —anunció, haciendo sonar las llaves.

Pablo, aunque dubitativo, accedió a apoyarla. Sabía que su madre se lo merecía.

Durante tres fines de semana, acudieron al piso de Lidia. Mientras ella descansaba, su hogar se transformaba. Marina cambió los alegres estampados por tonos pastel y motivos discretos. Pablo ayudó a recolocar los muebles. Incluso añadieron detalles decorativos para “refrescar” el ambiente.

Cuando Lidia regresó, se quedó petrificada en el umbral.

—¿Qué habéis hecho? —gritó al llamar a Pablo—. ¿Dónde está mi papel pintado? ¿Quién os dio permiso?

—Pensamos que tus elecciones eran demasiado llamativas —respondió él con calma—. A cierta edad, conviene algo relajante.

—¿Esto es una broma? —chilló Lidia—. ¡No tenéis derecho! ¡Os dejé las llaves para otra cosa!

—Todavía no hemos terminado —interrumpió Pablo—. Pero dime, ¿por qué creíste que podías cambiar nuestro hogar?

El silencio en la línea fue revelador. Por primera vez, Lidia entendió las consecuencias de sus actos.

—¡No es lo mismo! Yo quería ayudar… ¡Esto es horrible!

—Es nuestra casa —cortó Pablo—. Si no quieres encontrarte el sofá en el balcón la próxima vez, no te metas en nuestras vidas.

Lidia calló, conmocionada. Aquella conversación fue su lección. Desde entonces, jamás volvió a inmiscuirse en sus asuntos. Y Marina, satisfecha, sintió que su hogar era finalmente suyo otra vez.

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