**Tú eres mala. Me voy con papá**
Cada día, la gente joven pasa de largo sin mirarse, como si fueran extraños en una estación de tren. Pero un día, ella lo ve por casualidad, y de repente su corazón late a toda prisa, y un enjambre de mariposas revolotea en su estómago. Y él siente lo mismo. Y así, sin más, la vida por separado deja de tener sentido. No queda más que rendirse al destino y caminar juntos.
Así fue como Lucía se enamoró de Fernando. Un domingo invernal, salió con sus amigas a patinar sobre hielo. Lucía era tan torpe con los patines que más parecía un patito cojo. Sus amigas, hartas de arrastrarse como tortugas, se adelantaron y la dejaron atrás, zigzagueando entre los demás como si fuera un obstáculo humano.
Cansada, con las piernas temblorosas, decidió alejarse hacia la valla para esperar. Justo cuando faltaban dos metros, alguien la embistió por detrás.
El golpe la hizo perder el equilibrio, y cayó de bruces sobre el hielo, con un dolor agudo en la cadera y la rodilla.
—Perdona. ¿Te has hecho daño? Déjame ayudarte —oyó una voz sobre ella. Y, en un abrir y cerrar de ojos, unas manos fuertes la levantaron como si fuera de pluma.
La rodilla le ardía, y si no fuera porque el chico la sujetó con rapidez, habría vuelto a desplomarse. Él la atrajo hacia sí, y en ese instante, sus miradas se encontraron tan cerca que Lucía vio su propio reflejo en sus ojos. El mundo a su alrededor desapareció.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Lucía despertó de su trance. Los sonidos del hielo, las risas y las voces volvieron a llenar el aire. Pero seguía agarrada a las mangas de su chaqueta como si fuera un salvavidas.
—¿No te caes si te suelto? —bromeó él.
—No sé —susurró ella, sin apartar los ojos de él.
Él la soltó, y milagrosamente, Lucía se mantuvo en pie.
—Muy bien, ahora vamos a la valla. Tranquila, no te voy a soltar.
Con él, por fin sintió que patinaba de verdad, en lugar de tambalearse como un cervatillo.
—¿Salimos de aquí? Hay bancos en la salida.
Lucía asintió. Apoyada en él, llegó al banco y se desplomó.
—¿Te duele mucho? —él se sentó a su lado—. ¿Estás sola? ¿Quieres que te acompañe?
—Vine con mis amigas.
—Mejor llámalas para avisar. Dame tu ticket, mientras voy a buscar tus zapatos.
—No hace falta, las esperaré aquí —intentó resistirse, débilmente.
—Vas a congelarte.
Y era verdad: ya sentía el frío atravesando su chaqueta. Sacó el ticket y el móvil. Mientras él iba por sus botas, llamó a sus amigas.
Camino a casa, hablaron sin parar. Después del resbaladizo hielo, el firme asfalto era un alivio, pero Lucía no soltaba el brazo de Fernando. No sabía si era el mareo o que el suelo se movía bajo sus pies. Él trabajaba ya y era cuatro años mayor. Ella le contó que estaba en cuarto de carrera y que vivía con su madre. La conexión fue instantánea.
—¿Quedamos el domingo? —le propuso él al despedirse—. Podemos volver a patinar.
Lucía negó con la cabeza.
—Mejor al cine.
—Vale. Te llamo.
Pero no esperó al domingo. Al día siguiente, la invitó a un café. “¿Quién necesita hielo para caerse bien?”, pensó Lucía.
Desde entonces, no se separaron.
Lucía estaba perdidamente enamorada. ¿Cómo había vivido antes sin él? La primavera llegó, y con ella, los fines de semana en los que los padres de Fernando se iban a su casa en la sierra, dejándoles el piso para ellos solos.
El verano pasó en un suspiro. Con el otoño, los padres ya no iban tanto a la sierra, y los jóvenes se quedaron sin refugio.
—¿Y ahora qué? —preguntó Lucía, acurrucada contra Fernando.
—Ya se me ocurrirá algo —respondió él.
Un día, la madre de Lucía lo encaró:
—¿Hasta cuándo piensas marear a mi hija?
Fernando, sin inmutarse, contestó:
—Pensaba pedirle matrimonio en Nochevieja. Hasta traigo el anillo. Pero si quiere, se lo pido ahora mismo.
Lucía enrojeció de emoción.
—Eso ya es otra cosa. El anillo me lo das en Nochevieja —dijo su madre, satisfecha—. Porque esto de vivir juntos sin saber qué pensar…
Se casaron en primavera, cuando el sol empezaba a calentar. Fernando llevaba años ahorrando para un piso. Con lo que les regalaron en la boda, lograron la entrada para una hipoteca. Felices, se mudaron, pactando esperar un tiempo antes de tener hijos.
Pasaron los años. Lucía terminó la carrera y encontró trabajo. Pero cada vez hablaba más de bebés.
—Todavía no hemos terminado de pagar la hipoteca. ¿A qué viene tanta prisa? Tú misma —razonaba Fernando—. ¿Sabes los problemas que tendremos? Sí, nos las arreglaremos, pero ¿para qué complicarnos ahora? Cuando acabemos de pagar, hablamos. Tengo razón, ¿verdad?
Lucía suspiraba. Pero no era como si fuera a dar a luz mañana. Nueve meses de embarazo; para entonces, ya habrían liquidado la hipoteca…
—Bueno, dejémoslo —cortó él.
Discutir con él era agotador, y además, no quería. Pero sus amigas ya paseaban carritos, y una incluso tenía su segundo hijo, aunque Lucía había sido la primera en casarse.
Un día, volvió al tema.
—Vale, tenlo, si tanto lo deseas —cedió Fernando—. Pero que no me pidas ayuda después. Yo gano el dinero; tú encárgate del niño. Y no me vengas con que estás cansada o no has dormido. ¿De acuerdo?
Lucía iba a sentirse herida, pero se lo pensó mejor.
—¿Tienes miedo de que quiera más al bebé que a ti? —adivinó.
—No saques más el tema. Si lo quieres, adelante.
Lucía dejó las pastillas. Dos meses después, el test mostraba dos rayitas rosas.
Fernando no compartió su emoción. Luego llegaron las náuseas. Él salía con amigos; ella, en casa. Una pared invisible los separaba. Él nunca acariciaba su vientre. Como si ni siquiera lo viera.
“Cuando nazca, cambiará”, se convencía Lucía.
Pero incluso después del parto, todo siguió igual. No cogía a la niña, hacía muecas si lloraba. Si Lucía pedía dinero para pañales o ropa, él transfería sin preguntar.
—No me des detalles —decía.
Un día, criticó una mancha en su bata.
—No eres como cuando te conocí —dijo, con desdén.
Al día siguiente, Lucía se arregló para su llegada… y él ni se inmutó.
La niña creció. Empezó a caminar, a hablar. Cada vez que él llegaba, corría a abrazarlo.
—Vete con tu madre, déjame tranquilo —la apartaba.
Y a Lucía se le partía el corazón.
—Podrías al menos hacerle cariño. Es tu hija —reprochaba.
—Yo no te pedí que la tuvieras. No me exijas que la quiera.
Ella callaba, cumpliendo su condición: no involucrarlo. Él solo preguntaba, de vez en cuando, si tomaba la pastilla.Al final, Lucía entendió que el amor no se mendiga, y aunque la vida no era como la había soñado, encontró su propia felicidad en los pequeños momentos con su hija, aprendiendo que a veces, soltar es la mejor forma de amar.