**Diario de un hombre engañado**
Otra vez los vecinos de arriba haciendo fiesta… ¡Ya estoy harto! ¡Las tres de la madrugada! – Lucía despertó bruscamente a Adrián, que dormía plácidamente – ¿Escuchas? ¡Gritan como locos! ¡Ve a decirles algo!
—Cariño, mañana tengo ruta, ¿para qué me despiertas? – murmuró Adrián, medio dormido – Ya se cansarán, vuelve a dormir.
Justo cuando se acomodaba para seguir durmiendo, su mujer le clavó el codo en las costillas:
—¿Eres hombre o qué? – siseó ella – ¡Soluciona esto! Mañana quedo con las chicas. Justo ahora viene Andrea a fardar de sus labios rellenos y la rinoplastia… ¿Y yo qué? ¿Voy con cara de no haber pegado ojo? ¡Andrea ya ha cumplido los treinta y ni una arruga!
—Pues su marido es cirujano plástico, no transportista, Lucía – intentó calmarla Adrián –. Tú eres preciosa sin necesidad de nada. Además, vives en la peluquería, casi tienes cama allí.
Pero Lucía se enfureció más. Se sentó en la cama y lo fulminó con la mirada:
—¿Te ríes de mí? ¿Ir un par de veces a la esteticista es un lujo? ¡Yo también quiero esos labios! ¡Y ese abrigo de visón! ¿Cuándo me lo comprarás?
—Acabo de terminar de pagar el préstamo del piso que compraste antes de casarnos. Primero el coche, luego el abrigo, ¿recuerdas? ¿Por qué te pones así?
—¡Pero a tu madre le compraste un plumífero!
—Ella gastó todo su dinero en medicinas, y la pensión es poca. Además, no era caro.
Adrián intentó abrazarla, pero ella lo rechazó, llena de ira.
—No me compras el abrigo, no pagas la cirugía… ¡Al menos haz que pueda dormir! ¡Ve y calla a esos gamberros!
Adrián comprendió que no habría paz. Sintiendo culpa, se puso el chándal.
…Hace cinco años, nadie habría creído que se casaría con Lucía, su arrogante compañera de clase. Aunque Adrián la amaba desde los quince, ella siempre prefirió a tipos más guapos y ricos. Incluso cuando él consiguió un buen trabajo, en la reunión del instituto ella ni lo miró. Presumía de casarse con un millonario. Adrián tragó su orgullo y no dijo nada.
Seis meses después, ocurrió el milagro: Lucía lo llamó y lo invitó a salir. Él flotaba de felicidad.
—Estás guapo… ¿Por qué no lo noté antes? ¿Quieres comer algo?
En la mesa ya había cafés y pasteles. Adrián se sorprendió, pero la esperanza le calentó el corazón.
Aquella cena terminó en el desayuno en su piso. Dos días después, Lucía anunció que había dejado al rico por él.
—Algo no cuadra – dijo entonces su madre, Isabel –. Tanto tiempo tras ella y solo te humilló. Mírate con Poli, la vecina… ¡Una chica encantadora!
—Mamá, el corazón no elige. Yo la quiero.
—Bueno, allá tú. Pero esa mujer te dará disgustos.
Isabel acertó. Dos meses después de la boda, Lucía dijo que estaba embarazada… pero el plazo no coincidía. Adrián lo descubrió al curiosear en su historial médico.
—¡Ya estabas embarazada cuando nos vimos! – gritó, rojo de rabia.
—No lo sabía… Después tuve miedo de decírtelo – mintió ella.
—¡Tu ex te dejó y me usaste para criar a su hijo! ¡Tenía razón mi madre!
—¡Tu madre me odia!
—¡Porque te lo mereces!
Adrián, avergonzado, sintió que el suelo se tragaba. Lucía, temiendo el ridículo si la dejaban, urdió un plan.
—¡Ay! ¡Me duele! – gritó, agarrándose el vientre.
Adrián, asustado, olvidó su furia.
—¿Qué pasa?
—¡El estómago! ¡Por tu culpa! – fingió retorcerse de dolor.
La llevó corriendo al hospital. Esperó horas bajo la ventana hasta que el portero lo echó.
Lucía aprovechó para abortar, pagando en secreto, y le dijo a Adrián que había sido un aborto natural.
—Perdóname – él le regaló una pulsera de oro –. Empecemos de nuevo.
—De acuerdo – dijo ella, admirando el regalo –. Cuando salga, necesito un coche. Para no depender de taxis… cuando nazca nuestro hijo.
Adrián sonrió. La idea de un bebé lo reconfortó.
—Tendrás tu coche.
Cambió de trabajo para ganar más, convirtiéndose en camionero. Ahora, exhausto, subía al tercer piso.
—Chicos, bajad la música. No podemos dormir – les dijo a los adolescentes que fumaban en el rellano.
—¿Y qué, tío? ¡Lárgate! – contestó uno.
—¿Así se habla a los mayores? ¿Dónde están tus padres?
—De viaje. ¡Vete!
—O llamo a la policía.
Uno de ellos le dio una patada en el estómago. Adrián, doblado de dolor, intentó retirarse, pero lo arrastraron al apartamento y lo tiraron por el balcón.
—Vuela, tío – fue lo último que oyó antes de caer sobre unos geranios.
La música cesó. Lucía, sonriendo, se durmió profundamente. Alguien llamó a la puerta, pero no se molestó en levantarse.
—Adrián, abre… – murmuró, dándose la vuelta.
Por la mañana, al salir, notó las miradas acusadoras de las vecinas.
—Descarada… A su marido lo han dejado hecho polvo, y ella tan fresca.
Lucía, resoplando, las llamó “viejas locas” y se fue a ver a sus amigas, otras mantenidas como ella.
—Te llamamos y no contestas – se quejó Andrea.
—Tenía el móvil en modo avión – rio Lucía. Ni siquiera recordó a Adrián, acostumbrada a que él preparara el desayuno y se fuera sin hacer ruido.
Al revisar el teléfono, vio diez llamadas perdidas de su suegra. «¿Qué quiere ahora? – pensó – Ya la llamaré».
Tres horas después, después de cotillear con sus amigas, recordó el mensaje.
—Isabel, ¿pasaba algo?
—Adrián está en la UCI – dijo la suegra con voz quebrada –. Lo atacaron los vecinos. ¿Dónde estabas tú? ¡Los médicos dicen que quizá no vuelva a caminar!
Lucía colgó, presa del pánico. Sabía que era culpable. «Adiós al abrigo – pensó –. Y el coche no está pagado… Y ahora, un marido inválido. ¡Qué mala suerte!».
Visitó a Adrián tres días después, cuando salió del coma. Él, feliz de verla, sonrió.
—¿Cuándo volverás?
—Mañana – mintió, evitando la mirada de Isabel.
Pero no regresó ni al día siguiente ni en semanas. Adrián, con ayuda de su madre y una operación costeada por amigos, empezó a caminar.
—Vamos, tú puedes – lo animó Poli, la vecina que siempre lo quiso –. Duele, pero hay que seguir.
Ella, fisioterapeuta, lo cuidó día y noche en su centro de rehabilitación.
—Gracias, cariño – lloró Isabel –. Te debo la vida.
—No es nada. Es mi trabajo.
Los papeles del divorcio llegaron mientras Adrián entrenaba. La nota de Lucía decía: «Perdona,**Fin de la historia:**
Con Adrián ya recuperado y feliz al lado de Poli, quien lo amó en silencio por años, e Isabel sonriendo al verlos juntos, la vida por fin le devolvió la paz que merecía.