—¡Joven, me ha rozado el coche! —En la acera había una mujer esbelta envuelta en un abrigo blanco.
—Aparcar hay que saber, —murmuró Javier—. Que os compráis el carné y luego armáis el Belén. ¡Prohibiría que las mujeres condujeran!
—¿No ve los montículos de nieve? ¿Dónde quería que aparcara, encima de ese? —La mujer señaló con dedos finos un gran ventisquero—. ¡Llamo a la grúa!
El entusiasmo de Javier se apagó al instante. Ya tenía una multa por exceso de velocidad ese mes. Y ahora esto.
—Yo también me metí en la nieve. Compréndame, no fue a propósito.
—¿Y qué propone? —preguntó ella, fría.
—Arreglarlo aquí.
—No. Es cuestión de principios. Estoy en contra de la misoginia.
—¿De la qué?
—¡Del odio hacia las mujeres!
—Vale, reconozco que no llevaba razón —dijo Javier entre dientes—. Le pago el… rasguño. Y algo más por las molestias. ¿Cuánto quiere?
Tras mucho regatear, la mujer cedió. A Javier hasta le pareció que alargaba la conversación para sacarle más dinero. Pagó una buena suma para evitar problemas.
Javier suspiró hondo. Otra vez en números rojos. Además, era el cumpleaños de Ana, y ni siquiera le había comprado un regalo.
Abrió la app del banco para confirmarlo: solo le quedaban trescientos euros. Y faltaba una semana para la paga. No le quedaba otra: tenía que pedir prestado. Llamó a su mejor amigo.
—Tío, yo también estoy pelado —dijo Carlos—. ¿Y por qué le soltaste tanto? Esa tía huele a dinero. Con esas, mejor llamar a la policía. O hacer un parte amistoso. Rápido, y el seguro se encarga. Tú no te has dado a la fuga.
—Joder, es que quiero vender el coche. Si meten el rasguño en el sistema, luego explícale a la gente que no ha sido un choque. Aunque lo registren como tal… ¿No conoces a nadie que me pueda prestar? Es solo una semana. Es el cumple de Ana. No puedo ir sin regalo.
—Ya, con una como Ana no vale solo una tarjeta —se rió Carlos—. Pero prestado, lo siento, nada.
Javier guardó el móvil en el soporte, bajó un poco la ventanilla y se puso a pensar. Ya había pasado una hora desde que la mujer del abrigo blanco desapareció tras la curva, y él seguía ahí, en ese maldito aparcamiento. Había intentado ir con cuidado, pero la rueda resbaló en el hielo y el coche se desvió, rozando el de al lado.
Entonces lo recordó: tenía una tarjeta de crédito olvidada en algún sitio. ¿Cómo había podido olvidarla? La solución llegó de repente, y el chico se animó. Fue directo a la joyería a comprar esos pendientes que Ana quería.
Esa noche, Javier estaba frente a la puerta del piso de Ana, sin atreverse a tocar el timbre. Recordaba cómo había conocido a la chica más guapa e inteligente mientras sostenía un ramito de rosas. En el bolsillo llevaba la cajita de la joyería.
Un año antes, Javier se había acercado a Ana sin esperar que ella le correspondiera. Era un pájaro de alto vuelo: su padre era copropietario de un centro comercial y su madre tenía tres salones de belleza. Ana venía de una familia adinerada. Sus padres le compraron el piso donde ahora Javier dudaba si entrar.
—¡Feliz cumpleaños, cariño! —Javier le tendió los regalos al instante.
—¡Hola! Gracias, mi vida —Ana le dio un beso en la mejilla—. Dios mío, ¿son los de…?
—Sí… —Javier se ruborizó.
—¡Estás loco! Son carísimos —susurró Ana, sacando los pendientes de la caja—. Pero son preciosos… ¡muchas gracias!
Y así siempre. Aunque Ana tenía dinero, era cuidadosa con él. Prefería comprar en el supermercado de siempre y cocinar en casa antes que ir a restaurantes. Hacía ella misma las tareas del hogar, y solo había contratado una limpieza una vez, cuando se rompió la pierna.
Pero Javier seguía sintiendo que venían de mundos distintos. Él era de una familia humilde, donde el plato estrella era el cocido de garbanzos y en los cumpleaños se hacía una tortilla de patatas en vez de una tarta.
—Espero que no te importe… Tengo visita —sonrió Ana.
—Pensé que ya habría medio mundo aquí —se rió Javier.
—Sabes que no me gustan las fiestas. Vamos, tengo la mesa puesta —Ana lo tomó de la mano y lo llevó a la cocina—. Mamá, papá, este es Javier.
Javier se quedó clavado, pero no dejó que se notara su incomodidad. Saludó a los padres de Ana.
—¿Por qué no me avisaste? —susurró Javier al oído de Ana—. Me habría preparado…
—Tranquilo. Creía que ya se habían ido de vacaciones, pero me dieron la sorpresa. Aparecieron hace dos horas. Todo irá bien, son encantadores.
—Ajá —masculló Javier.
Los padres de Ana lo miraban como si lo escanearan. A Javier le dio un vuelco el estómago.
—Cuéntanos de ti. Aquí estamos como extraños —dijo el padre con una sonrisa forzada.
—Sí, sería interesante —añadió la madre.
—¿De mí? Bueno… Trabajo de gestor en un banco. Estudié en la escuela de comercio y luego en la universidad. A distancia…
—¿Hay futuro en la banca ahora? —la madre se giró hacia el padre, ignorando a Javier.
—Algo hay, pero poco —contestó el padre, igual de ajeno.
—No estoy de acuerdo —interrumpió Javier. Los padres de Ana se volvieron, sorprendidos, igual que ella—. En un año quiero ser jefe de departamento, y en tres, pasar a regional…
—¿Eso llama futuro? —se rio la madre.
—¿Ustedes compraron tres salones de belleza de golpe? —preguntó Javier, serio.
Las sonrisas educadas de los padres se esfumaron.
—Me los gané —respondió fría la madre—. Empecé con una peluquería de barrio.
—Entonces, ¿qué tiene de malo empezar como gestor de banco?
—¡Me ausento cinco minutos y ya estáis debatiendo! —Ana apareció en el marco de la puerta, brazos cruzados. En sus orejas brillaban los nuevos pendientes.
Cuando Ana sirvió la comida, todos comieron en silencio. La madre fue la primera en hablar.
—Javier, ¿qué opina de la misoginia? —preguntó con sorna. Todos la miraron, confundidos.
—Muy negativa —respondió tranquilo.
—Vaya, sorprende que sepa qué significa —soltó ella.
—No lo creerá, pero por casualidad lo escuché esta mañana. De una señora.
Ana miró a su madre, luego a Javier. El altercado le pareció raro. Javier estaba tenso, y su madre, con los ojos brillantes, parecía decidida a aplastarlo.
El escándalo era inevitable…
A Ana le vino a la mente que su madre había hablado de un “machista agresivo” por la mañana. Y entonces lo entendió.
—¡Silencio! ¡Los dos! —chasqueó Ana, y luego miró a su madre—. Esta mañana hablabas de un tío en el aparcamiento. Y también mencionaste esa estúpida misoginia. ¿No quieres contarme algo?
—¿Contarte qué? ¿Que tu novio me arruinó la mañanaAl final, acabaron riendo juntos en las colinas, deslizándose sobre el linóleo bajo las estrellas, mientras Ana pensaba que su cumpleaños, por fin, había sido perfecto.