—Hoy hablé con Lourdes. ¿Te imaginas? Alejandro ha vuelto a sus andadas —dijo Pilar cuando la televisión cortó el capítulo de la serie con un bloque de anuncios.
Miró a su marido. Estaba medio incorporado, reclinado contra las almohadas, absorto en un anuncio de cerveza.
—Paco, ¿me escuchas? Alejandro otra vez con sus tonterías —repitió, al no recibir respuesta.
—Te escucho. ¿Y a ti qué? —preguntó él, sin apartar los ojos de la pantalla.
—¿Cómo que qué? Lourdes es mi amiga. Me preocupo por ella. ¿Alejandro no te ha dicho nada? —quiso saber Pilar, estudiando su perfil.
—No me rinde cuentas. Además, hace siglos que no lo veo. Y tu amiga, con todo el respeto, es un drama andante. Cualquiera saldría corriendo. Ya está bien. Vuelve la serie.
—Ah, ¿sí? ¿Eso te ha dicho él? O sea, la culpable es Lourdes. En vuestra mente, la mujer siempre tiene la culpa, mientras vosotros os justificáis como perros sin correa. ¿Y quién la volvió así? Él lleva media vida de juerga. —Pilar apretó los labios mientras su marido fingía interés en la televisión.
—Oye, yo también te regaño a ti. ¿Cuántas veces te he dicho que te limpies los zapatos antes de entrar? Llenas el piso de arena. Ni hablar de dejar el baño hecho un asco… ¿También soy una histérica? ¿O será que tú también andas de picos pardos? ¿Por no ser menos? —Pilar lo fulminó con la mirada.
—Bueno, ya empezamos. Ahora me toca a mí. —Víctor apartó la manta y se levantó de la cama. —Voy a terminar el capítulo en la cocina.
—Es que me da pena mi amiga —murmuró Pilar a su espalda.
—¡Vaya historia de amor que tenían! Hasta escaló por la ventana con claveles para llegar a su dormitorio. ¿Qué le pasa a la gente? ¿Falta de hombres? —le gritó por el pasillo.
—Al principio somos “cielo”, “corazón”, “mi vida”. En cuanto os aburrís, pasamos a ser “locas”. —Siguió hablando sola, como si él pudiera oírla. —Lourdes lo perdonó mil veces. La primera vez se arrodilló, juró por lo más sagrado que no se repetiría, hasta lloró. Lo hizo por los niños. Ay, Alejandro es un buen tipo, pero la ha dejado hecha polvo. Hasta que no se le caiga ese… —Pilar calló de golpe. Desde la cocina, ni un ruido.
«¿Y si Víctor también me engaña? ¿Por qué se ha mosquedado? ¿Le he tocado el orgullo? Bah, qué va. Es un vago. Alejandro al menos va al gimnasio. El mío tiene tripa y entradas…».
Pero la semilla de la duda comenzó a crecer. Pilar ya no veía la tele. Se levantó, se quedó mirando sus zapatillas y fue a la cocina. Su marido, en una silla, fumaba en silencio, echando el humo por la ventana entreabierta. Entró una corriente fría, y Pilar se estremeció.
—¿Y tú por qué has vuelto a fumar?
Él se sobresaltó, y la ceniza cayó sobre la mesa.
—Joder, qué susto. —Víctor sopló los restos al suelo. —Igual es que también estoy preocupado. Al fin y al cabo, Alejandro y yo somos colegas.
—Pues habla con él. ¿No le da vergüenza ante sus hijos? ¿Qué ejemplo les da? —Pilar cogió el cenicero del alféizar y lo puso frente a él.
—Como si me fuera a hacer caso. No me meteré. Es su vida, él sabrá. —Dio una última calada y apagó el cigarrillo. Luego cerró la ventana.
—Vamos a dormir. —Pasó junto a ella sin mirarla.
Pilar movió la cabeza, apagó la luz y lo siguió al dormitorio. Él ya estaba acostado, de espaldas. En la tele, un debate interminable. Apagó todo y se metió en la cama. Llevaban meses durmiendo así, como extraños.
Se conocieron en la universidad, en aquellos años felices, y no podían vivir el uno sin el otro. A los dos años se casaron. Su vida fue normal: peleas, reconciliaciones, seguir adelante. Su hija creció, se licenció y se marchó a Madrid. Pilar nunca pensó en la felicidad. Pero fue feliz. Sus amigos se divorciaron, se volvieron a casar. Historias de todos los colores. Ellos llevaban ya veintisiete años juntos, veinticinco de matrimonio. Un cuarto de siglo.
Volvió a pensar en Lourdes. Su voz aún resonaba: «¿Por qué me hace esto? Lo he dado todo por él. Tuve sus hijos. Y ahora, ni juventud, ni marido. Me quedo sola en la vejez…».
Al otro lado de la cama, Víctor tenía los ojos abiertos, mirando fijamente la oscuridad, conteniendo el aliento.
Dos días después, Víctor llegó tarde del trabajo. Pilar no se preocupó. Sucedía a veces. Podía ser el tráfico, algún amigo, trabajo pendiente. Sabía la razón con solo verlo. Alegre y achispado: amigos y copas. De mal humor: problemas en la oficina.
Por fin, la llave giró en la cerradura. Pilar lo oyó desvestirse, sin los habituales gruñidos, y dirigirse a la cocina.
Cuando entró, él estaba pegado a la pared, pero tenso como un resorte. Lo notaba nervioso. A Pilar se le encogió el corazón. Víctor miraba al frente, como tomando una decisión importante.
—¿Pasa algo? —preguntó en voz baja, sintiendo cómo la angustia le subía por la garganta. —¿Quieres que caliente la cena?
—No, ya he comido. —Se levantó y salió sin mirarla.
Pilar olió un perfume. No era el suyo, pero le resultaba familiar. Ya lo había detectado antes.
Esperó en el salón, pero él no apareció. ¿Estaría enfermo? ¿Dormido? Entró en el dormitorio. Víctor seguía sentado al borde de la cama, con el traje puesto, las manos juntas y la cabeza gacha.
—Paco… —llamó ella.
—Siéntate —dijo él.
Ella obedeció, oliendo de nuevo aquel perfume extraño. Guardó silencio. Ya sabía lo que iba a decir.
—No quiero mentir. Hay otra mujer —confesó al fin.
—¿Te vas?
Ni hacía falta preguntar. Lo decidido, decidido estaba.
—Sí. No puedo evitarlo. Pienso en ella todo el tiempo.
«Todo el tiempo. O sea, lleva tiempo». Pilar sonrió amargamente.
—Si te vas, no te perdonaré como Lourdes —avisó.
—Lo sé. Ya está decidido. No aguanto más engañarte. Iré a por mis cosas.
Pilar quiso preguntar: ¿Y yo? ¿Y nuestra hija? ¿Y nuestros veinticinco años? Pero le dio igual. Siempre creyó que a ellos no les pasaría. Pero supo que jamás toleraría una infidelidad. No sería como Lourdes, llorando y rogando.
Salió y cerró la puerta. Oyendo cómo Víctor llenaba la maleta, sintió rabia, dolor. Cuando la puerta se cerró tras él, lloró. Después llamó a Lourdes. Solo ella entendería. Lloraron juntas por la juventud perdida, por su suerte de mujeres.
A su hija no le contó nada. Se decía que vivir sola tenía ventajas: menos comida que hacer, menos pisos que fregar, nadie que la despertara roncando. Se mantuvo ocupadaY cuando al fin Víctor regresó, con el corazón maltrecho pero arrepentido, Pilar le abrió la puerta sin decir una palabra, porque algunas historias, incluso las rotas, merecen un final sin preguntas.