**Diario personal – 15 de junio**
Qué incómodo todo…
—¿En qué sentido dices que eres su esposa?
—En el más literal. Al menos legalmente, si quieres te enseño el sello del pasaporte. El certificado no lo traje, perdona —dijo la mujer, sosteniendo con una mano su enorme vientre.
***
—Hija, la semana que viene me voy de turno al trabajo, y allá la conexión es mala, así que no me pierdas de vista —dijo Alejandro Martínez.
—No te preocupes por el gato, vendré a darle de comer y limpiarle la arena —murmuró Lucía sin levantar la vista del móvil.
—Sobre el gato… —vaciló Alejandro—. No pasa nada, cariño. No tiene sentido que vengas hasta este barrio después del trabajo solo para alimentar a un gato. La vecina del rellano ya ha dicho que pasará de vez en cuando por Micho.
—Te noto raro, papá —se rio Lucía—. Tu vecina resulta que es una santa: le da de comer al gato, va al supermercado por leche y hasta trae medicinas de la farmacia. Vaya suerte has tenido.
—Sí… mucha suerte.
A Alejandro le invadió la culpa al mentir de nuevo a su hija. Frunció el ceño y desvió la mirada para ocultar su inquietud. “No sospecha nada, solo bromea”, pensó.
***
Alejandro y la madre de Lucía llevaban divorciados siete años. Lo decidieron en paz, sin dramas. Simplemente el amor se había acabado. Hablaron con su hija y fueron al registro con la conciencia tranquila. Lucía aceptó su decisión, pero con una condición: celebrarían las fiestas familiares juntos, como antes. A todos les pareció bien.
—¿Así que soy tu vecina? —preguntó Ana con una sonrisa burlona.
—No se me ocurrió otra cosa… —Alejandro bajó la vista.
—Claro, llamarme tu esposa es demasiado complicado, ya veo.
—Ana, no te enfades.
—Soy una mujer adulta, Alejandro. Pero no entiendo cuánto tiempo más vamos a mantener este gran secreto.
—No lo sé… ¡No lo sé! Ana, ¿y si no lo entiende? Recuerdo cuando era pequeña, pasaba por esa fase de miedo a que alguno de nosotros la abandonara. Me preguntaba si la dejaríamos atrás. Siento que la traiciono.
—Mira, no me meto en tu relación con ella, pero en dos meses tendrás dos hijas, y tendrás que tomar una decisión. ¿Entiendes? No te obligo a elegir, Dios me libre, pero… ¿cómo vas a esconder a una recién nacida?
—¡Lo solucionaremos! —dijo Alejandro, sin tener idea de cómo.
Se conocieron poco después del divorcio. La vio y supo que era ella. Pero no se atrevió a decírselo a su familia. Temía que Lucía lo rechazara y que su ex mujer pusiera trabas a sus visitas.
Primero le preocupó que Ana fuera diez años menor. Después, que se casaran en secreto. Luego, que quedara embarazada. Pero el parto se acercaba, y con él, el momento en que la verdad saldría a la luz, como una herida que revienta. “Ya llegará el momento adecuado”, se repetía.
Alejandro evitaba que Lucía supiera de su nueva vida. Disminuyó las visitas, quedando en lugares neutrales. Y Lucía, como cualquier joven, no dejaba de bromear sobre la “misteriosa vecina”.
***
Esa mañana, cuando Alejandro regresó del trabajo, Lucía decidió ir sin avisar. Pero nadie abrió la puerta. Tampoco contestó al teléfono, ni a la primera ni a la décima llamada. Preocupada, salió del portal. No podía equivocarse: su padre le había dicho que estaba en el aeropuerto. El vuelo duraría horas. Al aterrizar, escribió: “He llegado, voy a casa y te llamo esta noche”. Pero no estaba en casa. “Es un adulto, habrá ido a algún recado”, pensó.
—Se lo han llevado al hospital —dijo una voz desconocida.
—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Adónde? —Lucía se quedó paralizada.
La voz venía de una ventana del primer piso. Una vecina le contó que vio llegar a Alejandro con una maleta, seguramente del viaje, y que media hora después llegó una ambulancia.
—Por lo que oí, lo llevaron a cardiología. No parecía grave, caminó solo. Gracias a Dios no en camilla. ¡Eso es buena señal! —reflexionó la anciana—. Te reconocí al instante, eres su hija.
—¿Hace mucho que se lo llevaron?
—Una hora.
Lucía ya no escuchaba. Temblaba, sin saber dónde estaba su padre ni qué le ocurría. “Cardiología… eso es el corazón. Pero él nunca ha tenido problemas”, pensó.
—Llama a urgencias, a ver a qué hospital lo llevaron —sugirió la vecina.
Lucía marcó el número con manos temblorosas. Minutos después, le dieron la ubicación. Tomó un taxi y partió, ahuyentando los peores pensamientos. El teléfono de su padre seguía sin responder.
—Me han dicho que trajeron aquí a mi padre —dijo casi llorando.
—Si ya está registrado, lo compruebo. ¿Hace mucho que llegó? —preguntó la recepcionista con calma.
—No lo sé… media hora, una hora… La vecina me lo dijo. Por favor, ayúdeme.
—Espere, nombre y apellidos.
—Martínez Alejandro, nacido el 12 de marzo de 1973…
—Espere en el pasillo, voy a confirmar.
La empleada hizo una llamada y regresó:
—Está en cardiología. No se permiten visitas en la habitación, es zona de aislamiento. Si necesita algo, puede salir al pasillo, si le dejan. Si no, las enfermeras recogen lo que traiga. El horario de visitas está en la entrada.
—¡Gracias!
Lucía salió corriendo a buscar la entrada principal. “Si puede salir al pasillo, no será grave”, intentó tranquilizarse.
***
En el vestíbulo, otra empleada le recordó, con gesto severo, que no era la hora de visitas y que había “¡un aislamiento, por cierto!”.
—¡Acaban de ingresar a mi padre! ¡No contesta el teléfono! ¡No sé si tiene lo que necesita! ¡Déjeme pasar! —gritó Lucía.
De pronto, una mano se posó en su hombro. Al volverse, vio a una mujer embarazada, apenas mayor que ella.
—Lucía, hola —dijo Ana con cuidado.
—Hola… ¿nos conocemos?
—No exactamente. Yo te conozco muy bien, pero tú a mí no. Bueno, para ti soy “la vecina que alimenta al gato y trae medicinas”.
—No entiendo nada. ¿Vienes por mi padre? ¿Él te llamó? ¿Viniste con él?
—Vine sola. El hospital me avisó.
—¿A ti?
—Es que… soy su esposa.
—¿Cómo que su esposa?
—Legalmente, sí. Puedo enseñarte el sello del pasaporte. El certificado no lo traje.
Ana se llevó una mano al vientre, instintivamente.
—Salgamos fuera. Te lo explicaré. Tu padre está bien, yo le traje todo. Vamos.
Una vez en la calle, buscó las palabras adecuadas.
—¿Desde cuándo estáis casados? ¿Por qué no dijo nada? ¡Y menos lo de…! —Miró el vientre de Ana.
—No es agradable para mí esta situación. Ni para ti. Pero ya sabes: “¿Quieres hacer reír a Dios? Cuéntale tus planes”. Tu padre pensaba “encontrar el momento” para decírtelo, pero la vida lo ha decidido por nosotros.
—¿Y por qué no lo hizo? Es muy raro.
—No es rLucía respiró hondo, miró a Ana a los ojos y, con una sonrisa tímida, dijo: “Bueno, al menos ahora tendré una hermanita, y parece que también una nueva amiga”.