Hasta el final

Hasta el final

Lucía cenaba sola, una vez más. Eran las nueve de la noche y ni una llamada ni un mensaje de Javier. «Otra vez tarde en el trabajo», pensó, aunque no se lo creía del todo.

…En el último mes, estas “demoras” se habían vuelto demasiado frecuentes. Al principio eran esporádicas—una vez cada quince días. Luego, cada semana. Y ahora parecía que Javier había dejado de llegar a casa a su hora por completo.

Lucía recordaba bien cómo empezó todo. Primero, Javier decía que había mucho trabajo, un proyecto urgente con fecha límite. Ella le creía y lo esperaba hasta tarde.

Pero luego las excusas se volvieron cada vez más ridículas. El lunes, llamó diciendo que estaba atrapado en el aparcamiento porque un tractor quitaba nieve y no lo dejaba salir. Lucía guardó silencio y decidió observar mejor. Sabía perfectamente que el parking de su trabajo era subterráneo—un tractor jamás llegaría ahí ni en una semana.

El miércoles, se “demoró” por una reunión importante, aunque en su empresa casi no hacían juntas. Y si las había, eran por videollamada y por la mañana.

Ayer, dijo que se había quedado en la oficina porque… le dolía el estómago y pasó más de una hora en el baño con indigestión.

Lucía no era tonta. Sabía que su marido escondía algo. Pero los gritos no sacarían la verdad. ¿Qué podría estar ocultando?

—¿Cómo te sientes? —preguntó Lucía, intentando que su voz sonara tranquila y preocupada.

Javier, que acababa de entrar, se dejó caer en la cama y suspiró.

—No muy bien —dijo, masajeándose el vientre—. Pedimos comida de un sitio raro, creo que me sentó mal…
—Qué horror. Te creo —respondió Lucía, fingiendo compasión mientras estudiaba su reacción—. Voy a buscarte algo para el dolor.
—¡No! —Javier se incorporó de golpe, pero volvió a recostarse al darse cuenta de que casi gritaba.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, fingiendo sorpresa.
—Los compañeros me dieron algo. No recuerdo el nombre, pero me ayudó.
—¿Ah, sí? Bueno… —Lucía encogió los hombros—. Pero mejor recuerda el nombre, no vaya a ser cualquier cosa…
—Tienes razón —Javier forzó una sonrisa—. Voy a ducharme y a dormir, que no me encuentro bien.
—Claro —ella le acarició la mejilla y salió del dormitorio.

En cuanto Javier cerró la puerta del baño, Lucía corrió a la cocina. Ahí estaba, con el móvil de él en la mano, revisando notificaciones, mensajes, llamadas—nada sospechoso. Hasta que decidió mirar las aplicaciones bancarias.

«Transferencia de 500€ a nombre de Alejandra M.», leyó en silencio. Un nudo se le formó en el pecho. Oyó que Javier cerraba el grifo. Rápidamente cerró todo y dejó el móvil en su lugar.

—No entres en pánico, no entres en pánico —susurraba para calmarse—. ¿Quién demonios es Alejandra M.?

Intentó recordar. ¿Una compañera de trabajo? ¿La contable?

Esa noche, el sueño no llegó. Lucía se revolvía en la cama, que de pronto parecía enorme y fría. Javier dormía a su lado, ajeno a su tormento. En algún momento, cayó en un sueño ligero, pero incluso ahí la perseguían fragmentos de conversaciones, imágenes borrosas, pesadillas.

Se despertó de golpe, como si alguien la hubiera sacudido.

—«¡Alejandra!» —el nombre le golpeó la memoria como un puñetazo. La exnovia de Javier, de la que apenas había hablado. Siempre la minimizaba: «solo un amor de juventud».

Lucía se sentó en la cama, sintiendo un sudor frío recorrerle la espalda. Todo encajaba: las excusas extrañas, las demoras, los dolores de estómago repentinos… Y ahora, esa transferencia.

Se agarró la cabeza, intentando contener el temblor.

—«Un amor de juventud» —repetía en su mente.

No volvió a dormir. Permaneció despierta hasta el amanecer, observando el rostro tranquilo de su marido, tratando de armar el rompecabezas.

La sospecha de que Alejandra era su ex ahora le parecía obvia. Pero ¿qué los unía después de tantos años? ¿Y por qué le enviaba tanto dinero?

Con cuidado, se levantó sin hacer ruido. En la cocina, preparó café y sacó un cuaderno. Necesitaba un plan.

«¿Qué hago?» La pregunta resonaba en su cabeza.

¿Hablar con Javier directamente? Pero estaba claro que ocultaba algo, y una simple conversación no bastaría.

¿Contratar a un detective? Le sonaba a película. Ni sabía dónde encontrarlos ni cuánto costaría.

¿Buscar a Alejandra por su cuenta?

Sabía que no podía esperar. Cada día empeoraría las cosas. Pero ¿cómo actuar sin delatarse?

Decidió empezar por lo más simple: revisar las redes sociales de Javier. Quizás había pistas—fotos viejas, menciones del pasado, contactos en común…

Abrió el portátil y comenzó a revisar su perfil. La mayoría eran fotos recientes—viajes, reuniones de trabajo, fotos familiares. Pero al fondo del archivo, encontró imágenes antiguas. En una, un Javier mucho más joven aparecía con una chica. Lucía se fijó bien en su rostro.

Era ella. Alejandra. La de la que Javier apenas hablaba.

Cerró el portátil y respiró hondo. Sabía que solo había dos caminos: ignorarlo todo y seguir adelante, arriesgándose a algo peor, o actuar y descubrir la verdad, fuera cual fuera.

La elección era clara. Debía saberlo. Y lo haría, costara lo que costara.

Esa noche, sentada en el salón, jugueteaba nerviosa con el móvil. Ya tenía preparado su discurso para hablar con Javier cuando la puerta se abrió.

—Tenemos que hablar —dijo él desde el umbral. Su voz sonaba rara, apagada.
—Yo también quería hablarte —empezó Lucía, pero Javier la interrumpió.
—Déjame hablar —pidió, sentándose en el banco del recibidor—. Esto no te va a gustar. No espero que me entiendas, pero no me juzgues todavía.

Lucía contuvo la respiración, sintiendo cómo el corazón le latía más rápido.

—¿Recuerdas a Alejandra? Mi primer amor. Estuvimos juntos al salir del instituto, antes de la universidad —la voz de Javier tembló.

Lucía sintió que la llevaban al cadalso. Él diría esas palabras, y todo se acabaría.

—Justo al entrar en la universidad, Alejandra quedó embarazada. Yo era joven, tonto y egoísta. Me asusté —Javier calló un momento.

A Lucía le dieron ganas de agarrarlo y zarandearlo para que terminara de una vez. Pero ya lo entendía. Un embarazo, un hijo que ahora necesitaba padre.

—Le di dinero y la mandé a la clínica. Luego desaparecí de su vida como un cobarde —continuó—. Fue a la clínica. Pero algo salió mal. Hubo complicaciones. Me rogó que la ayudara, pero yo la aparté.
—¿Se deshizo del bebé? —preguntó Lucía, con un atisbo de esperanza que la avergonzó al instante.
—Sí. Pero después… nunca se casó. Empezó a enfermar. Tres operaciones ginecológicas. Le quitaron todo. Y luego… se extendió. Los médicos dicen que le quedan tres meses, pero dudo que llegue.

Lucía se quedó inmóvil, procesándolo.

——Entonces iré contigo —dijo Lucía, tomando su mano con firmeza—, porque el amor verdadero no se mide en años, sino en los gestos que nos hacen humanos.

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Hasta el final