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**Diario Personal**

Hoy mamá volvió a llamar. Desde que supe que era ella, el pulso se aceleró antes incluso de deslizar el dedo para contestar.

—Te he dado más que nadie, así que merezco más ayuda. ¿O se te olvidó lo del piso?

Su voz, afilada como una navaja, atravesó el auricular. Carla sujetó el móvil con el hombro mientras removía las gachas con una mano y apartaba el pelo de la frente con la otra.

—Mamá, ya hablamos de esto. Este sábado vamos al pueblo con Álex. Sus padres nos esperan para ayudarles en la huerta… —Intentó que su voz no temblara.

—¿Y aquí qué? ¿Las cajas se moverán solas? —espetó Carmen con un bufido—. El repartidor no viene, y hay que cargar mercancía. Si venís por la mañana, para el mediodía habréis terminado. Luego os vais a vuestra huerta.

Carla se dejó caer en la silla. La presión en el pecho le recordó que estos diálogos eran siempre iguales. Mamá nunca pedía. Exigía. Con argumentos de plomo, pesados, impregnados de deuda moral. Hasta monetaria.

—Ya les prometimos. Apenas ven a Álex… —repitió, sabiendo que era inútil.

—¡Ah, claro! —Carmen elevó el tono—. Yo lo doy todo por mi hija, y ella mira para otro lado.

Carla cerró los ojos. Ahí venía.

—¿Recuerdas vuestra boda? ¿Quién os dio dinero para el piso? ¿Tus suegros? Viven en un caserío medio derruido. Sin mí, seguiríais saltando de alquiler en alquiler.

Álex lo escuchó desde el comedor. O casi todo. El resto lo dedujo por la tensión en los hombros de Carla. Se apoyó en el marco de la puerta, cruzado de brazos. Ella notó su mirada antes de verlo. Colgó y alzó la vista.

—¿Lo has oído? —susurró.

—Lo suficiente —respondió él, seco—. No contesteís más. ¿Cree que nos ha comprado?

Las palabras se atascaron en su garganta. Entendía a Álex. Cada vez que mamá “recordaba” su ayuda, Carla sentía que vivía de prestado. Como si el piso no fuera suyo, sino alquilado. Y la casera, su propia madre.

Álex salió al balcón. La puerta cerró de un portazo.

Carla se cubrió el rostro con las manos. Antes creía que mamá solo quería lo mejor para ella. Pero ahora veía el reguero de hiel en la miel.

En la boda, Carmen brilló. Llegó con un vestido rojo pasión, como si fuera ella la novia. Banquete, música en vivo, dos presentadores… Todo gracias a ella. Al llegar los regalos, alzó un sobre ante todos y anunció la cifra en voz alta, mirando de reojo a los suegros de Carla.

—Os lo damos con cariño —había dicho Vicente, padre de Álex, ruborizándose—. Que seáis felices. Lo importante es escucharse.

Carmen, enfrascada en otro tema, ni lo oyó. Para ella, solo importaban los números.

Carla observó las paredes blancas de la cocina, la olla rápida, la vajilla. Todo empezó con aquel sobre. La reforma, los muebles…

Creía que era un regalo. Ahora entendía: era una inversión. Y con cada petición, Carmen cobraba el dividendo.

Pasaron semanas. Seguían hablando, pero frío, solo si ella llamaba. Carla a veces alargaba la mano hacia el teléfono, pero se detenía. No estaba enfadada. Solo temía la ducha helada de reproches.

Álex evitaba a su suegra.

—Ve tú si quieres —le dijo—. Yo no escucho que debo “pagar” un regalo. En mi familia no hay inversores.

Dolió, pero Carla calló. ¿No tenía razón?

Un día, armándose de valor, habló con su madre:

—Mamá, te agradecemos mucho tu ayuda —empezó con cuidado—. Pero la gratitud no es una obligación.

Carmen arqueó las cejas como si escuchara un disparate.

—¿Cómo? ¿Y la reciprocidad? ¿El vaso de agua en la vejez? Los hijos deben ayudar. Para eso os criamos.

Algo se quebró en Carla. Esa frase…

Recordó cuando buscaban piso. Habían encontrado un estudio en Alcalá, modesto pero acogedor. Álex revisó distancias al metro y presupuestos.

Carmen insistió en darles más dinero para algo mayor.

—¿Cómo vais a apretaros ahí? Yo os ayudo. Después me lo agradeceréis.

—Nos vale este —cortó Álex—. Queremos hacerlo solos.

Carla entonces creyó que exageraba.

—Álex, parece que mamá va a cobrar intereses —se rio—. No es un banco.

Ahora le agradecía su suspicacia. De lo contrario, su deuda habría sido mayor.

Incluso los suegros, siempre amables, se distanciaron. Rosa, la madre de Álex, hablaba con frialdad. Vicente soltó bromas ácidas.

—Dicen que el piso es gracias a tu madre —comentó un día—. Vaya dote tiene Carla. Nosotros no podemos competir.

Resultó que, en el cumpleaños de Álex, Carmen había murmurando a una prima:

—Yo les pagué casi todo el piso. Sus suegros no tienen un duro.

La frase llegó a oídos equivocados. Ellos habían puesto casi un cuarto del precio.

Esa tarde, Carla se sentó frente a Álex. Él hojeaba el móvil en silencio.

—Estoy… entre dos fuegos —musitó—. Pero no soy tonta. Lo veo.

Él dejó el móvil.

—Su ayuda nos cuesta demasiado —confesó—. No quiero vivir en deuda.

—Ya no son deudas. Es una guerra que nos deshace. Ladrillo a ladrillo.

Carla asintió. Él le daba permiso para frenar.

—Basta. Nada más de tratos bajo la fachada de ayuda —dijo—. Si quiere hablar, bien. Pero no me dejaré manipular.

No estaba sola. Eso la fortalecía.

Pero Carmen no se rindió.

—Hola, hija. Perdona la hora. Tu tía Marisa llega al tren a las tres de la mañana. En este pueblo no hay taxis a esa hora.

No era una petición. Una orden.

—No podemos, mamá. Álex madruga…

—Claro. A tus suegros acudís al vuelo. ¿Y a mí?

Carmen suspiró, dramática, como si hubiera abandonado a su tía en medio de la nada.

—Vale. Haced lo que queráis. Pero después no vengáis cuando os haga falta. Todo lo que he invertido en ti…

Carla apretó los labios. Sabía que llegaría esto.

—Sí, invertido. Gracias. Pero no soy tu propiedad. Ni Álex.

Silencio.

—Está claro —espetó Carmen.

Colgó.

La semana pasó en calma. Hasta que Carla encontró a Lucía, una amiga común.

—¡Tu madre soltó una bomba con Natalia! —se rio—. Dijo que Álex te eligió por el piso.

Carla se quedó helada.

—¿Qué?

—Bueno, ya la conoces. Pero… cuidado. No vaya a enterarse Álex.

No sabía si él lo sabría. Pero su madre no pararía.

Visitaron al notario. Registraron a nombre de Álex la parte del piso correspondiente al dinero de sus padres.

Legalmente, poco cambiaba. Pero para Carla, fue una liberación.

Esa noche, escribió a Carmen:

*Gracias por tu ayuda, pero no es un depósito. No te debemos nada. Tus suegros también aportaron.Con el tiempo, aprendieron que la paz no tiene precio, y aunque Carmen nunca volvió a hablarles, Carla comprendió que algunas deudas solo existen en la mente de quien las impone.

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