¡Y para qué se giró! Hubiera seguido de largo…
Cuando tomamos una decisión, nos convencemos de que es la correcta, buscamos justificaciones. Al principio, nos atormentan las dudas, tememos el boomerang de la vida, el castigo por nuestros actos. Pero como no pasa nada, nos tranquilizamos, nos creemos en lo cierto y seguimos adelante, evitando recordar.
Hasta que un día el boomerang regresa. O el remordimiento, tarde pero implacable.
Se conocieron a principios de los dos mil. Álvaro llegó a la parada esperando el autobús. Cerca de él había una chica, normal, como tantas. Pero su corazón dio un vuelco. «Si sube a ese bus, la perderé para siempre». Hasta se giró. Un autobús se acercaba al semáforo. El corazón le latía con fuerza, empujándole. Y Álvaro se acercó a ella.
—Hola. ¿Qué autobús esperas?
La chica lo miró, tratando de reconocerle, y él, al ver sus ojos, supo que jamás los olvidaría ni dormiría en paz.
—Me llamo Álvaro. ¿No esperas el 204?
—No —sonrió por fin—. El 30.
Álvaro respiró aliviado. No había visto el autobús acercarse, así que aún tenía tiempo.
—¿Vives en Carabanchel? —insistió.
—No, voy a casa de mi abuela.
—¿Tienes prisa? —preguntó, resignado.
—No mucha, ¿por qué? —ella lo miraba con curiosidad.
Álvaro casi saltó de alegría:
—¿Vamos caminando hasta la siguiente parada?
La chica dudó un instante, luego asintió con una sonrisa.
El corazón le palpitaba de emoción. Caminaron juntos, luego un poco más… Hasta llegar al barrio de la abuela de Lucía, sin notar el cansancio ni el paso del tiempo.
Cuando Lucía se detuvo frente a la casa, ya se sabían casi todo el uno del otro, como si llevaran años juntos. Antes de separarse, intercambiaron números. Ninguno dudaba de haber encontrado su destino.
Un año después se casaron. Vivieron en casa de la abuela hasta terminar sus estudios y, con sus primeros sueldos, pidieron una hipoteca para un piso de dos habitaciones. «Para el futuro».
Cuando Lucía le anunció que serían padres, el corazón de Álvaro dio otro vuelco, igual que aquel día en la parada, como diciendo: «¡Eh, papá, espabila!» Y él, radiante, sonrió. ¡Sería padre! Qué locura, qué responsabilidad.
La vida giró en redondo. Solo hablaban del bebé, de nombres, de cunas y cochecitos. Álvaro hasta paraba a madres en la calle para preguntar por marcas. Le daban consejos hasta sobre la dentición.
Amigos con hijos les ofrecían ropa de bebé ya usada.
Los jóvenes querían que el tiempo volara. Hasta que nació un niño precioso, de ojos azules. Cuando Lucía salió del hospital, la habitación tenía una cuna nueva, ropita impecable en el armario y un cochecito último modelo esperando en el pasillo.
El día llegó. Álvaro, emocionado, entró en casa con el pequeño fardo. La voz del bebé llenó el piso, junto a los gritos de los familiares.
Pero en la primera revisión, Lucía vio la cara tensa del pediatra.
—¿Pasa algo?
El médico no contestó. Más pruebas. Luego, el diagnóstico. Lucía lloró. Álvaro apretó la mandíbula, intentando calmarla. No lo creían. ¿Cómo podía pasarles esto? Eran jóvenes, sanos…
—Parto prolongado, traumatismo… —murmuró el médico cansado.
Siguieron días de dolor y aceptación. La madre de Álvaro sugirió dejar al niño en un centro. «Tendréis otros hijos sanos. No os carguéis esta cruz».
Álvaro evitó la mirada llorosa de Lucía, pero dijo firme: «A Adrián no lo dejamos».
El niño creció, sonreía, parecía normal. Hasta que llegó la hora de caminar. Y no lo hizo. Los médicos no daban esperanzas: «Silla de ruedas de por vida. Al menos el cerebro está bien».
Empezó la lucha: fisioterapia, masajes, ejercicios… Lucía dejó su trabajo para cuidar a Adrián. El sueldo de Álvaro se iba en tratamientos e hipoteca. Sus padres ayudaban como podían.
Un domingo, Lucía pidió a Álvaro que llevara a Adrián al parque.
—No puedo —confesó él—. Ver a otros niños correteando… La gente que mira a Adrián en el cochecito… No aguanto sus miradas.
Fue la primera señal. Luego vinieron más.
Una vez, Lucía propuso vender el piso y comprar una casa con rampas.
—Será mejor para Adrián. Ya es mayor, lo entiende todo.
—Sí —respondió él, evitando su mirada—. Pero no cambiará nada. Perdona, no puedo seguir así.
Lucía lo dejó marchar. Sus ojos reflejaban pánico, pero no lloró. Él evitó pensar en la carga que dejaba sobre ella.
***
Pasaron diecisiete años.
Álvaro entró en una tienda buscando un regalo para su padre. No encontró nada y se dirigió a la salida. Delante iba una mujer con traje pantalón verde. Admiraba su figura, inhalaba su perfume. «Qué mujer», pensó.
Ella se detuvo a buscar algo en el bolso. Álvaro la rebasó, pero se paró. Quería ver su rostro. Ella levantó la vista. La habría reconocido entre mil.
—Hola, Lucía —dijo él, acercándose.
Ella lo saludó con una sonrisa cortés. Sus ojos ya no brillaban como antes.
—¿Tienes prisa? —preguntó él, como aquel día.
—No mucha.
—¿Tomamos algo? —señaló una cafetería.
Ella asintió. Ya no temblaba al mirarlo. Este no era el Álvaro que amó.
—Qué bien te veo —dijo él al sentarse—. El gris te sienta.
—Tú también has cambiado —respondió ella—. ¿Cómo estás? ¿Casado?
—Divorciado. Dos hijas. Viven con su madre. Me llaman cuando necesitan dinero. ¿Y tú?
—No. Estoy buscando zapatillas para Adrián.
—¿Adrián… camina? —preguntó con cautela.
—Sí. A su manera. Quema zapatillas. Tiene novia. Acabó la universidad, es programador. Lleva un blog. Es nuestro sostén.
Sus ojos brillaban al hablar de él.
—No me lo esperaba. Me alegro.
—Fue difícil. Mis padres vendieron sus pisos para comprar una casa adaptada. Mi padre murió hace tres años. Mi madre vive con nosotros.
—Eres increíble. Lo siento. Yo me rendí.
—No importa. Ya te perdoné.
—¿Puedo verlo?
Lucía lo miró fijo.
—No puedo impedírtelo. Pero… él no te ha perdonado.
Álvaro bajó la cabeza.
—Si pudiera volver atrás…
—No —lo interrumpió—. Te irías igual. Fue tu decisión.
Sonó su móvil.
—Es Adrián —sonrió—. Debo irme.
—¿Te llevo?
—No, gracias.
Él la miró marchar, con la amargura de las oportunidades perdidas.
En casa, su labrador lo recibió moviéndole la cola.
—Espera un poco —murmuró Álvaro, llamando a su hija mayor.
—¿Qué pasa, papá?
—Nada. Echaba de menos.
—No tengo tiempo. Luego hablamos.
Colgó.
—A nadie le importo —susurró al perro—. Solo a ti.
Aquella noche, dioAl día siguiente, Álvaro compró unas flores y se dirigió a la casa donde vivían Lucía y Adrián, decidido a enfrentar su pasado, aunque solo fuera para decir lo que nunca pudo.