—Mamá, si no aceptas mi decisión, me iré. Para siempre…
Antonio entró en el vagón del tren de cercanías y echó un vistazo. Había asientos libres por todos lados. Se sentó junto a la ventana. Las puertas se abrían con estruendo cada poco, dejando entrar a más pasajeros.
Frente a él, se acomodó una pareja de mediana edad. La mujer removió una bolsa, sacó dos ensaimadas y comenzaron a comer. El aroma dulce inundó el vagón. Antonio, discreto, volvió la mirada hacia la ventana.
—Joven, tome una —la mujer le ofreció una.
—No, gracias —sonrió él.
—Venga, venga, quedan casi dos horas de viaje.
Antonio aceptó y dio un bocado. ¡Qué deliciosa estaba! Por los altavoces, una voz distorsionada anunció: «El tren partirá en… minutos… con destino a… hará paradas en todas las estaciones excepto… Repito…».
—¿Qué ha dicho, joven? ¿Qué estaciones no para? —la mujer se inquetó.
Antonio encogió los hombros. Él iba hasta la última parada; no había prestado atención.
—Te dije que cogieras el tren con todas las paradas. Nunca me escuchas —reprendió al marido—. ¿Y ahora qué hacemos? Tendremos que bajarnos antes y esperar otro.
Solo se calmó cuando un pasajero les confirmó que el tren sí pararía en su estación. La discusión cesó, Antonio terminó la ensaimada y observó por la ventana los árboles fugaces, los rayos de sol filtrándose entre las hojas, las estaciones, los pueblos. El vagón se volvió sofocante, el sudor le corría por la espalda bajo el grueso tejido del uniforme militar.
Antonio imaginaba su llegada: la alegría de su madre, la ducha fresca… Cuánto ansiaba llegar, quitarse el uniforme, ponerse unos vaqueros, una camiseta y zapatillas, olvidar los madrugones y las formaciones. Creía que dormiría un día entero en su sofá y que, al despertar, encontraría sobre la mesa, bajo un paño, una pila de torrijas recién hechas.
«¿Cómo estará Asun? Aunque solo ha pasado un año…» Recordó a esa chica frágil, de pelo castaño y ojos verdes, un año menor que él, vecina suya, que ese año terminaba el instituto. Nunca le había prestado atención; solo otra chica más.
La noche antes de irse, todos se reunieron en el parque infantil del barrio. Max le reprochó su decisión impulsiva de dejar la universidad y alistarse. Pablo lo defendió: «Si no fuera por mi madre, quizá yo también me hubiera ido». Las chicas lamentaban que el grupo se deshiciera, pero reían absortas en sus móviles.
Asun, a quien todos veían como una niña, dijo seria: «Yo te esperaré». Todos enmudecieron; ella, avergonzada, se ruborizó y escapó.
—¡Anto, parece que tienes novia! —bromeó Pablo.
—Qué pasa, ¿no puedo esperarlo? —Antonio lo empujó, casi haciéndolo caer de la banca—. Cuando vuelva, me caso con ella.
Nadie supo la verdad. Él había entrado en la universidad, como quería su padre. Pero en primavera, su padre abandonó el hogar: otra mujer esperaba un hijo suyo. El mundo de Antonio se derrumbó. Dejó los estudios y se alistó. Era su protesta.
Su madre lloró. Él prometió que, al volver, retomaría su vida, quizá estudiaría a distancia.
El año pasado. Ahora volvía a casa. El rencor se había esfumado; solo sentía nostalgia por su madre, su hogar, sus amigos. Había hecho lo correcto. La vida continuaba.
En la siguiente estación, la pareja bajó. Un chico y una chica ocuparon sus sitios, cogidos de la mano en silencio. Antonio pensó de nuevo en Asun. Su promesa ya no le parecía una broma.
El tren se detuvo. Antonio salió y caminó con paso ágil hacia el paso subterráneo. De niño, le gustaba escuchar el eco de sus pasos, como si cientos de personas lo acompañaran. Su padre se reía: «Es solo el efecto del eco».
Al salir a la plaza, respiró hondo el aire familiar y emprendió el camino a casa. Una vecina lo vio:
—¡Antonio! ¡Cuánto alegrarás a tu madre!
Subió las escaleras de tres en tres, llamó al timbre y aguzó el oído. Tal vez su madre no estaba…
Pero la puerta se abrió. Su madre lo abrazó, lo miró, incrédula, entre lágrimas. «¡No avisaste!», protestó mientras corría a la cocina. Antonio se duchó. En la lavadora, ropa limpia esperaba.
Los vaqueros le quedaban cortos. La camiseta, ajustada.
—¡Has crecido! —exclamó su madre—. Después de comer, iré a comprarte ropa nueva.
—No hace falta.
—¿Y cómo vas a impresionar a las chicas así?
Mientras comía, su madre habló:
—Pablo tuvo un accidente. Pasó meses en el hospital. Ahora está en silla de ruedas. Los médicos dicen que no caminará. Menos mal que sobrevivió. Tomó el coche de su padre borracho y chocó. Si se hubiera alistado contigo… —suspiró—. A Max hace tiempo que no lo veo. Irene se casó…
Antonio quería preguntar por Asun, pero su madre evitaba mencionarla.
Cuando ella salió, él recorrió la casa, tocando cada objeto, reencontrándose con su vida.
A su regreso, Antonio se vistió con la ropa nueva y fue a ver a Pablo. Su madre abrió la puerta. Pablo, en su silla, lo recibió con frialdad. La conversación fue tensa.
—Max no viene —dijo Pablo, hosco—. Solo me visitó un par de veces.
Antonio se despidió, prometiendo volver.
Max, en cambio, lo recibió con un abrazo. Antonio le preguntó qué había pasado entre ellos.
—No tengo nada que decir. Ya lo sabrás.
—¿Sabré qué? ¡Dímelo!
—Basta. ¿Qué harás ahora? ¿Trabajar o retomar los estudios?
—No lo sé.
Esa noche, Antonio no pudo dormir. A la mañana siguiente, fingió seguir durmiendo cuando su madre se fue al trabajo. En la mesa, bajo un paño, encontró torrijas calientes, como había soñado.
Después del desayuno, fue a casa de Asun. Quería verla sola.
Timbró. Nadie respondió. Iba a marcharse cuando la puerta se abrió.
Allí estaba ella, igual que en sus recuerdos.
—Prometiste esperarme. He vuelto —sonrió él.
Por un instante, brilló la alegría en sus ojos, luego se apagó. Asun retrocedió. Antonio vio su vientre redondo bajo el batín.
—Pasa —dijo ella.
—¿Te has casado? —preguntó él, quitándose las zapatillas.
—No.
—¿Entonces?
—El padre es Pablo.
Antonio no lo entendió al principio.
—El accidente fue después —explicó Asun, yendo a la cocina—. Dos días después.
Él la siguió.
—¿Y tus estudios?
—Los dejé.
—¿Pablo sabe?
—Sí. Se lo dije en el hospital.
—¿Te obligó?
—No lo sé… Nos encontramos en el parque. Él y Max ya estaban bebidos. Pablo me invitó a su cumpleaños. Dijo que vendrían más chicas, pero no apareció nadie. Solo tomé una copa de champán, pero me mareé enseguida. Quizá puso algo en mi bebida. Habló de haber comprado drogas en un clubAntonio cerró los ojos, respiró hondo y, tomando las manos de Asun, le dijo con voz firme: “No importa el pasado, a partir de hoy, esta niña será mi hija y tú la mujer que siempre debiste ser para mí”.