No me decepciones
El padre de Lucía era muy estricto. Hasta su madre le tenía miedo, no se atrevía a contradecirle ni con una palabra. Pero con los niños ajenos era diferente, sonreía y hablaba con dulzura. Con ellas solo gritaba. Y Lucía tardó años en entender por qué su padre no la quería. La respuesta la descubrió ya en el instituto.
En el colegio, Lucía se esforzaba al máximo por sacar buenas notas, solo para evitar sus regaños. Desde los doce años tenía un sueño: sacar buena nota en la selectividad y estudiar en la Universidad Complutense de Madrid.
Cuando familiares o amigos de sus padres venían a casa, no faltaba quien elogiara a la guapa e inteligente hija y preguntara qué quería ser de mayor y a qué universidad iría.
Lucía miraba a su padre con temor y respondía que aún no lo tenía claro. De su sueño prefería no hablar.
—Once años estudiando son suficientes. No pienso mantenerla hasta la jubilación. Ya está sana y fuerte, que trabaje. Todos quieren ser científicos o jefes, pero ¿quién va a currar? —decidió su padre por ella.
—Pero qué dices, Paco. No le hagas caso, Lucía es muy lista, saca sobresalientes. ¿Con esas notas va a estar detrás del mostrador vendiendo chorizos? Hoy en día, sin estudios no llegas a nada. Y con un buen trabajo hasta un novio con dinero puede encontrar —dijo su madre, aduladora.
Pero su padre no quería ni oírlo.
—No digas tonterías —replicó, lanzándole una mirada que la hacía encogerse—. ¿Para qué quiere estudios una mujer? Para cocinar y limpiar no hace falta diploma. Parir puede hasta sin título. El saber solo trae problemas. A ti, por ejemplo, ¿de qué te sirvió?
Su madre se encogía bajo su mirada, mientras él seguía soltando reproches. Los invitados, incómodos, callaban para no contrariar al cabeza de familia.
Así que Lucía tragaba saliva y guardaba sus sueños para sí. Pero al sacar buenas notas en la selectividad, decidió anunciar su marcha a Madrid. Ya era mayor de edad. Nada la ataba allí, y no pensaba vivir a costa de su padre. Le demostraría lo que valía. Y ya no le tenía miedo. O eso creía, mientras caminaba hacia casa agarrando su expediente lleno de sobresalientes.
Al ver el ceño fruncido de su padre, su determinación se esfumó. Pero aun así dijo que quería irse a estudiar.
—A ningún lado vas. Te he criado, te he vestido, ahora nos toca a nosotros. ¿Qué vas a hacer tú allí? Ya conozco yo vuestras “estudios” —miraba con sorna a su madre, que bajó la vista—.
—¡No te vas! —Golpeó la mesa con el puño, haciendo saltar los platos.
—Y tú no la defiendas. Tú también tienes qué callar —añadió, mirando de nuevo a su esposa—. ¿O no recuerdas cómo acabó lo tuyo? Me deberías agradecer que me casara contigo y criara a esta ingrata.
—Paco, no delante de la niña —suplicó su madre.
—¿Por qué no? Que sepa la verdad. A lo así aprende. Aunque… —hizo un gesto de desdén—. De tal palo, tal astilla.
—Mamá… —Lucía miró a su madre con lágrimas.
—Que trabaje, y punto —remató su padre, sorbiendo ruidosamente la sopa.
Lucía salió corriendo. Cuando él se fue, su madre entró en su habitación.
—Mamá, ¿por qué me hace esto? —preguntó entre lágrimas.
Entonces su madre se lo contó todo.
—Ahora entiendo por qué no me quiere. ¿Sabes? Hasta me alegro de que no sea mi padre de verdad —dijo Lucía, secándose las lágrimas.
—Intentaré hablar con él otra vez. Toma —su madre le entregó un fajo de billetes—. No es mucho, pero para empezar sirve. Escóndelo bien. Yo lo fui ahorrando a escondidas. No prometo más ayuda, tu padre controla hasta el último céntimo.
—Gracias, mamá. Ya me las arreglaré. Pero él te va a matar… —Lucía la miró preocupada.
—No me matará. Gritará, quizá me pegue. Tiene derecho. Pero tú vete a Madrid, estudia y no me falles.
Tres días después, mientras su padre trabajaba, Lucía se marchó.
Entró en la universidad y consiguió una residencia. Pero el dinero se acabó pronto, y empezó a limpiar oficinas por las noches. En la residencia compartía habitación con Marta, una chica que prefería salir de fiesta antes que estudiar. Tenía un novio, Rodrigo, quince años mayor que ella.
—¿Para qué quieres a un viejo? ¿No está casado? —preguntó Lucía una vez.
—Qué inocente eres. Sí, está casado, pero tiene dinero. ¿Qué me va a dar un estudiante sin un duro? ¿De crees que me mando estos vestidos y cosméticos? Mi familia no puede permitírselo. Rodrigo me alquiló un piso. ¿Me ayudas a mudarme?
El piso era amplio y bien amueblado. Lucía pasaba allí mucho tiempo, incluso cuando Rodrigo no venía.
Echaba de menos a su madre, pero en verano no volvió. Marta le propuso ir a la playa.
—No tengo dinero —advirtió Lucía.
—No lo necesitas. Rodrigo paga todo. Quiere que vayas para vigilarme —se rio Marta—. ¿Vamos?
—¿De verdad lo quieres? —preguntó Lucía.
—¿Vienes o no? —Marta dejó de sonreír.
—Voy.
En el tren, miraban por la ventana mientras el paisaje cambiaba. El sol brillaba más, el cielo estaba más azul, y los campos de trigo daban paso a viñedos.
El mar era exactamente como lo recordaba: fresco, infinito. Se levantaban temprano para ir a la playa. Por la noche, paseaban. Dos chicas jóvenes, bronceadas, llamaban la atención.
Una noche, dos chicos las invitaron a un bar. Lucía se sorprendió al ver cómo Marta coqueteaba.
—¿Qué pasa? Solo es un poco de diversión. No le digas nada a Rodrigo, ¿vale? —apretó su mano.
Después, se separaron. Marta se fue con su acompañante, y Lucía paseó con Javier por el paseo marítimo. Le gustaba. Tenía una sonrisa sincera.
Marta volvió al amanecer.
—¿Tan tarde? ¿Y si Rodrigo se entera? —preguntó Lucía.
—¿Qué más da? Él está con su mujer. ¿Y vosotros?
—Nada —refunfuñó Lucía.
—¿En serio? Qué aburrida —sentenció Marta.
—No puedo saltar así a la cama. Le prometí a mi madre no repetir sus errores.
Javier y ella siguieron viéndose. Se besaban, pero Lucía no permitía más. Él se enfadaba, pero ella no cedía.
Al volver, Javier siguió llamando. Decía que la echaba de menos, que iría en Navidad. Pero al final, dejó de hacerlo.
Marta dejó la universidad. Estaba embarazada.
—Es de Rodrigo —confesó—. Ya lo estaba antes de ir a la playa.
Lucía terminó sus estudios sola. Consiguió un buen trabajo como traductora en una empresa internacional. Ahorró, y años después compró un piso y un coche. Entonces volvió a su pueblo, tras diez años.
Su madre lloró de alegría. Su padre seguía igual.
—¿Vienes para quedarte? —preguntó, ceñudo.
—Te echaba de menos —respondió Lucía, abrazando a su madre.
—Hala, hasta coche te has comprado. ¿Dónde paganPero Lucía, mirándolo fijamente, sonrió y respondió: “No, papá, solo vine a demostrarte que, aunque nunca fuiste mi sangre, sí soy tu hija en todo lo que importa”.