**Ofendida**
—Vale, hija mía, ¿lo has pensado? Ayer vi un “Seat” blanco, con asientos de piel. Una preciosidad. Solo ciento treinta mil euros —la voz de Carmen Martínez sonaba forzadamente ligera, pero tras ella se escondía una presión sutil.
—Mamá… —Marina suspiró y cerró el portátil—. Ya hablamos de esto. Tenemos la hipoteca, y Sofí se enferma cada mes. ¿De dónde voy a sacarte ese dinero? Busca algo más sencillo.
Desde el dormitorio llegaban los gritos de la niña. Sergio intentaba calzarla los calcetines mientras ella se resistía. Eran las siete y cuarenta. En diez minutos, Marina debía salir al trabajo. Justo ahora, el tema del coche volvía a aparecer.
—Pues pedid un préstamo —dijo Carmen con calma, acercándose la bandeja de galletas—. Sois jóvenes, con buenos sueldos. No es para un capricho, es algo útil.
Marina giró bruscamente hacia su madre, apretando los puños.
—¿Y con qué lo pagamos, mamá? ¿Con el aire? ¿Me estás escuchando? Ya tenemos la hipoteca.
Carmen resopló, cruzó los brazos y apartó la mirada.
—Ah, claro. Los padres de Sergio tienen coche, pero yo, como siempre, me quedo en un rincón.
Aquello hizo estallar a Marina.
—Los padres de Sergio tienen coche porque lo compraron ellos. Vendieron el viejo, ahorraron. No pidieron nada a nadie. Y tú, recién sacaste el carné y ya quieres un Seat de lujo.
—¿Y por qué crees que saqué el carné ahora? —Carmen ardió—. ¡Porque te crié a ti, gasté hasta el último céntimo en ti, ahorré para tu primer depósito! Y ahora que por fin puedo permitírmelo, me cierras la puerta.
Marina miró a Sergio. Él, ayudando a Sofí con los zapatos, parecía cansado y molesto. Como siempre, no se metía. Esperaba que lo resolvieran solas. Pero su gesto lo delataba: ya estaba harto.
—Mamá, tú misma me dijiste que tenías miedo de conducir. No somos unos monstruos, pero no tenemos tarjeta negra —la voz de Marina pasó de la indignación al agotamiento—. Te ayudamos en todo: el alquiler, las medicinas, los regalos…
Carmen se llevó una mano al pecho, teatral como si acabara de recordar su hipertensión.
—Ah, ya veo. ¿Ahora me vas a echar en cara cada céntimo?
Marina exhaló fuerte, como si soltara vapor. La boca seca, las palmas sudorosas. No era la primera discusión sobre el coche, pero hoy había llegado más lejos. Todo se mezclaba: el cansancio, las bajas por la niña, las facturas sin pagar.
Entonces, Carmen soltó lo que la remató:
—¿Y si cuido de Sofí cuando esté enferma? Así podrás trabajar más, ganar más. Entonces podríamos pagar el préstamo.
Marina se quedó helada unos segundos.
—Espera. ¿Solo cuidarías a tu nieta por un coche? Antes decías que no podías por salud, ¿y ahora un Seat te cura?
—No exageres —refunfuñó su madre—. Busco un compromiso.
—El compromiso es cuando ambas partes ceden. Tú solo pones condiciones.
Carmen giró y se encaminó a la puerta.
—Vale. Todo claro. Arreglaos sin mí. Y no me llaméis cuando necesitéis abuela.
Marina no la siguió. Se sentó junto a la ventana, cerró los ojos.
Sergio se acercó y le puso una mano en el hombro.
—Lo has hecho bien —susurró—. Lástima que acabara así.
Un silencio extraño llenó el piso. Hasta Sofí dejó de lloriquear, mirando la puerta con inquietud.
—¿La abuela se fue para siempre? ¿No la veremos más?
Marina no supo qué decir. En su pecho hervían rabia, cansancio y una pena infantil. Habían ayudado a su madre sin pedir nada, y ahora esta les negaba su cariño por no comprarle un coche.
Pasaron dos meses. La vida seguía: Sofí en la guardería, Marina trabajando, Sergio con horas extra. Nadie hablaba de Carmen, pero su presencia seguía ahí, en los juguetes que traía, en las recetas familiares.
Y Sofí la echaba de menos. Al principio tímidamente, luego con preguntas.
—Mamá, ¿la abuela se fue?
—No, solo está… ocupada.
—Antes me llamaba cuando tosía. ¿Ya no me quiere?
Marina intentaba sonreír, inventar excusas. Pero su voz no convencía, y la inquietud crecía en Sofí.
Una tarde, todo estalló. Sofí, con su tablet, pidió llamar a la abuela. Marina asintió, esperando que esta vez contestara.
El tono sonó hasta cortarse. Sofí lo intentó cuatro veces. Al cuarto intento, rompió a llorar.
No un berrinche, sino un llanto callado, de niña que no entiende por qué ya no la quieren.
Marina la abrazó, arrepentida.
—Cariño, quizá no ha oído…
—No está durmiendo —susurró Sofí—. Ya no me quiere. Porque no le compramos el coche. La abuela está enfadada…
A Marina se le nubló la vista. Como si un cuchillo le atravesara el pecho. Apretó a Sofí, murmurando cosas sin sentido.
Era injusto. Podías enfadarte con tu hija, con tu yerno, pero ¿arrastrar a una niña? ¿Vengarte de ella por no tener un Seat? Era el colmo.
Esa noche, en la cocina con un vino barato, su vecina Lucía la encontró cavilando.
—¿Qué te pasa? Pareces un alma en pena.
—Mi madre otra vez… Sofí lloró hoy. Quiso llamarla y ni cogió el teléfono.
Lucía, que tampoco se llevaba bien con su madre, suspiró.
—A veces, a los mayores no les llega la sabiduría, sino el rencor. Creen que el mundo les debe algo.
Marina asintió en silencio.
—Pero míralo así: está sola. Sin marido, sin amigas. Tú eras su vida. Luego Sofí. Y ahora solo tiene la tele y su rabia. Quizá deberías dar el primer paso.
—Lo entiendo. Pero no puedo perdonarla. No así. Sofí lo intentó, ¿y?
—No estás obligada. Solo… no esperes que ella venga primero. Es demasiado orgullosa.
Tras la visita, algo cambió dentro de Marina: rabia, pena y comprensión mezcladas. Pero aún no iba a humillarse.
Un mes después, un sábado frío y soleado, llevó a Sofí al parque. La niña corrió al tobogán, mientras Marina se sentaba en un banco, rumiando las preguntas que Sofí ya no hacía: “¿La abuela nos quiere? ¿Estará enferma?”.
De pronto, oyó una voz conocida.
—No, no quiero ofertas. Tengo un móvil de botones, no uso internet.
El corazón de Marina se encogió.
Carmen caminaba entre los edificios, con su chaqueta de piel favorita. Rostro severo, labios apretados. Al ver a Sofí, dudó.
La niña, colgada de una escalera de cuerda, se giró. La vio. Se congeló un instante. Luego saltó y corrió hacia ella, llorando de alegría.
—¡Abuela!
Carmen tardó en reaccionar. Pero cuando Sofí la abrazó, se rindió, apretándola contra sí.
Marina se acercó, el corazón a punto de salCarmen miró a Marina, y por primera vez en meses, sus ojos reflejaron algo más que orgullo: un destello de arrepentido amor.