—¡Alto ahí! ¿Él se gastó mi dinero y ahora encima le debo algo? ¿De qué va esto?
—¡Es tu padre! —soltó su madre.
Lucía arqueó las cejas tanto que su frente parecía un acordeón. Su madre la miraba fijamente, con los brazos cruzados. La cocina estaba sofocante, como el aire entre ellas.
—Mi padre me dejó la mitad del piso. Y ese hombre es un desconocido para mí —respondió Lucía con calma.
—Pero tienes que entender… —replicó Rosario—. Lleva diez años viviendo aquí. También aportó lo suyo. Ayudó como pudo.
Lucía soltó un bufido, reprimiendo una risa amarga.
—¿Ayudar? ¿Cuándo ayudó, mamá? ¿Cuando se ponía delante de los fogones a sermonearme sobre cómo freírle patatas, si él ni siquiera sabe hacerse unos huevos?
—Bueno, quizá no en lo económico —murmuró su madre—. Pero es parte de la familia. Tú misma lo llamaste “papá”.
Lucía clavó la mirada en los imanes de la nevera, aquellos de ciudades visitadas en viajes con su padre. La colección dejó de crecer cuando llegó Javier.
—Lo llamé así una vez, para no decepcionarte —confesó en voz baja—. Tenía catorce años. Y él lo usó como bandera.
Un recuerdo indeseado vino a su mente: Lucía llegando a casa, humillada. Todos sus amigos iban al cine, pero a ella no la dejaron. Javier dijo que “una chica debe estar en casa, no de juerga”.
—¿Por qué? ¡Todos van! ¡Yo también voy!
—Cuando yo era pequeño, los niños no discutían. Por esas tonterías nos zurraban.
No gritó, pero sus palabras se le clavaron como un nudo en la garganta. Esa noche, Lucía no lloró. Solo escuchó sus quejas desde su habitación:
—La has malcriado. Una princesita que solo chupa dinero. En mis tiempos…
Apretó los puños. Era el principio. Luego vinieron más reproches: que iba “hecha un desastre”, que “comía mucho”, que “hablaba sin venir a cuento”. La trataba como a una criada en su propio reino.
Pero Lucía sabía la verdad: se desquitaba con ella. En el trabajo nadie le hacía caso, y apenas iba. Pero en casa, Javier alzaba la voz, golpeaba la mesa, fingía mandar.
—Mira, mamá —volvió al presente—. La mitad es mía, por ley. Javier no está en los papeles.
—No lo entiendes. Si vendemos y solo nos repartimos nosotras, él… lo tomará como una traición. Casi te considera su hija.
—Ah, ya. Digamos que vendo mi parte a otro, y él tendrá que compartir cocina con un desconocido. ¿Eso también sería traición?
Rosario calló, cerró los ojos. Sus labios temblaban. Tenía miedo de quedarse sola.
—Lleva años aquí —susurró—. Puso su alma. ¿De verdad no lo sientes?
—Siento que si no defiendo lo mío ahora, nadie lo hará. Y siento que, si sigo así, acabaré como tú. Con un hombre encima, quejándome.
Se marchó. No soportaba más aquel hogar ajeno.
En la calle, la primavera despuntaba. Autobuses, niños con helados, tacones tras ella. La vida seguía, como si no hubiera ocurrido un terremoto en el quinto piso.
Pasó una semana sin llamar a su madre. ¿Para qué hablar con quien solo repite ecos ajenos?
Lucía contactó a un agente inmobiliario. Explicó su situación: quería vender su parte para comprar un estudio. O al menos una habitación, para dejar de alquilar.
El comprador apareció rápido: un hombre recién divorciado, tranquilo. Ni siquiera sacó a Rosario de sus casillas. Pero después, los mensajes de su madre llovieron:
—No vendes un piso, vendes una familia.
Lucía calló, pero la culpa empezó a carcomerla. ¿Hacía lo correcto? La convivencia sería difícil, pero ¿y si no encontraba nada?
Llamó a su padre, algo raro entre ellos. Vivía en otra ciudad, con nueva familia, pero a veces necesitaba su cordura.
—¿Recuerdas el piso que pusiste a mi nombre?
—Claro. ¿Qué pasa?
—Mamá quiere que Javier reciba parte del dinero. Dice que “lleva diez años viviendo ahí”.
Silencio. Luego, un suspiro cansado.
—Cuando firmé eso, fue para darte un futuro. Para que no dependieras de nadie. Lo que haga tu madre con su vida, es cosa suya.
Lucía no lo sabía. Creyó siempre que solo le tocaba la mitad.
—¿Crees que hago bien?
—Eres adulta. Actúa con cabeza, no por rencor.
La llamada la alivió, pero otro recuerdo surgió:
En la universidad, Javier insistió en que “no mantendrían a una mantenida”. Lucía repartió folletos por cuatro perras. Un día, compró yogures, queso, un poco de jamón. Lo guardó en su balda.
A la mañana, solo quedaba un yogur y el rabo del jamón. Javier comía patatas fritas, bebía leche del cartón.
—¿Te has comido mis cosas?
—¿Tuyas? Aquí todo es común. Cuando tengas hijos, lo entenderás. Mientras vivas aquí, comparte y da las gracias.
Dejó de comprar comida. Pero los gastos seguían:
—El detergente se acabó. Hay que poner cada uno la mitad.
Aunque Lucía sabía que había un saco entero, casi sin usar. Rosario siempre inventaba excusas para sacarle dinero.
Con los meses, Lucía vio cómo su sueldo se esfumaba en caprichos de un hombre que no trabajaba, pero siempre tenía plato lleno. Y siempre opinión sobre su vida.
Ahora era distinto. Firmó los papeles, agradeció al agente y salió con un vacío extraño, pero liviano.
No llamó a su madre. Tampoco hubo llamadas. Un silencio mutuo, menos doloroso que las palabras sordas.
En dos semanas, Lucía recuperó el equilibrio. Se compró sábanas nuevas, se dio un masaje, unas zapatillas. Lo justo.
Empezó a buscar un estudio cerca del trabajo. Pequeño, pero suyo. Donde nadie le reñiría por cerrar un armario o tocaría su comida.
Pasaron meses. No se vieron en casi medio año. Hasta que su abuela llamó:
—Cariño, ¿cómo estás?
—Bien, abuela. ¿Y tú?
—Bueno, calmando a tu madre. Por lo demás, bien.
Lucía se tensó.
—¿Pasó algo?
—Ay, es largo… No sé si lo sabías, pero Rosario vendió su parte.
—¿En serio?
—Sí. Dijo que no aguantaba más. El vecino… Javier no se lleva bien con la gente.
Lucía se sentó. Las palabras costaban.
—¿Ahora alquila?
—Sí. Querían un piso más grande, hablaban de hijos… Pero la hipoteca no era opción. Javier disfrutó el dinero: salidas, ropa… Cuando se acabó, empezaron las peleas.
La abuela suspiró:
—Al final, se fue con otra. Buscó quien le mantenga. Y Rosario… bueno, se quedó sola.
Lucía no sintió alegría. Solo confirmación. Ojalá se hubiera ido antes.
—Ella dice que tú rompiste la familia —añadió su abuela—. Que si hubieras aguantado un poco más…
—¿Aguantar? Ella no aguantó ni que yo molestara a su marido.
La abuela no discutió. Sabía quién tenía razón, pero anhelaba paz.
—No te enfades. Lo pasa mal. AunqueLucía miró de nuevo las llaves en su mano, sintiendo por primera vez que su vida, al fin, era enteramente suya.