—¡A ver quién te quiere, vieja bruja! Eres una carga para todos. Andas por ahí apestando. Si fuera por mí, ya te habría… Pero no me queda más que aguantarte. ¡Te odio!
Marta casi se atraganta con el té. Acababa de estar hablando por videollamada con su abuela, Carmen Ruiz. La anciana se había apartado un momento.
—Espera, cariño, ahora vuelvo —dijo mientras se levantaba del sillón con un quejido y salía al pasillo.
El móvil quedó sobre la mesa. La cámara y el micrófono seguían encendidos. Marta cambió la pantalla a la del ordenador. Y entonces… ocurrió. Una voz llegó desde el pasillo.
Al principio pensó que lo había imaginado. Y quizá lo habría creído si no hubiera mirado el móvil. Por el ruido de la puerta, alguien entraba en la habitación. Primero aparecieron unas manos en la pantalla, luego un costado, después… el rostro.
Laura. La mujer de su hermano. Sí, la voz también era la suya.
La mujer se acercó a la cama de la abuela, levantó la almohada, luego el colchón y metió la mano debajo.
—Aquí sentada, tomando tecitos… Ojalá se muriera ya, de verdad. Para qué alargar lo inevitable. No sirves para nada, solo gastas aire y ocupas espacio… —mascullaba la cuñada.
Marta no se movió. Durante unos segundos, olvidó cómo respirar.
Poco después, Laura se fue sin notar la cámara. Y unos minutos más tarde, regresó la abuela. Sonrió, pero esa sonrisa no llegó a sus ojos.
—Aquí estoy. Por cierto, no te he preguntado. ¿Cómo va el trabajo? ¿Todo bien? —preguntó la abuela como si nada.
Marta asintió con un gesto brusco. Seguía intentando digerir lo que había escuchado, aunque todo en su interior le gritaba que fuera a echar a esa desvergonzada por la puerta. En ese mismo instante.
Carmen siempre le había parecido a Marta una mujer de hierro. No, nunca alzaba la voz. Pero tenía esa severidad de maestra, pulida durante años en las aulas, tratando con alumnos y padres.
Cuarenta años dando literatura. Los niños la adoraban: Carmen sabía hacer incluso a los clásicos interesantes.
Cuando murió el abuelo, no se hundió, pero su postura impecable se tornó en una leve joroba. Salía menos y se enfermaba más. Su sonrisa ya no era tan amplia. Aun así, no perdió su energía habitual. Decía que todas las edades eran hermosas y seguía disfrutando la vida.
Marta siempre había amado a su abuela porque a su lado se sentía segura. Con ella, ningún problema era demasiado grande. En su momento, Carmen le dio a su nieto la casa del pueblo para pagar sus estudios, y a su nieta, sus últimos ahorros para la hipoteca.
Cuando el hermano de Marta, Javier, se quejó del alto alquiler tras casarse, la abuela les ofreció una habitación. “Es un piso de tres dormitorios, hay espacio para todos. Además, así me cuidáis. ¿Y si me sube la tensión o el azúcar?”
—Total, sola me aburro. Y a los jóvenes nunca les viene mal una mano —decía con entusiasmo.
Javier se encargaba de vigilarla, mientras Marta ayudaba con la compra, las medicinas y hasta los recibos. Su sueldo se lo permitía, y su conciencia no la dejaba quedarse de brazos cruzados. A veces le daba dinero en efectivo, otras lo transfería, y, conociendo a su abuela y su costumbre de guardar para emergencias, a veces llevaba la comida ella misma. Pescado, carne, lácteos, fruta. Todo para que su abuela comiera bien.
—Es tu salud. Sobre todo con tu diabetes —decía Marta.
La abuela agradecía, pero evitaba su mirada. Como si le diera vergüenza “molestar”.
Laura, la mujer de Javier, siempre le pareció a Marta una persona falsa. Palabras melosas, cortesía exagerada, pero en sus ojos… frío. Una mirada calculadora, sin calor ni respeto. Pero Marta no se metió. Eran problemas ajenos. Solo le preguntaba a su abuela si todo iba bien.
—Todo está bien, cariño —aseguraba Carmen—. Laura cocina, mantiene la casa limpia. Es joven, claro, pero nada. La experiencia se gana con el tiempo.
Ahora Marta entendía: era mentira. En público, Laura parecía un cordero. Pero sin testigos…
—Abuela, lo he oído todo… ¿Qué ha sido eso?
Carmen se quedó paralizada un instante, como si no hubiera entendido bien, y luego apartó la vista.
—No es nada, Martita —suspiró Carmen—. Laura está cansada. Pasan por una mala racha, Javier siempre está de viaje. Y ella se desahoga.
Marta, entrecerrando los ojos, la observó como si la viera por primera vez. Notaba cada nueva arruga, consciente de que la mirada de Carmen ya no tenía el brillo de antes. La terquedad seguía ahí, el cansancio también. Pero había algo nuevo. Miedo.
—¿Desahogo? Abuela, ¿has oído lo que te ha dicho? Eso no es desahogarse. Es…
—Martita… —la interrumpió Carmen Ruiz—. No me cuesta aguantar. Bah, una rabieta. Es joven, impulsiva. Y yo soy vieja. No necesito mucho.
—Vale. Abuela. No me tomes por tonta —estalló Marta—. O me lo cuentas todo ahora, o cojo el coche y voy para allá. Tú eliges.
La abuela calló unos segundos. Luego respiró hondo, bajó los hombros y se ajustó las gafas. La ilusión se rompió. Ya no era aquella mujer fuerte y sonriente, sino una anciana acobardada.
—No quería decírtelo —empezó—. Estás tan ocupada con el trabajo… ¿Para qué meterte en estos líos? Pensé que se arreglaría solo…
La historia con Laura era más larga y sucia de lo que Marta imaginaba.
Los jóvenes llegaron a casa de Carmen con maletas enormes y planes de ahorrar para una hipoteca en seis meses. Al principio, la abuela incluso se alegró. El piso cobró vida: pasos por la mañana, alguien cocinando, risas tensas. Laura al principio se esforzaba: hacía pasteles, servía el té, hasta la acompañó al médico un par de veces.
Pero cuando Javier se fue a trabajar fuera, todo cambió.
—Primero se puso irritable —contaba Carmen—. Pensé que era por Javier. Luego se quedaba con la comida. Decía que tú comprabas demasiado, que ella lo necesitaba más, que era joven y quería tener hijos… ¿Y yo qué? A mí no me hace falta tanto, hasta me viene bien perder peso.
Resultó que Laura le había pedido dinero prestado. Carmen le dio lo que Marta le dejaba para las medicinas. Con eso, Laura se compró una nevera, la puso en su habitación y le puso candado a la puerta. Todo lo bueno que Marta llevaba acababa allí.
El dinero, claro, no lo devolvió. Con el tiempo, Laura empezó a buscar los ahorros de Carmen y vaciárselos.
—Se llevó el televisor. Dijo que era malo para la vista —la abuela secó unas lágrimas—. Y a veces corta el internet. Y yo… yo necesito llamar, leer noticias, ver recetas… A veces me siento como en una cárcel.
—¿Y no le dijiste nada a Javier? —preguntó Marta.
Carmen negó con la cabeza.
—Dijo que si se lo contaba… diría a todos que por mi culpa perdió un bebé. Que le hice la vida imposible. Y ni siquiera sé si estuvo embarazada. Pero juró que la compadecerían y a mí me odiarían.
Marta no suAl día siguiente, Marta llegó temprano con un cerrojo nuevo para la puerta de su abuela y una sonrisa firme, decidida a que nunca más nadie volviera a robarle la paz.