¿Hasta dónde te atreves?

“¿Qué te crees?”

Golpeando el despertador con gesto brusco, Pepe Ribera se levantó de la cama y, descalzo, arrastró los pies hasta la cocina. Allí le esperaba una sorpresa mayúscula. Sentada en la mesa del comedor, con una pierna cruzada sobre la otra, estaba Esmeralda. Llevaba puesto un coqueto delantal de encaje. Bueno, en realidad, solo llevaba el delantal. El último detalle dejó tan desconcertado a Pepe que se tapó los ojos instintivamente.

—¡Cariñito, ya estás despierto!— Esmeralda saltó de la silla como una mariposa y se colgó del cuello de Pepe, que seguía aturdido. —¡Mira, ya te he preparado el desayuno!
—¿Ah, sí? ¿Y qué es?— preguntó él, mirando con escepticismo aquella masa fibrosa.
—¡Ay, Pepito, si es brócoli al vapor!

Pepe jamás había probado el “brócoli al vapor”. Él era más de desayunos tradicionales, nada de esas rarezas modernas.

—¿Le echamos un poquito de mayonesa?— sugirió tímidamente, incapaz de tragar aquel manjar insípido.

Pero al ver cómo las cejas perfectamente depiladas de Esmeralda se juntaban en un ceño indignado, se apresuró a rectificar:

—¡No, no, cielo! ¡Sin mayonesa! Claro que sí…

«¿Por qué demonios me habré merecido esta suerte?», pensó Pepe mientras terminaba su desayuno con resignación. Aunque, la verdad, no iba por el brócoli. Iba por la diosa que ahora mismo ocupaba una silla de cocina despintada en medio de su humilde hogar. «¡Es un hada! ¡Una musa! ¡La mismísima Carmen… y es mía!»

***

La primera vez que Pepe Ribera vio a Esmeralda fue en el teatro donde trabajaba como técnico de iluminación desde hacía treinta años. Un día, mientras arreglaba un reflector fundido, dirigió el haz de luz hacia el escenario y… ¡allí estaba ella! Una criatura etérea, casi translúcida, que se le quedó grabada en el alma. Desde entonces, no tuvo paz.

No, Pepe no era de esos hombres que persiguen a la primera que pasa. Algo raro, viniendo de alguien que trabajaba entre actrices. En aquel templo de belleza y cultura, Pepe tenía fama de ser un hombre honrado y trabajador. ¿Sería por eso que el cielo le había premiado con Esmeralda?

***

Afeitándose a toda prisa, Pepe se vistió para el trabajo.

—Cariño, ¿me plancharías la camisa?— pidió con voz dubitativa.

Pero su “musa-Carmen” estaba absorta en algo más divino: el móvil.

—Pepiño, ¿y si lo haces tú?— murmuró ella, sin levantar la vista de la pantalla.
—Bueno, pues yo mismo— cedió Pepe, resignado.

Como no tenía ni idea de dónde andaba la plancha a esas horas, optó por el método infalible: alisar la camisa con las manos ligeramente húmedas. Resuelto el problema, agarró su maletín, dio un beso rápido a Esmeralda, que seguía en el sofá, y salió pitando al trabajo.

Fue en el autobús cuando se dio cuenta de que algo faltaba. Al mirarse de arriba abajo, descubrió con horror que en su maletín no había ni un mísero bocadillo envuelto en papel de aluminio ni un táper con croquetas calentitas.
«Bueno, ya comeré algo en el bar de abajo», se conformó.

***

«Cariño, pásame 30 euros. ¡Hoy me toca la manicura!».

El mensaje de Esmeralda lo dejó perplejo. ¿Tanto costaba pintarse las uñas? Aunque el estómago le rugía, no quería decepcionarla.
«Si hace falta, le pido un préstamo a Manolo», pensó mientras transfería el dinero. ¡La belleza tiene su precio!

Media hora antes de salir del trabajo, llegó el segundo mensaje:

«De camino a casa, compra aguacates y leche sin lactosa para la cena. ¡Muacks!».

De todo lo mencionado, Pepe solo conocía la leche. Vagó perdido entre pasillos, dando vueltas como un alma en pena. Finalmente, humillado, pidió ayuda a una empleada.

—¿Cuántos aguacates quiere?— preguntó la chica con amabilidad, ya con la leche sin lactosa en la mano.

Pepe volvió a quedarse en blanco. ¿Cuántos aguacates compraba la gente normalmente? Para no parecer un ignorante, contestó:

—¿Dos kilos, por favor?

Al pagar en caja, pensó con tristeza que Manolo iba a ser su salvación. Pepe, siendo buen samaritano, siempre prestaba dinero antes de cobrar. Pero nunca lo había pedido.
«Todo en la vida tiene un primera vez», se consoló mientras arrastraba la bolsa llena de aquel vegetal exótico. «¡Por una mujer como Esmeralda, hasta pedirle a Manolo merece la pena!».

Ella lo recibió con los brazos abiertos, irradiando un brillo celestial que a Pepe casi lo mareó.

—¡Pepín, cuánto te he echado de menos!— gorjeó mientras él guardaba los aguacates en la nevera.
—¿Y qué cenamos, mi vida?— preguntó él, disimulando el rugir de su estómago.

Esperaba que, entre tanto gorjeo, no se notara.

—¡Ya está aquí la cena!— exclamó Esmeralda.

Y, como si la pregunta de Pepe hubiera activado un hechizo, sonó el timbre.

—¡El repartidor!— dijo ella, emocionada. —Pepiño, baja a pagarle y tráelo.

«¿Qué demonios cuesta 50 euros y pesa menos que una pluma?», pensó Pepe, jadeando al subir las escaleras.

—¿Qué es esto?— preguntó, ya habitual en su vocabulario doméstico.

En el recipiente transparente había comida desconocida, decorada con hierbas verdes.

—Pero, Pepiño, ¡si son sushi!— explicó Esmeralda, sorprendida por su ignorancia. —¡Comida japonesa! Lleva atún, cangrejo y pulpo. Se come con wasabi, jengibre y salsa de soja.

A Pepe el sushi no le gustó. Lo único bueno fue ver a Esmeralda devorarlo casi entero. Cuando ella se fue al dormitorio, rebuscó en la nevera, esperando encontrar al menos un plato de cocido. Nada. Con el corazón encogido, se fue a dormir.

***

A la mañana siguiente, no había desayuno. Esmeralda dormía plácidamente, los rizos rubios desparramados como un halo.

—Cariño, déjame 50 euros— murmuró medio dormida. —Hoy me toca depilación con azúcar.

El primer impulso de Pepe fue indignarse. Pero como no sabía qué era eso del “azúcar”, pensó: «¿Será algo médico?». Se sintió culpable por dudar.

—¡Claro, mi reina!— cedió.

Vertió la leche sin lactosa en un tazón y buscó algo para acompañarla. Encontró una rebanada de pan tieso y, del frigorífico, un aguacate. Lo examinó: ¿se comía crudo? ¿Cocido? Al final, desistió.

—¿Ya te vas?— preguntó Esmeralda, absorta en el móvil.

Ni siquiera miró a Pepe, lo que le irritó aún más.

—Sí, me voy— respondió él, conteniéndose. —Oye, cariño… ¿y tú cuándo trabajas?

Ella levantó la vista, sorprendida.

—¿Trabajar?——¡Pepiño, pero si ahora soy tu mujer! Antes tenía que trabajar, pero ahora tú eres el proveedor y yo me ocupo de hacer este hogar bonito y cuidarte, ¿no ves?— terminó Esmeralda con una sonrisa que a Pepe le supo a bofetada, pero al final, suspirando, agarró su maletín y salió, preguntándose si algún día volvería a comer un buen cocido como Dios manda.

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