Hasta el final
Lucía cenaba sola, una vez más. Eran ya las nueve de la noche, y de Daniel, ni llamada ni mensaje. «Se habrá quedado trabajando otra vez», pensó, aunque no se lo creía del todo…
…En el último mes, estas «retrasos» se habían vuelto demasiado frecuentes. Al principio, eran esporádicos—una vez cada dos semanas. Luego, semanales. Y ahora parecía que su marido había dejado de llegar a casa a su hora por completo.
Lucía recordaba bien cómo empezó todo. Al principio, Daniel decía que en el trabajo había mucho lío—un proyecto importante, una entrega urgente. Ella le creía y lo esperaba hasta tarde.
Después, las excusas se volvieron cada vez más ridículas. El lunes, llamó diciendo que estaba atrapado en el aparcamiento porque un tractor quitanieves no lo dejaba salir. Lucía no dijo nada, pero decidió observar el comportamiento de su marido. Sabía perfectamente que en su oficina había un parking subterráneo, al que ese tractor jamás habría llegado ni en una semana.
El miércoles, «se retrasó» por una reunión importante, aunque en su empresa casi nunca había juntas. Y si las había, eran por videollamada y por la mañana.
Y ayer, directamente afirmó que se había quedado en la oficina porque… le dolía el estómago, y había pasado más de una hora en el baño con una indigestión.
Lucía no era tonta. Sabía que su marido ocultaba algo. Y con gritos no sacaría la verdad. Pero, ¿qué podría estar escondiendo?
—¿Cómo te sientes? —preguntó Lucía, intentando que su voz sonara tranquila y compasiva.
Daniel, que acababa de entrar en el piso, se dejó caer pesadamente en la cama y suspiró.
—No muy bien —respondió, frotándose el estómago—. Pedimos comida de un bar para comer, quizá me sentó mal…
—Qué horror. Claro que te creo —dijo Lucía, fingiendo preocupación mientras observaba su reacción—. Voy a buscarte algo para el dolor. Suele ayudar.
—¡No! —Daniel se incorporó de golpe, pero volvió a sentarse al darse cuenta de que casi había gritado.
—¿Qué pasa? —preguntó Lucía, sorprendida.
—Los compañeros me dieron algo. No recuerdo el nombre, pero me alivió.
—¿Ah, sí? Bueno, vale —encogió los hombros—. Pero mejor que recuerdes el nombre, no sea lo que fuera…
—Tienes razón —sonrió forzadamente—. Voy a ducharme y a acostarme, que no estoy bien.
—Claro —Lucía pasó su mano por la mejilla de su marido y salió del dormitorio.
En cuanto Daniel entró en el baño, Lucía fue directa a la cocina. Se quedó junto a la mesa, apretando el móvil de Daniel con fuerza. Su mirada recorrió la pantalla. Mensajes, llamadas, aplicaciones de mensajería—nada sospechoso. Pero entonces decidió revisar las aplicaciones bancarias.
«Transferencia de 500 euros a nombre de Ángela R.» Leyó Lucía para sí, y un nudo se le formó en el estómago. Oyó que Daniel cerraba el grifo del baño. Cerró todas las pestañas rápidamente y devolvió el móvil al dormitorio.
«No puedo perder los nervios, no puedo…», se repetía Lucía en un susurro, como un mantra. «¿Quién demonios es Ángela R.?»
Intentó recordar. ¿Era compañera de trabajo, contable, alguien del pasado?
Aquella noche, el sueño no llegó. Lucía se revolvía en la cama enorme, que de pronto parecía vacía y fría. Daniel dormía plácidamente a su lado, sin sospechar el tormento de su mujer. En algún momento, Lucía cayó en un sueño ligero, pero hasta ahí la perseguían fragmentos de frases, imágenes borrosas, pesadillas.
Se despertó de golpe, como si alguien la hubiera sacudido.
«¡Ángela!» El nombre le golpeó la memoria con fuerza. La exnovia de Daniel, de la que solo había hablado un par de veces. La que siempre mencionaba con incomodidad, diciendo: «Fue solo un amor de juventud».
Lucía se incorporó en la cama, sintiendo un sudor frío correrle por la espalda. Todo encajaba: los retrasos, las excusas absurdas, las «indigestiones». Y ahora, esa suma de dinero…
Se agarró la cabeza, intentando calmar el temblor de sus manos.
«Amor de juventud», resonaba en su mente.
Lucía no volvió a dormirse. Permaneció despierta hasta el amanecer, mirando el rostro sereno de su marido, tratando de unir todas las piezas.
La sospecha de que Ángela era su ex ahora le parecía obvia. Pero, ¿qué los unía después de tantos años? ¿Y por qué le había enviado tanto dinero?
Se levantó con cuidado, sin hacer ruido. En la cocina, preparó café y sacó una libreta. Necesitaba un plan.
«¿Qué hago?», martilleaba en su cabeza.
¿Hablar con Daniel directamente? Pero estaba ocultando algo, y una simple conversación quizá no bastara.
¿Contratar a un detective? Le parecía demasiado drástico. Ni siquiera sabía dónde buscarlos ni cuánto costarían.
¿Intentar encontrar a esa Ángela por su cuenta?
Sabía que no podía esperar. Cada día podía empeorar las cosas. Pero, ¿cómo actuar sin delatarse?
Decidió empezar por lo básico: revisar las redes sociales de Daniel. Quizá allí había pistas—fotos antiguas, menciones del pasado, contactos en común…
Abrió el portátil y empezó a revisar metódicamente su perfil. La mayoría eran fotos recientes—familia, trabajo, viajes. Pero, al fondo del archivo, encontró algunas imágenes viejas. En una de ellas, aparecía un Daniel joven con una chica. Lucía se fijó en su rostro.
Era ella. Ángela. La que su marido había mencionado alguna vez.
Cerró el portátil y respiró hondo. Sabía que solo había dos caminos ahora: cerrar los ojos y seguir adelante, arriesgándose a algo peor, o actuar y descubrir la verdad, por dura que fuera.
La elección era clara. Debía saber la verdad. Y la sabría, costara lo que costase.
Esa noche, Lucía estaba en el salón, jugueteando nerviosa con el móvil. Ya tenía preparado en su mente lo que le diría a Daniel cuando la puerta se abrió.
—Tenemos que hablar —dijo él desde el umbral. Su voz sonaba extrañamente cansada.
—Yo también quería hablar contigo —empezó Lucía, pero él la interrumpió con un gesto.
—Déjame hablar primero —pidió, sentándose en un banco del recibidor—. Lo que voy a decirte no te gustará. No espero comprensión, pero no me juzgues.
Lucía se quedó inmóvil, sintiendo cómo su corazón latía más rápido.
—¿Recuerdas a Ángela? Fue mi primer amor. Salimos al terminar el instituto, hasta el primer año de universidad —la voz de Daniel tembló.
Lucía sintió que la llevaban al cadalso. En cualquier momento, su marido diría esas palabras, y todo acabaría.
—Justo después de empezar la universidad, Ángela se quedó embarazada. Yo era joven, idiota y egoísta. Me asusté —Daniel hizo una pausa.
A Lucía le entraron ganas de agarrarlo y zarandearlo para que no hiciera más pausas dramáticas. Pero ya lo entendía. Un embarazo, un hijo que ahora necesitaba un padre.
—Le di dinero y la mandé a una clínica. Luego desaparecí de su vida como un cobarde —continuó—. Fue a la clínica. Pero algo salió mal.—Ahora está agonizando, y no puedo abandonarla en sus últimos días —susurró Daniel, mientras Lucía, con lágrimas en los ojos, extendió su mano hacia la de él y asintió en silencio, sabiendo que, a pesar del dolor, el amor verdadero a veces exige perdón.