— Para eso te crié — la voz de la madre en el teléfono resonó exigente, como un rodillo aplastando cada nervio. Lola sujetó el teléfono con el hombro, con una mano sosteniendo la cacerola y con la otra removiendo las gachas de avena.
— Mamá, ya lo hablamos. Este sábado vamos con Roberto a ver a sus padres — respondió Lola, esforzándose por ocultar el temblor en su voz. — Prometimos ayudarles con la huerta. Tienen mucho trabajo.
— ¿Y entonces a mí se me resuelve todo solo? — replicó Inés con sorna, resoplando. — El mudador volvió a emborracharse. Hay que mover cajas. Ayúdame. Si vienen por la mañana, para el mediodía habremos terminado. Luego pueden ir a su huerta.
Lola se dejó caer en una silla, sintiendo cómo le aceleraba el pulso. Estas conversaciones eran siempre iguales. Su madre nunca pedía. Exigía. Y sus argumentos eran de hierro, pesados, cargados de deuda moral. Incluso de obligación financiera.
— Mamá, ya lo prometimos. Ellos casi no nos ven. No puedo cancelar de golpe — repitió Lola, sabiendo que era inútil.
— ¿Ah, sí? — Inés alzó la voz. — ¿O sea que yo lo di todo por mi hija y ella mira para otro lado?
Lola cerró los ojos. Ahí venía… Ya empezaba.
— ¿Te acuerdas de vuestra boda? ¿Quién os dio dinero para el piso? ¿Los suegros? Ellos ni pueden pintar su casa, viven en un caserón destartalado. De no ser por mí, seguirías saltando de alquiler en alquiler.
Roberto lo escuchaba todo desde la habitación. Bueno, casi todo. El resto lo deducía por la reacción de su esposa. Ya estaba en el marco de la puerta de la cocina, apoyado en el quicio, con los brazos cruzados. Lola notaba su mirada clavada en ella. Cortó la llamada de golpe y lo miró.
— ¿Lo has oído todo? — preguntó con cautela.
— Lo suficiente — respondió él, lacónico. — Que no vuelva a llamar. ¿Se cree que nos ha comprado?
Lola quiso protestar, pero las palabras se le atragantaron. Entendía a Roberto. Cada vez que su madre “recordaba” su ayuda, ella se sentía incómoda. Como si realmente viviera de alquiler y su madre fuera la casera.
Roberto salió al balcón, sacando un paquete de tabaco del bolsillo. La puerta se cerró con tal fuerza que Lola dio un respingo.
Se quedó sentada, la cabeza entre las manos. Al principio creyó que su madre solo quería lo mejor para ella. Pero ahora la miel dejaba ver la hiel.
En la boda, Inés estuvo espléndida. Llegó con un vestido rojo fuego, como si no fuera la madre de la novia, sino ella quien iba a casarse. Una mesa espléndida, músicos, dos presentadores… Todo gracias a Inés.
Cuando llegó el momento de los regalos, su madre se levantó, alzó un sobre y anunció con sonrisa amplia:
— Hijos míos, aquí tenéis vuestro comienzo. Quiero que os vaya bien. Esto es de mi parte…
Y dijo la cantidad. No en voz baja, no al oído, sino para que todos lo oyeran, incluidos los suegros.
Lola notó cómo Roberto le apretaba la mano bajo la mesa. Sus padres, Lucía y Manuel, entregaron su sobre después, con sencillez, sin mencionar cifras, pero con cariño en la mirada.
— No tenemos mucho, pero es de corazón — dijo Manuel, ruborizándose. — Felicidad y paciencia. Y, sobre todo, escuchaos el uno al otro.
Inés en ese momento se distrajo hablando con un primo lejano. Las palabras no le llegaron. Para ella, solo importaban los números.
Lola miró las paredes blancas de la cocina, la olla eléctrica, la vajilla. Todo en ese piso empezó con aquel sobre. La reforma, los electrodomésticos, los muebles.
Siempre creyó que su madre solo quería ayudar. Pero ahora entendía: no era un regalo, era una inversión. Y con cada petición, Inés cobraba los intereses.
Pasaron semanas. Seguían hablando, pero solo si Inés llamaba. Lola a veces alargaba la mano hacia el teléfono, pero se contenía. No estaba enfadada. Solo temía el chaparrón de reproches.
Roberto ya ni hablaba con su suegra.
— Si quieres, ve tú — le dijo a su esposa. — Yo no voy a escuchar que tengo que pagar un regalo. En mi familia no hay inversores.
Las palabras dolieron, pero Lola calló. ¿Acaso no tenía razón?
Sabía que no podía seguir esquivando el conflicto. Un día, armándose de valor, intentó hablar con su madre.
— Mamá, nos ayudaste mucho y lo valoramos — empezó con cuidado. — Pero la gratitud no es obligación.
Inés alzó las cejas, abrió los ojos y miró a su hija como si hubiera dicho una locura.
— ¿Cómo? ¿Nunca oíste de corresponder? ¿Del vaso de agua en la vejez? Los hijos deben ayudar a los padres. Para eso os criamos.
Algo se rompió en el pecho de Lola. Todo apuntaba a esto, pero oírlo así…
Recordó otra vez la búsqueda del piso. Horas en Idealista, Fotocasa y Mil Anuncios. Roberto calculaba distancias al metro, comparaba reformas, distribuciones. Habían encontrado uno casi perfecto. Un piso de una habitación en las afueras, limpio, con balcón, suelos nuevos. No un palacio, pero acogedor. Y lo mejor: entraba en su presupuesto.
Inés, al enterarse, ofreció poner más dinero para comprar uno de dos habitaciones.
— ¿Cómo vais a apretaros ahí? ¿Y si vienen niños? Yo os ayudo sin problema. Ya me lo agradeceréis después.
— Este nos vale — cortó Roberto. — Queremos salir adelante solos.
Lola entonces creyó que exageraba.
— Roberto, te pones como si mamá fuera a cobrar intereses — se rio. — Esto no es un banco.
Inés torció el gesto, pero al final cedió.
— Haced lo que queráis. Solo quería ayudar.
Ahora Lola agradecía la desconfianza de Roberto. Así no aumentaban su deuda.
Últimamente, hasta sus suegros, siempre amables, tomaban distancia. Lucía hablaba con frialdad. Manuel soltaba bromas con doble filo.
— Oímos que el piso es gracias a tu madre, ¿eh? — dijo una vez durante la cena. — Vaya dote tiene Lola. No como nosotros.
Lola no entendió al principio. Resultó que, en el cumpleaños de Roberto, su madre había comentado a media voz:
— Yo les pagué casi todo el piso. Los suegros no tienen un duro. No podían dejar que los hijos sufrieran por eso.
La información llegó a oídos equivocados. A Lucía y Manuel les dolió doble, porque en realidad su regalo había cubierto casi un cuarto del precio. Quizá no contando la reforma, pero algo era algo.
Y Lola no sabía cómo arreglarlo. No lo había dicho ella, pero la vergüenza era suya.
Esa misma noche, tras enterarse, se sentó frente a Roberto. Él hojeaba noticias en el móvil. Le costó reunir valor para hablar.
— Oye, yo… Estoy entre la espada y la pared. Pero no soy tonta. Lo veo todo.
Roberto dejó el teléfono y la miró fijamente.
— No quiero pelearme con mamá, pero… — dudó. — Su ayuda nos sale muy cara. No quiero vivir en deuda eterna.
— Esto ya no son deudas. Es una guerra que nos destruye poco a poco.Roberto la abrazó con fuerza y susurró: “No importa lo que pase, al menos ahora somos libres,” mientras el atardecer teñía de dorado el jardín donde, por fin, habían encontrado su paz.