Te Criamos con un Propósito

— Para eso os criamos —dijo la voz de su madre al otro lado del teléfono, cortante como un cuchillo.

Carmen apretó el auricular con el hombro mientras removía la avena en la cazuela y intentaba mantener la calma.

— Mamá, ya lo hablamos. Este sábado Paco y yo vamos a ver a sus padres —explicó, conteniendo el temblor en la voz—. Les prometimos ayudar en la huerta. Hay mucho que hacer.

— ¿Y yo qué, me las arreglo sola? —replicó Inés, con un resoplido cargado de ironía—. El mozo de mudanzas se quedó dormido otra vez. Hay que mover cajas. Ayúdame. Si venís por la mañana, para el mediodía terminamos. Luego podéis iros a vuestra querida huerta.

Carmen se dejó caer en la silla, sintiendo cómo el pulso se aceleraba. Las conversaciones con su madre siempre seguían el mismo guion. Nunca pedía; exigía. Y sus argumentos eran de hierro, pesados, impregnados de deuda moral. Como si el amor tuviera intereses.

— Mamá, ya les di mi palabra. Además, apenas los vemos. No puedo cancelar de golpe.

— ¿Ah, no? —Inés subió el tono—. ¿Conque doy todo por mi hija y ella mira para otro lado?

Carmen cerró los ojos. Ahí venía…

— ¿Te acuerdas de vuestra boda? ¿Quién os dio dinero para el piso? ¿Tus suegros? Viven en un caserón medio caído, no pueden ni arreglar el baño. Sin mí, seguiríais saltando de alquiler en alquiler.

Paco lo escuchaba desde el salón. O al menos lo esencial. El resto lo deducía por la expresión de Carmen. Se asomó a la cocina, cruzado de brazos, apoyado en el marco de la puerta. Ella sintió su mirada y colgó de golpe.

— ¿Lo has oído todo? —preguntó con cautela.

— Suficiente —respondió él, seco—. Que no vuelva a llamar. ¿Se cree que nos ha comprado?

Carmen quiso protestar, pero las palabras se atascaron en su garganta. Entendía a Paco. Cada vez que su madre “recordaba” su ayuda, la casa dejaba de sentirse suya. Como si vivieran de prestado y la casera fuese su propia madre.

Paco salió al balcón, sacando un paquete de tabaco del bolsillo. La puerta se cerró con un portazo que hizo temblar los cacharros.

Carmen se hundió en la silla, agarrando su cabeza entre las manos. Al principio creyó que su madre solo quería lo mejor para ella. Pero ahora el regalo parecía más bien una hipoteca.

En la boda, Inés fue la reina. Llegó con un vestido rojo fuego, como si fuese ella la novia. Catering de lujo, música en vivo, dos presentadores… Todo gracias a ella.

Al llegar los regalos, alzó un sobre ante todos y anunció a voz en grito la cantidad. Ni un susurro discreto. Sus suegros, Luisa y Manuel, entregaron el suyo después, sin cifras, pero con cariño:

— No tenemos mucho, pero es de corazón —dijo Manuel, ruborizándose—. Que os ayude a escucharos más.

Inés ni se inmutó. Para ella, solo importaban los números.

Carmen miró las paredes de la cocina, la olla exprés, la vajilla. Todo empezó con aquel sobre. La reforma, los muebles, la tranquilidad.

Siempre creyó que era un regalo. Ahora veía que era una inversión. Y con cada petición, su madre cobraba los intereses.

Pasaron semanas. Seguían hablando, pero solo si Inés llamaba. Carmen a veces cogía el teléfono… y lo soltaba. No estaba enfadada. Solo evitaba la ducha fría de reproches.

Paco se negaba a ver a su suegra.

— Ve tú si quieres. Yo no pienso escuchar que tengo que “pagar” un regalo. En mi familia no hay inversores.

Dolió, pero Carmen calló. ¿No tenía razón?

Un día, armándose de valor, habló con su madre:

— Mamá, te agradecemos mucho la ayuda, pero la gratitud no es una obligación.

Inés arqueó las cejas como si su hija hubiese hablado en arame.

— ¿Y el “hoy por ti, mañana por mí”? Los hijos deben ayudar. Para eso os criamos.

Algo se rompió en Carmen. Siempre supo que su madre lo veía así, pero oírlo dolía.

Recordó cuando buscaban piso. Horas en Idealista y Fotocasa. Encontraron un estudio en las afueras, modesto pero acogedor. Justo lo que podían pagar.

Inés insistió en poner dinero para algo mejor.

— ¿Cómo vais a vivir ahí apretados? Y los niños después… Os ayudo sin problema. Ya me lo agradeceréis.

— Nos vale —cortó Paco—. Queremos hacerlo solos.

Carmen entonces pensó que exageraba.

— Vamos, Paco, ¿crees que mamá va a cobrarnos intereses? —se rio—. No es un banco.

Ahora le daba las gracias por su desconfianza. Habrían multiplicado la deuda.

Hasta sus suegros, siempre amables, empezaron a distanciarse. Luisa hablaba con frialdad. Manuel soltaba bromas con sorna.

— Dicen que el piso es gracias a tu madre —comentó él un día, tras un sorbo de café—. Vaya dote tienes, hija. Nosotros no podemos competir.

Carmen no entendió al principio. Resulta que en el cumpleaños de Paco, Inés soltó en voz baja:

— Yo les pagué casi todo el piso. Sus suegros no tienen un duro. Al menos no sufren por eso.

La frase llegó a oídos equivocados. Manuel y Luisa habían puesto casi una cuarta parte. Sin contar la reforma.

Esa noche, Carmen se sentó frente a Paco. Él navegaba en silencio por el móvil.

— Estoy… en medio de dos fuegos —musitó al fin—. Pero no soy tonta. Lo veo todo.

Él dejó el teléfono y la miró.

— No quiero pelearme con mamá, pero… su ayuda nos sale muy cara. No quiero vivir endeudada.

— Esto ya no son deudas. Es una guerra que destroza nuestra familia. Ladrillo a ladrillo.

Carmen asintió. Él la entendía. Le daba permiso para frenar.

— Basta. Nada más tratos disfrazados de ayuda —susurró—. Si quiere vernos, bien. Pero no cedo más. Aunque tenga que ser dura.

No estaba sola. Eso la fortalecía.

Pero su madre no se rendía.

— Hola, cariño. Perdona la hora. La tía Rosa llega al AVE a las tres de la mañana. Necesito que la recojáis. Ya sabes que en el pueblo a esa hora no hay taxis.

Otra orden, no una petición. Carmen respiró hondo.

— Mamá, no podemos. Paco madruga. Si nos avisases antes…

— Claro, a tus suegros corréis, y a mí hasta cita previa —bufó Inés, con un suspiro teatral—. Bueno, haced lo que querás. Pero después no vengáis llorando cuando necesitéis ayuda. Con lo que he invertido en vosotros…

Carmen apretó los labios.

— Invertido, sí. Gracias. Pero no soy tu propiedad. Y Paco tampoco.

Silencio. Luego, un gruñido:

— Perfecto. Todo claro.

Click.

La semana pasó en silencio. Hasta que una amiga común, Marta, le soltó:

— ¡Tu madre le ha dicho a Nuria que Paco se casó contigo por el piso!

Carmen se quedó helada.

— ¿Qué?

— Bueno, ya la conoces. Habla más queY entonces, mientras asaba pimientos en la barbacoa de sus suegros, rodeada de risas sin dobleces, Carmen entendió que la familia no se compraba, se construía día a día, sin facturas ni intereses ocultos.

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