La anciana traviesa

**La Vecina Cascarrabias**

Olga salió del taxi y esperó a que su pequeña Almu bajara del coche.

—Gracias— dijo al conductor mientras tomaba de la mano a su hija y se dirigían lentamente hacia el portal. En el pequeño banco junto a la entrada, dos señoras mayores charlaban.

—Buenas tardes— saludó Olga educadamente.

—Buenas, cariño— respondió una de ellas. —¿A quién vienen a visitar dos bellezas como ustedes?

Olga solo sonrió sin contestar. Abrió la cerradura con la llave y entró con Almu al edificio. Apenas se cerró la puerta, una de las mujeres comentó en voz alta que, media hora antes, había visto a dos jóvenes meter cajas y bolsas en el portal.

—Son los nuevos inquilinos del piso de arriba, el que alquilaban los Fernández. Prepárate, Mari, noches en vela te esperan— dijo la otra.

—A mí no me la dan. Si se atreven a hacer ruido, llamaré a los servicios sociales para que les caigan encima…

Olga no escuchó más. Tomaron el ascensor, que casualmente estaba en la planta baja, y subieron al quinto piso.

La puerta del piso estaba entreabierta. Dos hombres estaban en la cocina tomando café.

—Ah, ya llegaste, Olga. Nos pusimos cómodos mientras esperábamos. Espero que no te moleste— dijo uno de ellos.

Olga buscó su cartera en el bolso.

—Oye, no hace falta. Esto es entre amigos. ¿Seguro que hiciste bien dejando a Borja? Podrían reconciliarse. Sin trabajo, ¿cómo van a vivir tú y la niña?— Le guiñó un ojo a Almu, y la pequeña sonrió.

—Saldremos adelante. Pediré el divorcio y tendré la pensión. No volveré con Borja. Puedes decírselo— respondió Olga firme.

—Bueno, como quieras. Pero si necesitas algo, llama. Ahora, a instalarse— dijo Nico mientras se despedían.

Los hombres se fueron, y Olga miró las cajas apiladas en medio del salón. Respiró hondo.

—¿Me ayudas a ordenar, cariño?

—No, quiero jugar— respondió Almu.

—Vale, pero sin gritar, que si no nos echan— advirtió Olga.

La niña asintió. Mientras Almu sacaba su osito de peluche de una caja, Olga abrió el armario y empezó a guardar la ropa.

El piso era pequeño, de una habitación, pero suficiente. Los muebles estaban bien, el edificio era limpio. Si ahorraban, podrían arreglárselas.

Más tarde, Olga cocinó unos macarrones con salchichas que había traído. Limpió el suelo, arregló el sofá-cama y acostó a Almu, que insistió en que le leyera un cuento. Cuando por fin se durmió, Olga apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Entonces, recordó las palabras de Borja:

*”Volverás arrastrándote, suplicando que te acepte…”*

Se le llenaron los ojos de lágrimas y el sueño se esfumó. Se levantó y fue a la cocina. Sin encender la luz, se quedó mirando por la ventana la oscuridad que crecía fuera, en un barrio que aún le resultaba extraño.

***

Olga y Borja se conocieron en una parada de autobús. Él se acercó y le preguntó qué línea iba a la calle García Lorca.

Olga le respondió, y Borja, sonriendo, añadió:

—Perdona, no sabía cómo hablar contigo.

Subieron al mismo autobús y empezaron a charlar. Así comenzó todo. Olga, con el corazón libre, cayó rápidamente ante el encanto de Borja. Vivía en un piso compartido con una amiga de la universidad, pero cuando Borja le pidió que se mudara con él, aceptó. Su madre, estricta, siempre le había dicho que el amor debía llevar al matrimonio. Así que cuando llamaba, Olga mentía, diciendo que seguía con su compañera.

Pasaron dos años juntos, sin propuesta de matrimonio ni planes de familia. Hasta que Olga descubrió que estaba embarazada.

—Habrá que buscar un piso más grande— sugirió un día.

—¿Para qué?— preguntó Borja, confundido.

—Porque pronto seremos tres.

—¿Estás embarazada? ¿Y cuándo pensabas decírmelo?— replicó él, molesto.

—Lo hago ahora. No estaba segura antes— respondió Olga, conteniendo el llanto.

—Pensé que tomabas precauciones.

—¿Para vivir solo para mí y tener hijos *algún día*? No voy a renunciar a este bebé. Contigo o sin ti, lo tendré— declaró ella.

Al final, hicieron las paces y decidieron ahorrar para una hipoteca. Hasta que un día Borja llegó con un coche nuevo.

—¿De dónde ha salido esto?— preguntó Olga.

—Es nuestro. ¿A que mola?

—Usaste nuestro dinero sin consultarme— protestó ella.

—Tú tampoco me consultaste antes de decidir tener un hijo— replicó él.

Fue la primera gran pelea. Luego se reconciliaron, incluso se casaron, pero las cosas no mejoraron. Borja pasaba menos tiempo en casa, siempre con excusas. Cuando Almu nació, apenas ayudó.

—Ya no eres como antes— le reprochaba. —No me atraes.

Un día, Borja se marchó y no volvió hasta que Olga ya empacaba sus cosas.

—¿Adónde crees que vas? Volverás arrastrándote, rogándome que te perdone.

Olga no esperó. Se fue con sus ahorros y alquiló un piso. Sus vecinos eran una pareja que discutía a gritos, y tras meses de aguantar, se mudó de nuevo. Un amigo de Borja, irónicamente, les ayudó con las cajas.

***

Amanecía, y Olga seguía despierta. Decidió llevar a Almu a la guardería para buscar trabajo. Pero en la primera que visitó, la respuesta fue desalentadora:

—Las listas de espera son largas. Solo puedo aceptarla si trabajas aquí como auxiliar.

Olga aceptó sin dudar. Así estaría cerca de su hija.

Lo único que la molestaba era la vecina de abajo. Cada vez que Almu se caía o reía fuerte, la mujer golpeaba el techo con una escoba. Si las veía en la calle, gritaba:

—¡Esa niña no me deja dormir!

Olga intentaba explicar que Almu solo era una niña, pero la vecina amenazaba con llamar a servicios sociales. Así que optó por no discutir.

La señora, doña Maruja, era conocida por regañar a cualquiera que hiciera ruido en el patio. Pero Olga prefería eso a los anteriores vecinos borrachos.

Llegó el invierno, y las enfermedades no tardaron. Almu enfermaba seguido, y un día Olga amaneció con fiebre alta. No podía levantarse. Almu la tocó y retrocedió:

—¡Quema!

Tomó pastillas dobles, pero no mejoraba. Debió ir a la farmacia, pero no tenía fuerzas.

De pronto, oyó un timbrazo. ArrAbrió la puerta y vio a doña Maruja, quien, tras regañarla por no cuidarse, terminó llevándola al hospital y cuidando de Almu como si fuera su propia nieta.

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