**Soy marido, no un mueble**
—Has vuelto a comprar el pan equivocado. Te pedí sin pipas —dijo Marta dejando la barra sobre la mesa sin siquiera mirar a Javier.
—Era el último que quedaba —respondió él con calma—. ¿Por qué te enfadas tanto? Es pan normal.
—A Lucas luego le duele la barriga. A ti te da igual, no eres tú quien le da la medicina por la noche y se queda velándolo.
Javier cerró los ojos un instante y exhaló lentamente. Apartó la bolsa de la compra hacia la ventana y se sentó en un taburete allí mismo, como queriendo mantener distancia. Quería estar cerca, pero no podía.
Llamaron a la puerta. Era Alba, su hermana, que llegaba con chuches y una sonrisa. En casa de Marta, siempre la invadía esa sensación de monotonía: las mismas preocupaciones, pero familiares, cálidas. La atraía ese calor.
—Hola, familia. ¿Cómo estáis? ¿Paz, tranquilidad y comodidad?
—Ojalá. Pero casi hemos terminado. Solo quedan los deberes, la cena, el baño. Y planchar la ropa de mañana —contestó Marta, vaciando las bolsas—. Desde por la mañana, sin parar.
—¿Y las rodillas aún no crujen? —bromeó Alba, quitándose la chaqueta.
Javier asintió en silencio y se retiró al dormitorio. Hacía tiempo que evitaba meterse en las conversaciones entre ellas.
—¿Todo como siempre? —preguntó Alba en voz baja, mirando a su hermana.
—¿Qué quieres decir?
—Que otra vez estás tú sola. Y Javier, en otra habitación, más callado que un ratón.
Marta hizo un gesto de irritación, volteando los ojos.
—No empieces. Solo tenemos… reparto de tareas. Yo con la casa y los niños, él trabaja. Lo normal.
—No es eso. Lleva hora y media en casa. ¿Has hablado con él siquiera una vez?
—Ay, perdona, no estoy obligada a prepararle una cena romántica cada noche. Tenemos hijos.
La cocina era pequeña: una mesa estrecha, sillas con cojines desgastados, una tabla de cortar ajada. En la pared, un horario de actividades escrito con letra pulcra.
—¿Para ti los hijos son el fin de tu vida personal? —preguntó Alba.
Marta se encogió de hombros.
—No quiero que tengan… bueno, lo que nosotras tuvimos. ¿Recuerdas cómo mamá nos dejaba solas horas? ¿Y cómo papá bebía mientras ella trabajaba? Sin hablar del desastre que había. Hasta que empecé a limpiar, daba miedo entrar al baño.
—Lo recuerdo —asintió Alba con un suspiro—. Pero también recuerdo cuando veíamos dibujos en el suelo. ¿Cuándo fue la última vez que viste algo con ellos?
Marta desvió la mirada. La respuesta era obvia.
—Necesitan inglés, matemáticas y natación, no dibujos.
—¿Y Javier? ¿Él no necesita nada?
Marta miró hacia el pasillo, frunciendo el ceño con concentración.
—Es un adulto. No es un niño. Puede esperar por la familia.
Alba calló. Solo observó a su hermana: ojeras moradas, el pelo recogido sin cuidado. Sus manos, un motor perpetuo: abrir, cerrar, remover, guardar.
—¿Lo quieres? —preguntó Alba de pronto.
—¿Te has vuelto loca? ¡Claro que lo quiero! Es que ahora no es momento.
—Más de diez años sin ser momento. Desde que nació Hugo.
Entró Lucas, en pijama, despeinado como un gorrión.
—Mamá, el libro de Hugo está roto. Dice que fui yo. ¡Pero no lo toqué!
—Ahora voy.
Marta se levantó y salió. Alba se quedó sola en la cocina, pero no por mucho. Minutos después, apareció Javier, como si hubiera esperado a que Marta se fuera para servirse agua.
—¿Cansado? —preguntó Alba con suavidad.
—No es nada. A veces pienso que si desapareciera, ella ni se daría cuenta —murmuró Javier.
—Se daría cuenta. Quizá demasiado tarde.
Él se encogió de hombros, suspiró y apartó la mirada.
—Los quiero. Pero aquí sobro. Soy como un mueble. Traigo el sueldo y ya estoy libre.
Alba no supo qué decir, y Javier no esperaba respuesta. Se levantó y volvió al dormitorio.
Marta no regresó. Se había perdido entre libros rotos, ventanas polvorientas y ropa mal doblada.
La mañana siguiente empezó sin café, con una discusión junto al armario. Marta, como siempre, intentaba abrigar a todos en exceso.
—Hugo, ponte esa chaqueta, la con capucha.
—Mamá, me da calor. Vamos al centro comercial, ahí no hace frío.
—¿Y mientras caminas por la calle? ¿Quién te va a limpiar los mocos después?
Lucas, el pequeño, jugueteaba cerca de la puerta, poniéndose los calcetines sobre las botas para “resbalar menos”. Marta gritó, él se sobresaltó y se cambió de zapatos. Mientras, Javier esperaba en el coche. Había ofrecido ayuda, pero la respuesta era siempre la misma: “Yo me encargo, no molestes”.
Ya en el coche, él preguntó:
—Oye, ¿y mañana salimos los dos? Solo nosotros. Al cine, a tomar algo. ¿Recuerdas que antes lo hacíamos?
—¿Mañana? ¿Y los niños con quién se quedan? —la sorpresa en la voz de Marta se tornó en irritación—. ¡No podemos dejarlos así! Son pequeños todavía.
—Tienen doce y cinco años. Hugo puede hacerse un bocadillo.
—Sí, y de paso quema la cocina. ¿En serio, Javier? No saben ni ponerse los zapatos bien.
En el centro comercial, los niños intentaron llevar a sus padres al área de comida. Marta les cortó el paso con el brazo, como una barrera.
—En casa hay sopa. Las hamburguesas os darán gastritis.
—Mamá, pero es fin de semana —protestó Hugo—. No es todos los días.
—He dicho que no. Sin discusiones. Aquí no hay democracia.
Veinte minutos después, Lucas empezó a quejarse de hambre. Hugo se negó a probarse ropa en la tienda, y Marta le gritó. Tan fuerte, tan nerviosa, que él dejó de hablarle. Se puso terco.
Había pasado antes. Pero hoy Javier comprendió que ya no podía más.
—¿Te oyes cuando hablas?
—¿Y tú? —ella lo miró con el ceño fruncido—. ¿Oyes algo que no sean tus videojuegos?
—Oigo cómo ordenas todo el día. Siempre. A todos. Hasta cuando no hace falta.
—¡Porque si no lo hago, todo se viene abajo!
—Todo ya se vino abajo, Marta.
Salieron antes de lo previsto. Javier condujo en silencio, Marta miró por la ventana, y los niños se pusieron auriculares. La tensión era demasiado densa.
Javier no aparcó, solo detuvo el coche frente a casa. No salió con ellos.
—¿Vas a algún lado más? —preguntó Marta, confundida.
—Necesito pensar. Estar solo. Esta noche no me esperes.
—¿Qué? —su voz mezcló pánico y resentimiento—. ¿Nos abandonas?
—No. Esa historia—. Solo que ya no puedo respirar siguiendo un horario. Soy tu marido, no un mueble.
Ella solo vio alejarse el coche, desconcertada.
En casa, Hugo se encerró en su cuarto, Lucas se puso a jugar, y Marta fue a la cocina. Puso la tetera en el fuegoA la mañana siguiente, mientras el sol entraba tímidamente por las cortinas, Marta encontró sobre la mesa un café ya frío y una nota que decía: “Intentémoslo, pero de verdad esta vez”.