A veces, el carácter se desata

*Diario de Javier*

No podía creer lo que había escuchado.

—¿A quién le importas, vieja estropajo? Solo das pena. Hueles mal, estorbas. Si fuera por mí, ya te habría… Pero no, tengo que aguantarte. ¡Te odio!

Isabel casi se atraganta con el té. Estaba hablando por videollamada con su abuela, Carmen López, quien se había excusado un momento.

—Espera un ratito, cariño, enseguida vuelvo —dijo, levantándose del sillón con un quejido antes de salir al pasillo.

El móvil quedó sobre la mesa, la cámara y el micrófono seguían encendidos. Isabel cambió la mirada a la pantalla del ordenador. Y entonces… ocurrió. Una voz, procedente del pasillo.

Al principio, pensó que lo había imaginado. Pero miró el móvil. Escuchó una puerta. Aparecieron primero unas manos ajenas, luego un costado, finalmente un rostro.

Lorena. La mujer de su hermano. Sí, la voz era suya.

La mujer se acercó a la cama de la abuela, levantó la almohada, después el colchón, rebuscando con la mano.

—Aquí sentada, tomándose sus tontos tés… Ojalá se muera de una vez, juro por Dios. ¿Para qué alargar esto? No sirves para nada, solo gastas oxígeno y ocupas espacio… —mascullaba la cuñada.

Isabel no se movió. Por unos segundos, olvidó respirar.

Pronto Lorena se fue sin notar la cámara. Minutos después, regresó Carmen. Sonrió, pero esa sonrisa no llegó a sus ojos.

—Ya estoy aquí. Por cierto, no te he preguntado. ¿Cómo va el trabajo? ¿Todo bien? —preguntó, como si nada hubiera pasado.

Isabel asintió mecánicamente. Aún intentaba digerir lo que había escuchado, aunque cada fibra de su cuerpo le exigía echar a esa desvergonzada de una patada. Ahora mismo.

Carmen siempre había sido para Isabel una mujer de hierro. No, jamás alzaba la voz. Era esa serenidad docente, pulida durante décadas entre pupitres, corrigiendo exámenes y hablando con padres.

Cuarenta años dando literatura. Sus alumnos la adoraban: Carmen hacía hasta los clásicos más áridos interesantes.

Cuando murió el abuelo, no se derrumbó, pero su postura impecable se tornó en una leve curvatura. Salía menos, enfermaba más. La sonrisa, menos amplia. Aun así, nunca perdió su vitalidad. Decía que todas las edades tenían su encanto.

Isabel siempre la quiso por eso. Junto a ella, todo parecía manejable. Hace años, Carmen les dio a su nieto el piso de la playa para pagar la universidad, y a Isabel sus ahorros para la hipoteca.

Cuando su hermano, Álvaro, se quejó del alquiler caro tras casarse, Carmen les ofreció una habitación. *Un piso amplio, cabemos todos. Además, así me cuidáis… por si me da un bajón de azúcar.*

—Total, estoy sola y aburrida. A vosotros os vendrá bien un empujón —decía con entusiasmo.

Álvaro se encargaría de los cuidados. Mientras, Isabel traía la compra, medicinas, incluso pagaba el recibo de la luz. Su sueldo se lo permitía, y su consciencia, no le dejaba otra opción. A veces dejaba dinero en efectivo, otras lo transfería. Sabía que Carmen lo guardaría *por si acaso*, así que muchas veces compraba ella misma: pescado, carne, lácteos, fruta. Todo para que su abuela comiera bien.

—Es por tu salud. Más con tu diabetes —repetía Isabel.

Carmen daba las gracias, pero evitaba su mirada. Como si le diera vergüenza *molestar*.

Lorena, desde el principio, le pareció a Isabel… resbaladiza. Dulzura fingida, falsa educación. Una mirada fría, calculadora. Pero no se metió. Cada uno con sus asuntos. Solo preguntaba: *Abuela, ¿va todo bien?*

—Sí, cielo —aseguraba Carmen—. Lorena cocina, mantiene la casa limpia. Es joven, claro, pero… ya aprenderá.

Ahora Isabel entendía: era mentira. En público, Lorena parecía un cordero. Pero sin testigos…

—Abuela, lo he oído todo… ¿Qué ha sido eso?

Carmen se paralizó un instante, como si no hubiera entendido, luego apartó la vista.

—No es nada, Isabelita —susurró—. Lorena está cansada. Álvaro siempre de viaje. Ya sabes… se desahoga.

Isabel la observó como si la viera por primera vez. Las arrugas más marcadas. La vitalidad ausente en su mirada. Solo quedaba terquedad. Y algo nuevo… Miedo.

—¿Desahogarse? Abuela, ¿has oído lo que te ha dicho? Eso no es…
—Isabelita… —la interrumpió Carmen—. No me cuesta aguantar. Total, un arranque. Es joven, impulsiva. Yo ya soy vieja. No necesito tanto.

—Abuela. No me tomes por tonta —replicó Isabel—. O me lo cuentas todo, o cojo el coche ahora mismo. Elige.

Carmen calló unos segundos. Entonces suspiró, encogió los hombros, ajustó las gafas. La ilusión se rompió. Ya no estaba la mujer fuerte. Solo una anciana asustada.

—No quería preocuparte —empezó—. Tú con tu trabajo. Pensé que se arreglaría…

La historia era más larga y sucia de lo que Isabel imaginaba.

Álvaro y Lorena llegaron con maletas y el plan de ahorrar para un piso en seis meses. Al principio, Carmen estaba feliz. La casa cobró vida: pasos mañaneros, cocina ocupada. Charlas, risas… algo forzadas. Lorena al principio se esforzó: hacía postres, servía té, hasta acompañó a Carmen al médico.

Pero cuando Álvaro se marchó a un trabajo en Alemania, todo cambió.

—Se volvió irritable —contó Carmen—. Pensé que era por la ausencia de Álvaro. Luego empezó a quedarse la comida. Decía que tú traías demasiado, que ella lo necesitaba más… *Tengo que cuidarme, para cuando tenga un bebé*. ¿Qué iba a decir yo? A mí me viene bien adelgazar…

Lorena pidió prestado dinero del que Isabel daba para medicinas. Compró una nevera pequeña, la puso en su cuarto con candado. Todo lo bueno que traía Isabel acababa allí.

El dinero nunca volvió. Lorena buscaba los ahorros escondidos y los vaciaba.

—Se llevó el televisor. Dijo que dañaba la vista —Carmen enjugó una lágrima—. A veces corta el wifi. Y yo… necesito leer noticias, ver recetas… A veces me siento en una cárcel.

—¿Y a Álvaro no le has dicho nada? —preguntó Isabel.

Carmen negó.

—Me amenazó… Dijo que si hablaba, contaría que yo la hice perder al bebé. Que la estresé. No sé si estuvo embarazada… Pero dijo que todos la compadecerían. Y a mí me odiarían.

Isabel no supo qué decir. Quería gritar, maldecir a Lorena. En vez de eso, dijo:

—Abuela, nadie tiene derecho a tratarte así. Nadie.

Carmen lloró. Isabel la calmó, aunque sabía que se acercaba una tormenta. No se callaría.

Media hora después, Isabel y su marido iban hacia casa de Carmen. Le explicó todo en el coche. Él no lo creía al principio, pero sabía que ella no mentía.

Carmen abrió la puerta al instante. Retorcía un trapo, evitando mirarlos.

—Vaya, ¿por qué no avisasteis? Os habría preparado algo…Lorena no regresó jamás, y la casa de Carmen volvió a llenarse de paz, risas y tazas de té compartidas en silencio.

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MagistrUm
A veces, el carácter se desata